CARTA DEL CORRESPONSAL
Prohibido hablar de la 'cosa'
MAURICIO VICENT, La Habana
"¿Qué, cómo está la cosa?". Esa es la
pregunta que hacen al corresponsal extranjero los turistas, políticos,
empresarios o 'cubanólogos' que llegan a Cuba. Pero ni los periodistas
son pitonisos, ni los cubanos responden a la lógica cartesianana.
La mejor solución: "cogerle la vuelta al sistema".
Hace seis o siete años presencié una escena en La Habana
que me hizo entender mejor que cualquier análisis político
lo que estaba ocurriendo en Cuba. Se acababa de autorizar el ejercicio
del trabajo por cuenta propia, y una de las profesiones legalizadas era
la de manicura. En la popular calle San Rafael, algunas de las nuevas manicuras
particulares se habían establecido en plena acera con mesas y sillas
para atender al público. Era la peor época de la crisis;
la televisión proponía recetas como "picadillo de cáscara
de plátano" y la gente llegó a inventar un desodorante casero
hecho a base de bicarbonato y leche de magnesia. La realidad era tan dura
que no había forma de escapar a ella... Pesaba demasiado.
Por aquel tiempo, cuando dos o más cubanos coincidían
en una cola o en una fiesta era difícil que no se pusiesen a hablar
de "lo mal que estaba la cosa". Era todos los días, a todas horas
y en cualquier lugar, y una de las manicuras de la calle San Rafael, harta
ya de que la gente, además de arreglarse las uñas aprovechasen
su compañía para hacer catarsis, había puesto un cartel
sobre la mesa que advertía: "Prohibido hablar de la cosa".
Aparte de la profunda sabiduría que entrañaba llamar a
aquella insufrible situación la cosa -sobre todo cuando se
iban a emitir juicios críticos-, aquel aviso de cartón contenía
una gran lección: para comprender algo de Cuba y descifrar lo que
ocurre en un determinado momento, basta saber mirar los pequeños
detalles. Convivir con la gente, fijarse en cómo y de qué
se chotean los cubanos es tan importante como leer gruesos informes y obtener
datos de expertos cualificados.
La historia viene a cuento por algo que nos sucede a diario a los periodistas
extranjeros que trabajamos en Cuba. No hay semana o mes que no le toque
a uno reunirse con empresarios extranjeros, políticos, turistas,
cubanólogos y otras personas que visitan Cuba, y todos al
final acaban preguntándote lo mismo:
-¿Qué, cómo está la cosa?
Normalmente a ésta le siguen otras preguntas: "¿Ha mejorado
la situación?". "¿Se nota algún cambio?". "¿Cómo
es posible que la gente aguante?". La última, "¿Y después
de Castro qué?", es la peor de todas.
Si uno está de buen humor trata de hacer comprender a su interlocutor:
1. Que un corresponsal no es una pitonisa.
2. Que los termómetros, que en cualquier otro lugar sirven
para medir el calor o el frío de una situación, en
Cuba se fundieron hace rato. "Aquí", explicas, "lo que hoy está
a bajo cero mañana puede achicharrarte, y también es posible
pasar de 100 kilómetros por hora a nada sin ningún trauma".
3. Que es mejor no tratar de aplicar la lógica cartesiana
para analizar la realidad cubana... En Cuba, a las mujeres bonitas las
llaman monstruos, y las personas inteligentes son unos bárbaros.
¡Ah! ¡Y cuidado con el daltonismo! Lo que parece rojo a veces
es verde, y hasta el más militante te puede echar brujería.
Siempre que puedo pregunto a los amigos que visitan la isla por primera
vez si la imagen que traían de casa coincide con lo que han visto.
La respuesta casi siempre es no. A muchos les parece que la prensa extranjera
es demasiado blanda; otros, en cambio, dicen que la revolución
cubana es tratada con excesiva dureza.
No es ésta la única razón que explica por qué
es tan difícil contar lo que pasa en Cuba. Muchas veces el error
de los periodistas y de los periódicos es que no sabemos mirar:
miramos y contamos los grandes asuntos políticos descuidando los
pequeños detalles de la vida cotidiana, que son los que casi siempre
interesan más a los lectores y reflejan mejor "cómo está
la situación" y por dónde van -y qué fuerza tienen-
las corrientes subterráneas.
Conclusión. Estamos a punto de colgar el cartel de "Prohibido
hablar de la cosa", así que, para aquellos viajeros que vengan a
Cuba a partir de mañana -sean turistas, eurodiputados, inversores
extranjeros o expertos en asuntos cubanos-, que se den un paseo por la
calle San Rafael y abran bien los ojos. Si no entienden nada, tranquilos.
Tampoco lo entienden los espías de la CIA y siempre queda la opción
de ver Los sobrevivientes, una de las grandes películas del
director cubano Tomás Gutiérrez Alea.
El filme cuenta los avatares de una familia de la burguesía cubana
que se atrinchera en su mansión en 1959 pensando que la revolución
va a durar dos días. A medida que pasan los años, mientras
fuera se construye el socialismo, la situación en la casa va involucionando
y se pasa del capitalismo al feudalismo, y así hasta llegar a la
comunidad primitiva -cuando los sobrevivientes se comen a una tía-.
Los moradores de la finca sólo tienen contacto con el exterior
a través de un negociante que les trae los suministros necesarios
para resistir -al principio, jamones y langostas; luego, látigos
y grilletes-. En una de sus visitas a la mansión el dueño
le pregunta: "¿Qué, cómo está la situación
ahí afuera?". El hombre se encogió de hombros y le contestó
algo así: "Mira, la verdad es que a mí me da igual imperialismo
que feudalismo, que socialismo. La cosa es cogerle la vuelta al
sistema".
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