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Literatura infantil
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En torno a la ilustración latinoamericana de libros para niños y jóvenes 
Autor : Sergio Andricaín 

En los últimos años, los ilustradores latinoamericanos de libros infantiles y juveniles han comenzado a ser reconocidos en el ámbito internacional. Prueba de ello, son las distinciones que han obtenido sus trabajos en concursos convocados fuera de la región (en Europa y Asia) y su creciente presencia en exposiciones de ilustraciones para libros destinados al público infanto-juvenil (Bolonia, Bratislava, Cataluña, Tokio)... Nombres como los de los cubanos Eduardo Muñoz Bachs y Enrique Martínez, los brasileños Angela Lago y Gian Calvi o el argentino Ayax Barnes son ampliamente conocidos y respetados, por la excelencia y originalidad de sus propuestas plásticas, más allá de las fronteras de América Latina. 
Por eso en la actualidad comienza a hablarse de una manera de ilustrar "latinoamericana", perfectamente reconocible, propia de este continente, reflejo del proceso de búsqueda de su identidad cultural. Sin embargo, todos esos logros no son resultado de un milagro; por el contrario, son el producto del largo y, a veces, tortuoso camino seguido por el libro infantil y juvenil en el continente, en el cual los ilustradores han sido actores decisivos. 
Un breve recuento histórico de la evolución del libro concebido para la niñez y la juventud en el continente revela que la producción fue exigua e irregular durante el siglo XIX y la primera mitad del presente. Pocas eran las editoriales que se interesaban por publicar libros para niños, y mucho menor el número de las que invitaban a artistas plásticos de calidad a concebir ilustraciones para esos títulos. 
En el siglo pasado encontramos libros con excelentes grabados (ilustraciones, viñetas, capitulares y orlas), en algunos casos resultado del trabajo de artistas locales y en otros provenientes de reproducciones de origen europeo que estaban en poder de los impresores. Obras como Aguinaldo para los niños (1846), de los cubanos Manuel Costales y José Güell y Renté, o El libro de la infancia (1865), del venezolano Amenodoro Urdaneta, ejemplifican la concepción gráfica que caracterizaba a las mejores ediciones para niños de aquella época. También José Martí, al publicar en 1889 su revista La Edad de Oro, concedió especial preeminencia a la gráfica, a esas "láminas finas" que acompañaban sus textos magistrales. 
En los primeros años del siglo XX, la ilustración se mantuvo apegada al estilo bucólico y romántico finisecular, lo cual se evidencia en el empleo de motivos como jardines, pajareras, fuentes y fruteros, cenefas, niñas con regaderas, etc. Un ejemplo de esta gráfica de transición son los dibujos que concibió Francisco Henares, artista nacido en España y radicado en la isla de Cuba desde los 18 años, para obras como Libro primero de lectura, de Carlos de la Torre, y El amigo de los niños, de Esteban Borrero Echeverría. 
En las décadas siguientes, con honrosas excepciones, como las de los brasileños Voltolino, J. U. Campos y Rodolpho (ilustradores de los libros de Monteiro Lobato), del chileno Mario Silva Ossa "Coré" (que se dio a conocer en las páginas de la revista El Peneca) y los cubanos Jorge Rigol y Samuel Feijóo, el panorama de la ilustración de libros para niños en América Latina se caracterizó por la reproducción de patrones foráneos (europeos decimonónicos y norteamericanos al estilo de Walt Disney) ajenos al contexto cultural y la idiosincrasia de los jóvenes lectores de nuestros países. Por otra parte, las editoriales no disponían de una tecnología adecuada para lograr buenas reproducciones y no concedían la importancia que correspondía a la imagen dentro del libro infantil y juvenil. 
Como resultado de este panorama desolador predominaban las ilustraciones producidas por "artistas" de poco mérito, casi siempre en blanco y negro, concebidas a partir de patrones figurativos y esquemas obsoletos, de escasos valores estéticos, ajenas a las tendencias de vanguardia de la plástica contemporánea universal y continental, sin ninguna intención renovadora, explícitas, subordinadas al texto, carentes de atractivo para sus destinatarios e ignorantes de la rica realidad cultural latinoamericana. 
Esta situación comenzó a cambiar a partir del decenio del 60, con el fortalecimiento de la literatura infantil y el desarrollo de la industria editorial en América Latina, la cual se vio obligada a incorporar los avances poligráficos, no sólo como una forma de satisfacer la creciente demanda de libros, resultado del desarrollo de la educación, sino también como una manera de complacer a un público lector cada vez más exigente en cuanto a la calidad de los materiales impresos. Por otra parte, los editores descubrieron el enorme "filón" de consumidores que representaban los niños... y para ellos comenzaron a trabajar. 
Aparecieron así nuevas posibilidades técnicas para la ilustración de los libros infantiles: la fotomecánica, la impresión en offset, y más recientemente el scanner, todo lo cual permitió el perfeccionamiento de la policromía y garantizó óptimas reproducciones de los originales. 
A escala continental este proceso no ha sido uniforme. Mientras que en algunos países la producción de libros para niños ha alcanzado un alto nivel en volumen de ejemplares y calidad gráfica y textual (tal es el caso de Argentina, Brasil, Cuba, Colombia, México y Venezuela), en otros no ha sucedido así, lo cual explica el pobre desarrollo de las imágenes destinadas a dichos materiales de lectura (por ejemplo, ese es el caso de Centroamérica y el Caribe y de países suramericanos como Ecuador, Perú, Paraguay, Bolivia, etc.). 
Las naciones que muestran en la actualidad un sólido movimiento de ilustración del libro infantil lo han logrado porque la existencia de una infraestructura editorial capaz de asimilar estos trabajos ha permitido que un grupo numeroso de artistas escogiera dicha modalidad del quehacer plástico como su forma habitual de expresión. 
Sin embargo, las desigualdades presentes en el desarrollo de la ilustración del libro infanto-juvenil latinoamericano no impiden identificar ciertos rasgos distintivos a escala regional. En los mejores ilustradores latinoamericanos se advierte, por lo general, un compromiso con su realidad social. Sin ignorar las miserias y desigualdades de nuestros países, formulan propuestas que resumen nuestra grandeza, las aspiraciones de los hombres y mujeres que buscan para la infancia del continente un futuro mejor, luminoso. Hay en nuestra ilustración una tendencia que se caracteriza por la presencia de elementos de la cultura popular. El kistch nuestro de cada día en que el niño está inmerso se encuentra reinterpretado críticamente por algunos artistas de la región, quienes apelan al grafito, a los collages donde las imágenes en que han sido educados sus padres y ellos mismos son reelaboradas para proponer una nueva mirada a esa cultura tan arraigada en el continente, tan llena de edulcoramiento y estereotipos visuales, casi siempre tan banal. El empleo de vitolas, cromos, estampas y recortes de anuncios, así como la copia de estilos presentes en ilustraciones de las revistas de corazón y los folletines definen el quehacer de algunos creadores, quienes proponen al niño una mirada indagadora y cuestionadora de ese patrimonio. Un buen ejemplo, puede ser el quehacer gráfico de la colombiana Esperanza Vallejo para libros como Palabras que me gustan (1987), de Clarisa Ruiz, y Yo, Mónica y el monstruo (1994), de Antonio Orlando Rodríguez, o las ilustraciones que realizara para la segunda edición de Ponolani (1978), obra de Dora Alonso, el cubano-español José Luis Posada. También las imágenes concebidas por la mexicana Marisol Fernández para el poema en prosa Manuela color canela, de Elena Dresser, revelan una sabia combinación de diversas formas de la artesanía popular de ese país y constituyen un ejemplo más de esta manera de concebir la ilustración. 
Otro importante camino seguido por los ilustradores se adentra por los senderos del barroquismo. Los artistas que optan por esta posibilidad se inclinan por las complicaciones formales, por lo dinámico; buscan lo real, casi siempre maravilloso y mágico, como suele presentarse en nuestras tierras. Los creadores que se inscriben en esta tendencia prefieren las líneas curvas, en infinita expansión; escogen las diagonales antes que las horizontales y verticales que definen el estilo clásico; cubren todo el espacio con formas llenas de detalles y colores vivos, exultantes. Sus imágenes devienen fiesta policroma, donde el movimiento y la vitalidad resultan esenciales. 
Testimonio de esta línea de trabajo en nuestros libros para niños y jóvenes son las ilustraciones que hiciera el cubano Ricardo Reymena para Cantares de la América Latina y el Caribe (1982), poemario de Julia Calzadilla Núñez, concebidas a la manera de arpilleras o frescos barrocos; y las calidoscópicas imágenes de otro cubano, Tulio Raggi, para la obra Juegos y otros poemas (1974), de Mirta Aguirre, que parecen estar en eterno movimiento y apelan a lo sensorial para trasmitir un espíritu de regocijo, de fiesta, de alegría. Muestra también de un barroquismo más sobrio son los trabajos de la costarricense Vicky Ramos para la novela juvenil Mo (1990), de Lara Ríos, y para Niñas y niños del maíz (1995). 
Pero hay creadores que prefieren el trazo sencillo, el uso comedido del color, la simplificación formal. Algunos de ellos buscan reproducir los dibujos infantiles, la expresión gráfica de la niñez, mientras que otros escogen el difícil proceso de decantar sus imágenes para alcanzar, con la mayor economía de líneas y colores, una ilustración de difícil sencillez y gran eficacia comunicativa. Muchos de los artistas de vanguardia del presente siglo –Joan Miró, Paul Klee o Pablo Picasso–, quienes fueron descomplicando su expresión artística, brindan los presupuestos para los trabajos gráficos de estos ilustradores. Una buena muestra son las imágenes del recientemente fallecido artista argentino Ayax Barnes, y específicamente ese clásico que es La línea (1975), escrito por Beatriz Doumerc. También las obras del brasileño Gian Calvi, de los colombianos Ivar Da Coll y María Osorio, de la venezolana Vicky Sempere y del costarricense Alvaro Borrasé constituyen acertados ejemplos. 
Un recuento de tendencias nos obligaría a detenernos también en el humorismo, ejemplificado magistralmente por el quehacer del cubano Eduardo Muñoz Bachs en libros como Caminito del monte (1980), de David Chericián, o Los payasos (1985), de Dora Alonso. Muñoz Bachs, uno de los ilustradores latinoamericanos de mayor prestigio mundial, definió a mediados del decenio del sesenta un estilo muy propio, inconfundible, de fuerte gama cromática y marcadas connotaciones burlescas y expresionistas. Otros exponentes por excelencia del humorismo son el argentino Vilar (precursor del pop art en la gráfica de libros para niños, como se evidencia en las ediciones de Tutú Marambá, Dailan Kifki y El reino del revés, creaciones de María Elena Walsh) y el colombiano Alexis Forero "Alekos", en su trabajo para obras como Cúcuru mácara (1989) y Tocotoc el cartero enamorado (1992), de Clarisa Ruiz. 
Imposible soslayar la vertiente que se inspira en la tradición realista de las artes representativas. Especial significación tiene, dentro de esta línea, la producción de los ilustradores venezolanos contemporáneos, difundidos por Ediciones Ekaré, en cuya labor es notoria la huella de la artista alemana Mónika Doppert. Entre ellos se destacan la ya mencionada Vicky Sempere y Morella Fuenmayor. 
Nuestros creadores saben que muchos pequeños se inician en el universo de la plástica a través de sus trabajos. Por tal motivo se esmeran para que sus propuestas estén en correspondencia con las principales tendencias del arte contemporáneo y sean portadoras del legado recibido del arte universal de todos los tiempos. Se esfuerzan por lograr imágenes de rigor estético, que inicien al niño en los secretos de las formas y del color, en los misterios de la composición, en la variedad de técnicas. Por eso encontramos en los libros infantiles y juveniles propuestas tan retadoras y enriquecedoras como las de la brasileña Angela Lago (desafiante e incisiva en un cuaderno como Cena da rua o inquietante con su manera de componer y presentar la perspectiva en El cantar de los cantares), las del argentino Oscar Rojas (con su sobria e impactante propuesta gráfica en El mar en la piedra, de Lucía Laragione) y las del cubano Enrique Martínez (quien explora las posibilidades del grabado contemporáneo en el libro Akeké y la jutía, de Miguel Barnet). 
Los mejores ilustradores del continente no quieren repetir en sus imágenes lo que dice el escritor con las palabras, quieren proponer otra lectura del texto, descubrir nuevos ángulos, contribuir con la iniciación de los receptores en los secretos de la polisemia. En muchas ocasiones juegan con el relato o los poemas, proponen una lectura paralela sugerente, creativa. De este modo colaboran con la formación de un lector participativo, que trabaja con dos códigos diferentes (el escrito y el visual), que se complementan en el mismo objeto-libro.
A manera de ejemplo, pudiera citarse la retadora propuesta de Manuel Tomás González para la más reciente edición cubana (1988) de Juegos y otros poemas, de Mirta Aguirre, la cual exige del lector un amplio despliegue asociativo, un rico ejercicio de imaginación y sensibilidad. Nuestros creadores quieren contribuir a que la niñez latinoamericana encuentre en sus imágenes una opción recreativa, otra oportunidad de construir sus espacios de juego. De ahí que la fantasía esté presente en sus trabajos. Ellos crean para la infancia un universo mágico, con los seres concebidos por la fértil imaginación de los hombres latinoamericanos. Dan forma a los personajes fantásticos que pueblan los mitos surgidos en estas tierras: madres de agua, güijes, patasolas, jinetes sin cabeza, sacís, seguas, botos, etc. 
Los más significativos de nuestros ilustradores tienen un presupuesto común: la búsqueda en la riqueza cultural latinoamericana de una expresión raigal, autóctona. Ellos miran el complicado y sincrético marco en que se ha conformado la cultura de cada uno de esos pueblos para no sólo encontrar lo distintivo y propio, sino los rasgos esenciales, portadores de valores universales trascendentes. Quién duda, al ver las ilustraciones que Rapi Diego hizo para Por el mar de las Antillas anda un barco de papel (1978), de Nicolás Guillén, que este artista cubano ha estudiado la técnica de los clásicos de la ilustración inglesa del siglo XIX; que la brasileña Ciça Fittipaldi ha investigado el arte africano que llegó a nuestras tierras con los esclavos traídos como mano de obra para las plantaciones cañeras o cafetaleras; o que su compatriota Marina Colasanti ha revisado el patrimonio medieval para retomarlo en los dibujos que acompañan sus cuentos de hadas reunidos en el libro Una idea toda azul (1979). 
Todos estos caminos son explorados por los ilustradores latinoamericanos para reflejar, en sus creaciones, la manera de ser de los hombres y mujeres que habitan estas tierras. Y ese reto estético es, a la vez, un compromiso con los destinatarios de sus obras: esos niños que nacen y se desarrollan en contextos tan disímiles no sólo a escala regional, sino dentro de cada uno de los países latinoamericanos, donde conviven grupos sociales portadores de culturas muy diferentes, marcados por grandes desigualdades socioeconómicas. 
Una reseña sobre este tema no estaría completa si omitiéramos los nombres de otros artistas de reconocida calidad: Juan Marchesi, Raúl Fortín, Myriam Holgado, Delia Contarbio, Istvan y Gustavo Roldán (hijo), de Argentina; Regina Yolanda Werneck, Walter Ono, Ziraldo, Eliardo França, Marilda Castanha y Helena Alexandrino, de Brasil; Cristina López, Olga Cuéllar, Diana Castellanos, Edgar Rodríguez "Ródez", Michi Peláez y Ana María Londoño, de Colombia; Isabel Fargas, de Costa Rica; Reinaldo Alfonso, Zaida del Río, Roberto Fabelo, Vicente Rodríguez Bonachea, Lázaro Enríquez, Miriam González Giménez, Fran Valdés y Rita Gutiérrez Varela, de Cuba; Gerardo Suzan, Rosario Valderrama y Carlos Pellicer López, de México; de Candido Bidó, de República Dominicana; Andrés Jullian y Fernando Krahn, de Chile, entre otros muchos. 
La ilustración de libros infantiles en Latinoamérica constituye un movimiento artístico pujante, que, sorteando las dificultades de todo tipo que le salgan al paso, deberá consolidarse en los años que restan de este siglo, para entrar al XXI con mayor fuerza y un renovado compromiso de exaltar nuestros valores culturales.

© Sergio Andricaín 

Ponencia presentada en el Tercer Coloquio Internacional del Libro Infantil y la Promoción de Lectura, efectuado en Caracas, Venezuela, en 1994. 
Publicada en: 
· Revista Amigos del libro, Madrid, España, N° 29, julio-septiembre 1995. 

Este texto puede ser citado, siempre que se den los créditos al autor y se indique su fuente de procedencia. 


 
Literatura para niños en América Latina

Una encuesta

Coordinador: 

Antonio Orlando Rodríguez
 
 
 
 

Cada vez es mayor el número de adultos que se interesan por conocer la literatura que se publica para los lectores infantiles y juveniles. Y es que, de año en año, ha ido aumentando entre padres, maestros y bibliotecarios la conciencia de la importancia de este campo de la creación literaria: en buena medida, lo que leamos cuando pequeños incidirá sobre la calidad de nuestras lecturas posteriores. Indiscutiblemente, quien de niño tenga la oportunidad de disfrutar de los poemas infantiles de Mirta Aguirre, de Aquiles Nazoa o de María Elena Walsh, tendrá una sensibilidad más aguzada para enfrentarse, años después, a los textos de Lezama Lima, Drummond de Andrade o Gelman. 

Se ha dicho que la literatura infantil fue una suerte de Cenicienta subordinada a su envidiosa y pedagógica Madrastra; por fortuna, esa tutela se hizo añicos con la aparición de libros que defienden el derecho a la fantasía, a la invención de universos, al humor, el cuestionamiento y la reflexión. Ese cambio de signo, ese tránsito de instrumento de formación a vehículo de expresión y recreación, es lo que permite que no sólo sus destinatarios virtuales la lean agrado, sino también un gran público de adultos. 

La mayor aspiración de los mejores autores de la literatura infantil latinoamericana es hacer Literatura capaz de seducir a cualquier lector, incluso a los niños. Hoy por hoy, la literatura infantil de América Latina es un espacio joven, propicio para las búsquedas y la experimentación ideoestética, donde hay cabida para los temas más profundos y trascendentes y también para los divertimentos más regocijantes. Creadores como la brasileña Lygia Bojunga Nunes, la mexicana Pascuala Corona, el cubano David Chericián o el colombiano Ivar Da Coll son magníficos ejemplos de una literatura que no mira condescendientemente a sus lectores, sino que los reta o comparte con ellos, de tú a tú, sueños y preocupaciones. 

Con el propósito de explorar la actualidad de la literatura infantil producida por los autores de América Latina, entregamos un breve cuestionario a cinco reconocidos especialistas en esta rama de las letras. 

Ellos son: 

Susana Itzcovich, profesora y periodista argentina, fundadora y primera presidenta de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina (ALIJA). Ha publicado obras como Cuentos para leer y contar y Veinte años no es nada. La literatura y la cultura para niños vista desde el periodismo. 

Sergio Andricaín, sociólogo e investigador literario cubano. Autor de las obras Puertas a la lectura y Colección Biblioteca del Promotor de Lectura. Editor de la revista infantil de música Batuta, que se publica en Bogotá. 

Manuel Peña Muñoz, escritor y crítico chileno. Autor de investigaciones como Historia de la literatura infantil chilena, y Alas para la infancia y de varios libros de narrativa para niños. 

Sylvia Puentes de Oyenard, escritora e investigadora literaria uruguaya. Presidenta de la Asociación Uruguaya de Literatura Infantil y Juvenil. Fundadora de la Cátedra de Literatura Infantil Juana de Ibarbourou. 

Beatriz Helena Robledo, crítica e investigadora literaria colombiana, profesora de la Universidad Javeriana de Bogotá. 

A continuación se reproducen las preguntas de la encuesta y las respuestas de cada uno de los especialistas relacionados:

¿Cuál es la situación actual de la literatura infantil en su país? 

Susana Itzcovich (Argentina): 
El mercado editorial argentino para niños padece las oscilaciones de la economía, por un lado, y de los períodos democráticos y de gobiernos de facto, por otro. Estadísticamente, se genera una mayor producción en cada momento democrático. La creatividad no dormida, pero sí guardada entre silencios, emerge con mayor fuerza. Nuestra literatura infantil crece en la medida en que la libertad de expresión permanece como un camino político democrático. Se abren tendencias, se definen posturas y se advierte un compromiso virtual con la escritura, que pasa por el realismo mágico, el absurdo, el humor y el realismo puro, entre otras tendencias. Desde lo ficcional, se proponen ciertos temas antes no abordados en Argentina, como la conciencia de clase, el espacio del amor, la muerte, el divorcio, la adopción y la irreverencia ante lo solemne. Entre las editoriales que publican libros para niños podemos citar: Colihue, Quirquincho, Sudamericana, Emecé, Centro Editor de América Latina, Sigmar, El Ateneo, A-Z y Aique, entre otras. 
Sergio Andricaín (Cuba): 
Cuba es, junto a Argentina y Brasil, uno de los principales polos de la creación literaria para niños en la región. Pero como se sabe, Cuba, después de un largo período de bonanza de desarrollo editorial, enfrenta en la actualidad serias dificultades de infraestructura por la escasez de papel. El volumen de libros infantiles que se publica cada año se ha reducido a una mínima expresión. Muchos escritores han tenido que buscar la forma de publicar en el extranjero o guardar sus nuevos títulos en espera de mejores tiempos para la industria editorial de la isla. Sin embargo, los autores más importantes siguen creando y han aparecido noveles autores de calidad. 
Manuel Peña Muñoz (Chile): 
Estamos viviendo un verdadero boom de la literatura infantil. Entre 1990 y 1994 se publicaron más de 50 nuevos títulos de autores nacionales. También han aparecido reediciones y tiradas grandes en kioskos. Esto es extraordinario, porque hace 20 años existía la idea de que los libros para niños no vendían. Esa opinión se ha revertido, ya que en 1996, la Feria del Libro de Santiago constató en su balance general que los libros más vendidos fueron los infantiles. 
Entre las editoriales más conocidas, que distribuyen en Chile y Latinoamérica, destacan Andrés Bello, Universitaria, Zig Zag y Dolmen, preocupadas por entregar libros infantiles de calidad, principalmente con ilustraciones de Andrés Jullian, Maffioletti y Tomás Gerber. Han aparecido también editoriales nuevas como Salo, y autores como Ana María Güiraldes, Saúl Schkolnik, Manuel Gallegos y Cecilia Beuchat, que han publicado mucho. 
Sylvia Puentes de Oyenard (Uruguay): 
En los últimos años la situación es promisoria, a pesar de que lo reducido del mercado (tres millones de habitantes) y la falta de exportación de nuestros libros hace que el costo de los mismos sea desfavorable frente a las coloridas ediciones extranjeras. Dentro de los factores que han marcado un cambio de actitud frente al libro infantil señalamos: la fundación en 1984 de la Asociación uruguaya de Literatura Infantil-Juvenil (AULI); los premios instituidos por el Ministerio de Educación, la Intendencia Municipal de Montevideo, la Cámara Uruguaya del Libro y algunas editoriales, lo que constituye un incentivo para los creadores, que ya no deben luchar solos para lograr la publicación de sus obras; la existencia de varias editoriales que se preocupan por lograr ediciones dignas en este género; la creación de la Cátedra Juana de Ibarbourou y la incorporación de la literatura infantil al currículo de la formación de los futuros docentes; la política del Instituto Nacional del Libro y la reorganización de la Sección Uruguaya de IBBY. 
Beatriz Helena Robledo (Colombia): 
A partir de los años 70, con el surgimiento del premio Enka, en Colombia se da un impulso a la creación literaria para los niños. Este premio propició la creación de otros, como los que otorgan Comfamiliar del Atlántico, la Fundación Susaeta, Norma-Fundalectura etc. La creación de la colección infantil-juvenil de la editorial Carlos Valencia también fue un estímulo para los autores. Sin embargo, actualmente hay un estancamiento y una falta de criterio muy preocupantes por parte de las editoriales que tienen fondos infantiles. Alarman la ausencia de crítica literaria especializada y el espacio ínfimo que se dedica a este tema en los ámbitos universitarios y académicos. Otro vacío que ha contribuido a demorar la "mayoría de edad" de nuestra literatura infantil es la falta de investigaciones de carácter histórico, que no permiten contar con una historia de la literatura infantil, como sí tienen otros paises latinoamericanos, y que nos impide reconocernos e insertar la creación actual en una tradición. 

¿Cuáles son algunos de los libros más representativos de la literatura infantil de su país? 

Susana Itzcovich (Argentina): 
El gallo pinto (1944), de Javier Villafañe; Tutú Marambá (1960), de María Elena Walsh; Monigote en la arena (1976), de Laura Devetach; Tengo un monstruo en el bolsillo (1988), de Graciela Montes, y Los imposibles (1988), de Ema Wolf. 
Sergio Andricaín (Cuba): 
En narrativa las obras más importantes son: Caballito blanco, de Onelio Jorge Cardoso; Cuentos de Guane, de Nersys Felipe; El Sueño, de Antonio Orlando Rodríguez; La Marcolina, de Ivette Vian, y Ponolani, de Dora Alonso. En poesía, Juegos y otros poemas, de Mirta Aguirre; Por el mar de las Antillas anda un barco de papel, de Nicolás Guillén; La flauta de chocolate, de Dora Alonso; Mundo mondo, de Francisco de Oráa; Soñar despierto, de Eliseo Diego, y Caminito del monte, de David Chericián. 
Antes de 1959, hay que hacer referencia a esa obra fundacional que es La Edad de Oro, de José Martí, publicada en 1889, y en los primeros cincuenta años del siglo XX a títulos como Romancero de la maestrilla, de Renée Potts, y Cuentos de Apolo, de Hilda Perera. 
Manuel Peña Muñoz (Chile): 
Papelucho (1947), de Marcela Paz, diario de vida de un niño de clase media,escrito con gran sentido del humor, que inició una serie con la que varias generaciones de niños se han sentido identificadas hasta el día de hoy; Cuando el viento desapareció (1948), de Hernán del Solar, bella narración de corte poético, con muchas reediciones; La hormiguita cantora y el duende melodía (1957), de Alicia Morel, con aventuras, rimas y diálogos vivaces; El niño que se fue en un árbol (1986), de Jacqueline Balcells, imaginativo, fantástico y muy bien escrito; y Cuentatrapos (1985), de Víctor Carvajal, de corte realista social y basado en historias de niños de poblaciones marginales de Santiago. 
Sylvia Puentes de Oyenard (Uruguay): 
Buscabichos, de Julio C. da Rosa; Los cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, y Saltoncito, de Francisco Espínola, en narrativa; Los sueños de Natacha, de Juana de Ibarbourou, en teatro; y Girasol de la mañana, de Julio Fernández, en poesía. No podríamos dejar de señalar que hemos leído con deleite en los últimos tiempos las novelas Milpa y Tizoc, de Ignacio Martínez; El tesoro de Cañada Seca, de Julián Murguía, y el poemario Lunas de abril, de Graciela Genta. 
Beatriz Helena Robledo (Colombia): 
En lugar de libros, prefiero mencionar autores que han asumido su labor con seriedad, oficio y responsabilidad. Pienso en Ivar Da Coll, quien no solo tiene una obra representativa, sino una concepción íntegra de su oficio de ilustrador y de escritor. De su producción destaco la trilogía de Eusebio: Tengo miedo, Torta de cumpleaños y Garabato. Otra escritora que trabaja con mucho profesionalismo es Gloria Cecilia Díaz, creadora de El valle de los Cocuyos y El sol de los venados, obras opuestas en cuanto a temática y universo creado: una fantástica y otra realista. Al compararlas, nos damos cuenta de que su autora que está explorando las diferentes posibilidades del lenguaje, lejos de estancarse en una fórmula exitosa. Nombraría también a Gonzalo España, quien se nutre de la historia y la mitología en Galería de piratas y bandidos de América y Relatos precolombinos. Otra escritora joven y talentosa es Yolanda Reyes, ganadora del premio de literatura infantil y juvenil Noveles Talentos, otorgado por Fundalectura, con la refrescante y novedosa obra El terror de sexto "B" y otras historias del colegio. Por otra parte hay obras que han tenido una gran acogida entre los niños como Conjuros y sortilegios, de Irene Vasco, y La alegría de querer, de Jairo Aníbal Niño 

¿Qué es lo mejor y lo peor de la literatura infantil latinoamericana? 

Susana Itzcovich (Argentina): 
Lo mejor es su propio peso y su lugar en el ámbito de la infancia, respetando las temáticas y la escritura de cada país. Lo peor es el desconocimiento entre las producciones de un país y otro, la falta de intercambio y de coediciones, y que algunos autores y editores supongan que la literatura "sirve para" motivar un tema curricular, para ejercer la gramática y la sintaxis o para responder a tediosos cuestionarios escolarizados. 
Sergio Andricaín (Cuba): 
La literatura infantil no ha tenido un desarrollo parejo en el continente. Hay países donde existe un sólido movimiento de escritores de calidad trabajando para la niñez, mientras que en otros sólo hay creadores aislados. No obstante, en los últimos años muchas obras valiosas han aparecido en América Latina y el Caribe, las cuales testimonian la voluntad de brindar una literatura que observa críticamente, pero con orgullo y sentido de pertenencia, nuestra realidad. Esos libros revelan también un profundo respeto por el destinatario virtual: el niño latinoamericano de hoy. Sin embargo, todavía queda mucho por hacer; es decir, hay mucho que decantar, pues se siguen publicando títulos de cuestionables méritos estéticos, muy apegados al universo escolar. 
Manuel Peña Muñoz (Chile): 
Lo mejor es su riqueza literaria, su diversidad de temas, su profundidad, sus contenidos, su personalidad propia. Hay autores de calidad, buenos narradores, poetas y ensayistas; una genuina autenticidad y la idiosincracia de cada país reflejada en los libros. Lo peor: abunda mucha literatura escolar que se confunde con literatura infantil. Es tarea de los críticos mostrar lo auténticamente literario. También es negativa la falta de comunicación entre nuestros países. Hacen falta políticas editoriales para publicar y divulgar más a nuestros autores, y también políticas de capacitación para que maestros y bibliotecarios conozcan más las diversas tendencias de la literatura infantil de nuestro continente y compartan esas obras con los niños. 
Sylvia Puentes de Oyenard (Uruguay): 
Lo mejor es el movimiento de integración de nuestros pueblos a través de reconocidas personalidades que trabajan por la dignidad del niño y por su mejor desenvolvimiento psicofísico. Lo peor es la falta de honestidad por parte de quienes manejan el tema editorial cuando las obras publicadas van en detrimento del bien, la belleza, el aspecto lúdico y la falta de incentivos para desplegar la fantasía. 
Beatriz Helena Robledo (Colombia): 
Lo mejor es que hay una joven tradición que da a esta literatura legitimidad cultural. La riqueza oral de nuestros pueblos, aunada a los esfuerzos de algunos creadores y de grupos interesados en entregarles a los niños un universo cultural decantado, ha generado también una conciencia de la importancia de una literatura ajena a cualquier intención didáctica, doctrinaria o moralista. Existen por fortuna escritores en los diversos países que han logrado mantener su independencia creativa a pesar de presiones políticas, sociales y, sobre todo, de mercado, que nos permiten mantener viva la esperanza de que los niños podrán tener en sus manos libros que los transformen en mejores seres humanos. 
Lo peor, lo compartimos todos los países del globo: la abundancia de libros publicados con un criterio únicamente comercial. Hay una invasión de palabras vacías, de retórica, de obras por encargo, de mediocridad, que va enturbiando el panorama y hace más difícil la selección de las obras que merecen ser entregadas a los niños.

© Antonio Orlando Rodríguez 

Este texto puede ser citado, siempre que se den los créditos al autor y se indique su fuente de procedencia. 

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Voces y caminos en la poesía infantil latinoamericana

Autor : Antonio Orlando Rodríguez 

Sería muy ambicioso pretender reseñar, en unas pocas páginas, la labor de todos los poetas que han escrito para la niñez en América Latina. Este panorama se circunscribirá, pues, a algunas de las voces principales. 
El gran poeta de la infancia en América Latina, durante el siglo XIX, es el cubano José Martí (1853-1895), quien en 1889 dio a conocer en Nueva York cuatro ediciones de su publicación mensual La Edad de Oro. Basta leer una narración en versos como "Los zapaticos de rosa", con su riqueza plástica y metafórica, con su admirable musicalidad y ternura, para entender por qué Martí es, sin discusión, el maestro de la literatura infantil latinoamericana del siglo pasado. 

José Martí

En esa revista, que Martí escribía íntegramente, la poesía está presente de principio a fin: no sólo en sus versos", sino también en la prosa espléndida de sus cuentos y artículos. La poesía de La Edad de Oro no está hecha, como era usual en aquella época, para aleccionar y transmitir enseñanzas religiosas o moralejas huecas. En las creaciones de Martí se aprecia una aspiración más ambiciosa: la de poner en contacto al lector, tempranamente, con la belleza y el misterio de la gran poesía, con sus verdaderas esencias. Sus composiciones evaden lo directo, lo explícito, sugieren y buscan la trascendencia. Un ejemplo de su lírica para niños, que propone modelos renovadores, sin antecedentes en el idioma castellano, es "Dos milagros": 

Iba un niño travieso 
cazando mariposas; 
Las cazaba el bribón, les daba un beso 
y después las soltaba entre las rosas. 
Por tierra, en un estero, 
estaba un sicomoro; 
le da un rayo de sol, y del madero muerto, 
sale volando un rayo de oro. 

La poesía de La Edad de Oro abre múltiples caminos que explorarán, en el siglo XX, diversos autores. El gran mérito de Martí fue que supo colocar la literatura para niños al nivel de la mejor literatura del continente. 

Otra figura relevante de la poesía infantil en el siglo XIX es el colombiano Rafael Pombo (1833-1912). Para escribir sus libros Cuentos pintados (1867) y Cuentos morales para niños formales (1869), se inspiró en divertidos personajes y anécdotas de la poesía tradicional anglosajona y los recreó con desenfado y fantasía. Poemas suyos como "El renacuajo paseador" y "La pobre viejecita" son ampliamente conocidos no sólo en Colombia, sino en otros países de Latinoamérica. 

También el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) entregó hermosas páginas a la infancia. La composición de ambiente campesino "Del trópico", escrita en 1889, y el cuento modernista versificado "A Margarita Debayle", de 1908, son magníficos ejemplos de su quehacer. 

En los primeros años del siglo XX se destaca el aporte del mexicano Amado Nervo (1870-1919). Los poemas de su libro Cantos escolares han sido difundidos en todo el ámbito latinoamericano.

Sin embargo, la gran voz de estas décadas iniciales del actual siglo es la chilena Gabriela Mistral (1889-1957). Los primeros versos para niños de la ganadora del Premio Nobel de Literatura 1945 fueron difundidos en obras de lectura escolar que se publicaron en Chile, en 1916 y 1917. Posteriormente, al editar su primer libro –Desolación (1922)–, la autora incluyó en él muchas de esas creaciones. En 1924 vio la luz su colección de versos infantiles Ternura, que tuvo una reedición, enriquecida con nuevas composiciones, en 1945. 
 
 

Gabriela Mistral

La poesía de Gabriela Mistral está signada por la ternura. Para esta autora la poesía era "un sedimento de la infancia sumergida". Canta a la inocencia, a lo tierno, a lo nuevo, a lo que se asoma al mundo. El niño es lo blanco y lo verde, lo más sensitivo y maleable, la esperanza. Gabriela Mistral aspiraba a alcanzar la transparencia de las nanas y rondas de la tradición popular, se afanaba por obtener la mayor simplicidad ("yo he sufrido mucho para lograr cierta sencillez", decía): entrega una poesía despojada de retórica superflua, desnuda y esencial. Sabe, y así lo expresa en una carta, que "el niño arroja todo el encaje de la frase y coge vigorosamente el pensamiento". Sus versos son una lección de amor y de respeto por los más jóvenes lectores. 

En 1927 se publica otra de las joyas de la poesía latinoamericana para niños: Las torres de Nuremberg, del argentino José Sebastián Tallón (1904-1954), un cuaderno de gran fantasía y emotivo acento, portador de inquietantes alternativas a las composiciones "escolares" que constituían el canon de la lírica infantil de la época. 

El libro de Tallon posee una lozanía inmarcesible; en sus páginas hay cabida tanto para una alegría y una curiosidad enormes, como para una delicada tristeza. Tallon también fue pionero en la búsqueda de una auténtica poesía infantil, que diera la espalda a las moralejas y al didactismo pedestres, fundamentada en la belleza y en la capacidad de deslumbrar y de conmover. El siguiente fragmento del "Elogio de la muñeca de trapo" ilustra su estilo: 

La muñeca de trapo no parece de trapo. 
La gente sin corazón no la ama 
porque dice que no tiene pies ni brazos. 
Pero eso es mentira. 
La muñeca de trapo 
es una viejecita que duerme, duerme, duerme, 
con los pies escondidos en el vestido largo. 
Es una viejecita 
con una pañoleta que le tapa las manos. 
Su cara está arrugada porque ha sufrido mucho, 
y porque tiene muchos, muchos años. 
Fue la primer muñeca que se hizo en el mundo. 
Y es por eso que todos los niños la adoramos, 
y le cantamos siempre el arrorró, 
y la mecemos en los brazos, 
y le hicimos la cuna, la cuna más pobre, 
que es también, como ella, de trapo. 
Entre las voces fundamentales de la década del cuarenta se encuentra el poeta venezolano Aquiles Nazoa (1920-1976). Si bien en vida ninguno de sus libros se publicó de manera expresa para los jóvenes lectores, sus versos y narraciones se han convertido en patrimonio de la niñez. Sin creaciones como "Buen día, tortuguita" o "Historia de un caballo que era bien bonito", la literatura latinoamericana para niños y jóvenes estaría incompleta: le faltarían algunas de sus piezas de mayor envergadura. 

Nazoa se dio a conocer en 1943 con Método práctico para aprender a leer en VII lecciones musicales con acompañamiento de gotas de lluvia. Concebida a la manera de los viejos silabarios, la obra consta de siete "lecciones" en las que se entremezclan una melancolía muy a lo Andersen y la imaginación, la vitalidad y el humorismo de los latinoamericanos. Ya en esta propuesta se anuncia la vocación de Nazoa de borrar los estrictos linderos de la prosa y el verso, elemento definitorio de su estilo. Véase, a manera de ejemplo, una de las piezas del texto aludido:

LECCIÓN V 
CANARIO 
c-a-n-a-r-i-o 
ca-na-rio 
El canario tiene un río pequeñito en la garganta. 
Por las mañanitas, los canarios se llaman membrillos. 
Los canarios tienen zapatillas de cristal y taconcito alto, como las de la Cenicienta. 
En Nazoa admira la libertad de su expresión, su sinceridad y, sobre todo, la inagotable capacidad de invención de que hace gala ("hacer arte es, sobre todo, inventar, sacarse cosas de la imaginación", afirmó el autor caraqueño). Él amaba las cosas y presencias más sencillas y fue capaz de hacerlas trascender con la magia de su palabra y de su bondad. Aquiles Nazoa es una figura que merece la más amplia difusión, sobre todo, y usemos palabras del poeta, en "esta época que parece haber perdido el don más definitivo de la condición humana, el don de la ternura". 

Uno de los clásicos de la literatura continental, el poeta cubano Nicolás Guillén (1902-1989) también se dirige a los niños en este período. En 1943 se escenifica su poema dramático Poema con niños, hermosa exhortación a la hermandad por encima de de razas y de credos. 
 
 
 
 

Nicolás Guillén

En todos los libros que edita Guillén con posterioridad hallamos versos que, por su contenido o su maravilloso ritmo, se convierten en "clásicos" de la poesía infantil. Sin embargo, no es hasta 1977 que el autor escribe un libro especialmente para los chicos: Por el mar de las Antillas anda un barco de papel.

Oscar Alfaro (1921-1963) es la gran figura de las letras bolivianas para la niñez. En su bibliografía sobresalen títulos como Cien poemas para niños (1955) o El circo de papel (1970). Poeta de variados registros, Alfaro evoca líricamente flores, animales y paisajes, y con el mismo acierto compone fábulas de denuncia social. Este autor murió joven, en plena efervescencia creadora, y si hoy conocemos muchos de los textos que dejó inéditos hay que agradecerlo a la incansable labor de quien fuera su esposa: Fanny Mendizábal. El siguiente poema de Alfaro ilustra su estilo:

Mariposa

Señorita 
mariposa. 
Abanico que se agita 
junto al rostro de una rosa. 
Es un alegre pañuelo, 
con el cual baila un enano 
picaruelo 
algún baile americano. 
Es también una bandera 
diminuta, 
en la ruta 
del viento de primavera. 
Y se posa 
en el libro de un chicuelo. 
¡Qué ilustración más hermosa 
que le ha caído del cielo! 
En 1950, aparece un libro de notables méritos: ¡Canta, Pirulero!, del venezolano Manuel Felipe Rugeles (1908-1959). Rugeles entrega versos exquisitos refinados, con una gran carga de evocación y sugerencia, capaces de establecer profundos nexos emotivos con lectores de diferentes edades. A manera de ejemplo se reproduce su poema "Primavera":

Olor de la primavera 
en el huerto de mi casa. 
Olor de frutas maduras 
y olor de miel de la caña. 
Olor de la rosa nueva 
y olor del jazmín de plata. 
Olor de tierra con lluvia 
y olor de brisa que pasa. 
Todos los voy percibiendo 
en la luz de la mañana. 
Figuras sobresalientes de la poesía para la niñez entre los décadas del treinta al cincuenta son también la uruguaya Juana de Ibarbourou (1895-1979), con sus populares Canciones de Natacha (1930); la cubana Renée Potts (1908), quien publica en 1936 Romancero de la maestrilla; el titiritero y poeta argentino Javier Villafañe (1909), autor de El gallo pinto (1944); la puertorriqueña Ester Feliciano Mendoza, quien firma las obras Nanas (1945) y Nanas de la Navidad (1959); y la salvadoreña Claudia Lars (1899-1974), creadora de Escuela de pájaros (1951). 

¿Qué hace de estos autores figuras relevantes en el panorama latinoamericano? La honestidad de su obra, el deseo de entregar a sus lectores arte verdadero y no literatura "fabricada" y carente de auténticas emociones. 

Claudia Lars lo explicó acertadamente al escribir, en el prólogo de su obra: "Nadie me halló buscando palabras que el niño entiende a la perfección, ni inventando imágenes achicadas al tamaño de su frente. Me hundí en la transparencia del aire y en la cálida humedad de los colores terrestres; fui alegre y agradecida con mis ojos y con mi alma; dije lo que sentí en cada arrobamiento y los poemas fueron brotando uno tras otro. (...) El niño tiene una sensibilidad más fina que la del adulto, porque es un ser nuevo y puro. Si no ha sido pervertido por libros «añoñados» o de mal gusto está listo para recibir –aunque tan sólo sea como presentimiento–, la oculta dádiva del poeta". 

En 1960 aparece en Argentina un libro llamado a renovar la poesía para niños de ese país: Tutú Marambá, de la gran escritora y compositora musical María Elena Walsh (1930). Con posterioridad publica otras colecciones de versos como El reino del revés (1963) y Zoo loco (1965). Sus disparatados versos se aproximan al niño por los caminos del humor, la imaginación y la ruptura de estereotipos. Véase, a modo de ejemplo, su famoso "En el país de Nomeacuerdo":

En el país de Nomeacuerdo 
doy tres pasitos y me pierdo. 
Un pasito para allí, 
no recuerdo si lo di. 
Un pasito para allá, 
ay qué miedo que me da. 
Un pasito para atrás 
y no doy ninguno más 
porque ya, ya me olvidé 
donde puse el otro pie. 
En el país de Nomeacuerdo 
doy tres pasitos y me pierdo. 
 

María Elena Walsh

La obra de María Elena Walsh es un canto a la libertad, a la desautomatización, una invitación a recomponer el mundo creativamente. Poesía inquietante, polisémica, que siempre deja puertas abiertas para múltiples lecturas e interpretaciones. La influencia ejercida por Walsh en los autores contemporáneos de Argentina, e incluso de otras regiones del continente americano, es notoria. Su poética, personalísima e irreverente, se ha convertido en un modelo estético y, aún más, en una postura de respeto ante el niño como destinatario de los mensajes artísticos. 

También en el decenio del sesenta, en Brasil, aparece una obra muy importante: Ou isto ou aquilo, de la poetisa Cecília Meireles (1901-1964). Se trata de un libro clave de la lírica infantil en lengua portuguesa, formado por composiciones diáfanas, donde se juega de manera admirable con la sonoridad de las palabras. 
 
 
 
 

Cecília Meireles

En las dos últimas décadas se han escrito numerosos poemarios para los niños. 

En Brasil, por ejemplo, se destacan autores como Elza Beatriz (Pare no P da Poesía, 1980), José Paulo Paes (E isso ali, 1981; Olha o bicho, 1989), Elías José (Un pouco de tudo, 1983; Lua no brejo, 1987) y Roseana Murray (Classificados poéticos, 1984). Con poemas en prosa como Pedro, o menino que tinha o coraçao cheio de domingo (1977) y Ah Mar... (1985), Bartolomeu Campos Queirós (1940) ha demostrado su maestría en la parábola. 

Poetas que han escrito para los niños en los años más recientes son, entre otros muchos, las argentinas María Hortensia Lacau (País de Silvia, 1975) y Elsa Bornemann (El libro de los chicos enamorados, 1977), la boliviana Yolanda Bedregal (El cántaro del angelito, 1979), los costarricenses Lara Ríos (Algodón de azúcar, 1976) y Alfonso Chase (La pajarita de papel, 1988), los colombianos Jairo Aníbal Niño (La alegría de querer, 1983), Irene Vasco (Conjuros y sortilegios, 1990) y Gloria Cecilia Díaz (El árbol que arrulla y otros poemas para niños, 1996), la ecuatoriana Teresa Crespo de Salvador (Hilván de sueños, 1978), el hondureño Rubén Berríos (País de rayuelas, 1993), el mexicano Roberto López Moreno (Versitlán, 1983), los panameños Carlos Francisco Changmarín (Las tonadas y los cuentos de la cigarra, 1975) y Esther María Osses (Soles de Maracaibo, 1982), el salvadoreño David Escobar Galindo (La ronda de las frutas, 1979), los uruguayos Sylvia Puentes de Oyenard (De chistera y con bastón, 1977) y Emerson Klapenbach (Las cuatro estaciones, 1983) y las venezolanas Velia Bosch (Jaula de bambú, 1984) y Jacqueline Goldberg (Una señora con sombrero, 1993). 

Un caso singular dentro de la poesía latinoamericana para niños, y que merece ser resaltado, es el de Cuba. Las editoriales y los concursos literarios de ese país han estimulado la creación de obras poéticas de grandes valores estéticos e indiscutible originalidad. 

Con el libro Juegos y otros poemas (1974), la escritora cubana Mirta Aguirre (1912-1980), se convirtió en un modelo para los jóvenes autores de la isla del Caribe. Ella propuso una lírica infantil que se nutre de lo mejor de la poesía española de todas las épocas y de multitud de referencias metatextuales; donde el propósito esencial es sensibilizar a los pequeños lectores con la belleza, cultivar su inteligencia y creatividad, revelar en todas sus posibilidades los rejuegos sonoros de la lengua.. 

Mirta Aguirre fue quien inició el rasgo más singular de la poesía infantil de Cuba: el empleo de antiguas estrofas de la métrica. No es raro que en los libros de los escritores cubanos contemporáneos aparezcan, "rejuvenecidas", antiguas estructuras de la poesía hispánica del siglo XII y XIII, como cosantes y zéjeles, o liras renacentistas, perqués, ovillejos, espinelas y sonetos. "Cosante" fue precisamente el título que dio Mirta Aguirre a esta composición:

La liebre pretende tener ojos verdes. 
Como las aguas del mar. 
De los ojos verdes que el cocuyo enciende. 
Como las aguas del mar. 
Que el cocuyo enciende de noche en el césped. 
Como las aguas del mar. 
De noche en el césped verde, verde, verde. 
Como las aguas del mar. 
Otra gran poetisa cubana es Dora Alonso (1910). En Palomar (1979), La flauta de chocolate (1980) y Los payasos (1985) ella entrega versos donde casi no se emplean adjetivos ni figuras tropológicas, donde la pureza de los sustantivos, el ritmo y la mirada al espléndido paisaje del Trópico son los elementos principales. Véase su texto "Sobre el mar":

Sobre el mar 
hay una barca, 
sobre la barca 
un barquero, 
sobre el barquero 
una nube, 
sobre la nube 
un lucero. 
Por su parte, los creadores David Chericián (Caminito del monte, 1979; Dindorindorolindo, 1980; Rueda la ronda, 1985) y Aramís Quintero (Días de aire, 1982; Fábulas y estampas, 1987; Letras mágicas, 1991) transitan senderos bien diferentes. Mientras el primero es todo ingenio, alegría, color, eufonía; el segundo prefiere hablar de nostalgias y evocaciones, en versos intimistas llenos de alusiones literarias, pictóricas y musicales. 

Otros escritores y títulos representativos de este "boom" de la poesía cubana para niños de las últimas décadas son Nersys Felipe (Para que ellos canten, 1975), Concha Tormes (Nanas para el príncipe Igor, 1979), Alberto Serret (Jaula abierta, 1980), Julia Calzadilla (Cantares de la América Latina y el Caribe, 1982), Excilia Saldaña (Cantos para un mayito y una paloma, 1984); Adolfo Martí Fuentes (Libro de Gabriela, 1985), Emilia Gallego (Y dice una mariposa, 1983); Eliseo Diego (Soñar despierto, 1987), Francisco de Oraá (Mundo mondo, 1989) y Emilio de Armas (Junto al álamo de los sinsontes, 1989). 

La lírica latinoamericana para niños es una coral que mezcla voces con diferentes matices y acentos; una sinfonía en la que se amalgaman rima y asonancia, moldes estróficos y versos libres, alegría y nostalgia, sombras y luz. Es múltiple, diversa, y sin embargo reconocible dentro de su pluralidad. ¿Podría ser acaso de otro modo una poesía resultado de la mezcla de las más diversas razas y culturas? 

© Antonio Orlando Rodríguez 

Este artículo se encuentra publicado en: 
· Revista El animador, Bogotá, N° 6, junio 1994. 
· Revista Boobird, órgano de la International Book on Board for Young People (IBBY), Lafayette, EE.UU., 1994 (versión reducida). 

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