Pero la desgracia de quedarse sin casa le había ocurrido
en La Habana y allí no había ni tan siquiera un cuarto en
alquiler salvo para quien pudiera pagarlo en dólares. Él
no podía, desde luego, y por tanto no tenía otra alternativa
que intentar conmover al Estado, único casateniente del país,
que además podía asignar las viviendas en propiedad. El Estado,
en su caso, empezaba por ser su jefa, que no tenía el poder de asignar
casas, pero sí el de empezar a mover los hilos que llevaban, a través
de la lejana Dirección Provincial de Salud Pública, a la
inextricable madeja del ministerio, que a su vez conducía a la verdadera
madre de los tomates, el remotísimo Consejo de Estado.
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