Martínez no supo qué decir ; habí entendido
a su sobrino pero no tení palabras para responderle. No sólo
le resultaba imposible explicar en inglés que Cuba era campeón
mundial de béisbol aficionado, tampoco podía matizar que
los jugadores cubanos eran en realidad profesionales encubiertos, ni muchísimo
menos que no se habían enfrantado nunca a un equipo norteamericano
de grandes ligas. Martínez estaba convencido de que si lo hacían
los norteamericanos ganarían casi seguramente, pero el caso era
que no lo habían hecho, y se aferró a ese dato para aliviarse
de la prepotencia infantil mostrada por aquel niño que seguía
moviéndose como aquejado por el mal de San Vito, una prepotencia
típicamente yanki según la cual los campeones de América
lo eran de todo el mundo y el nombre mismo del continente era sinónimo
de Estados Unidos.
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