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 El periodismo arrodillado
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La revolución castrista lo ha envilecido todo en Cuba, como es sabido. Pero hay algo en lo que se ha ensañado de manera especial: la prensa. ¿Por qué? Porque Castro, hijo legítimo de ella, sabe lo que puede la prensa. Una charla entre amigos, por caliente que sea, dura un instante. Esa misma charla, convertida en un artículo y reproducido en los millares de ejemplares de un periódico, puede provocar una conflagración social. Con artículos en Bohemia, escritos desde México, organizó y vertebró Castro, sin un centavo, su aparato conspirativo del 26 de Julio. Con artículos en el Granma, que entonces se llamaba Revolución, destruyó en las primeras semanas de su gobierno muchas sólidas reputaciones. La letra impresa es siempre peligrosa, lo mismo que la letra hablada. Por los ojos y por los oídos le entran al hombre las ideas, sean para construir o destruir. Castro lo sabe. Páginas mimeografiadas guardo yo (de la FEU, del Directorio, de otros muchos grupos clandestinos), que estremecen ante el recuerdo de la militancia que crearon y de la inmensa cantidad de jóvenes que lanzaron a la lucha. Castro también lo sabe. Por eso desde que llegó al poder, aun antes de apoderarse de las fincas, las industrias y los ingenios, se adueñó de los periódicos. Muchos de esos periódicos no estaban entonces todavía contra él, pero podían estarlo, y él se les adelantó. La historia de la muerte de la libertad en Cuba puede iniciarse con la quema del primer diario, que era el de Salas Amaro o el de Masferrer, no recuerdo bien. Los otros no los quemó. A los otros los acorraló, les arrancó las fuentes publicitarias de que vivían, los cercó de censores y de coletillas, y finalmente los clausuró, levantando en lugar de ellos dos o tres infamias impresas que se llamaron Granma, Juventud Rebelde, Verde olivo etc. Esos pesebres de la palabra los llenó con los cagatintas que conocemos, sujetos que chorrean en sus escritos la peor baba, que es la de la adulación. Murió la crítica, murió el análisis serio, murió la discrepancia, murió el yo escribo y yo firmo esto porque esto es lo que yo siento y en esto es en lo que yo creo. Un cementerio cubano tiene más vida hoy que la prensa que se edita en La Habana. La misma revista Bohemia, que antes llamábamos la gran señora del periodismo democrático continental, y lo era, parece hoy una fletera del barrio de Jesús María.

Triste todo, sí, pero más triste porque no termina nunca. ¿De dónde sacará el dictador tanta gente arrodillada?, me pregunto a veces yo. ¿En qué rincones oscuros de la nación hará su cacería de estos plumíferos de vuelo gallináceo, que piensan mal y redactan peor y que en sus mejores momentos no pasan de ser ridículos papagayos? No lo sé, no lo sé. Pero veo que el marabú sigue creciendo y que ha invadido ya hasta la televisión. La televisión siempre fue, bajo Castro, un foco político, pero estaba reservado para él, era de su uso exclusivo y particular. Ahora no. Ahora la está llenando con la bazofia que saca de sus libelos, y ha creado una reunión de barrio chancletera que llama Mesa Redonda en la que se escuchan las cosas más increíbles. La tal Mesa Redonda viene a ser una asamblea del Poder Popular, pero de la chusma. Todo el detritus del periodismo oficial aparece allí. Todo resentimiento contra algo o contra alguien se descarga allí. A veces interviene el propio Castro, fungiendo de panelista o de director (de moderador nunca) y las cosas que se le escuchan son para grabarlas en el libro de oro de la imbecilidad. Empezaron con lo del niño Elián y les gustó tanto que han seguido. Han quitado las novelas para injertar morcillas, pero a lo mejor tienen audiencia porque un show es un show. De todos modos les falta imaginación. Porque lo que debían hacer, si quieren candela, es mezclar esas mesas redondas, esos temas y esos panelistas con una mesa redonda de Miami, y dejar a la gente hablar. ¿A que no lo hacen? ¿A que no tienen el valor de oír las cuatro cosas que la gente de esta orilla tiene hace años ganas de decirles? Eso no cambiará mucho las cosas, pero todos nos íbamos a divertir muchísimo. Yo insisto. ¿Por qué no prueban ese nuevo formato? No probarán nunca, ni cambiarán nunca, porque sencillamente no pueden. El lenguaje político castrista está hecho de un solo monosílabo: sí. En diferentes tonos, más alto o más bajo, más tenue o más enérgico, pero siempre sí. Es el tedio como política oficial. Cuando yo veo a mucha gente que huye en balsas a veces creo que no se van por hambre. Se van por aburrimiento.

Fidel Castro estará ya muerto, como tantos, dentro de pocos años. No verá, pues, el futuro, futuro que tendrá la misión histórica de enterrar su funesto legado. Pero me gustaría que viviera. ¿Para qué? Para que sufriera mirando a las nuevas generaciones debatir en vivo y descarnadamente, en la televisión, en la nueva Bohemia, en todas partes y en toda la isla la cochambre de su tiranía, el destino de sus militares y comunistas cochambrosos y las nuevas metas de una sociedad que renacerá, La Habana del año 2005 o 2006, ¡qué sé yo! Pero eso viene. Y cuando venga, cuando se encrespen las columnas de los periódicos y se inflamen las tribunas sindicales y universitarias con las polémicas de los jóvenes demócratas nacionalistas con los comunistas reciclados y con los agentes del globalismo económico; cuando las puertas de las cárceles estén todas abiertas y la última balsa esté enterrada en el último manglar, yo quisiera tenerlo allí, amarrado a un taburete en el Parque Central, para decirle: ¡Mira, bribón, mira la vida que creías muerta cómo ha resurgido! ¡Mira la república que enterraste cómo levantó la cabeza! Y como castigo final, pasarle el vídeo de una de esas Mesas Redondas hediondas que él hace ahora y obligarlo después a presenciar el desfile de millones de cubanos pidiendo su cabeza por el Malecón.

 

AGUSTIN TAMARGO

(C) El Nuevo Herald
 

Publicado el domingo, 10 de septiembre de 2000 en El Nuevo Herald

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