Artículo de Zoé Valdés sobre los Beatles y
la realidad de Cuba
Jueves, 14 de diciembre de 2000
Allá por los 60, en La Habana, el cineasta cubano Nicolacito
Guillén (pariente del poeta Nicolás Guillén) fue detenido
por una imagen de su documental Café Arábica donde mostraba
a Fidel Castro hablando sin cesar pero sin escuchársele las palabras
y como música de fondo se oía The Fool on the Hill, la canción
de The Beatles. No sólo el intrépido realizador fue preso,
jamás estrenaron el documental. A un periodista, cuyo nombre no
puedo escribir pues se halla en Cuba, lo sancionaron en su época
de estudiante sólo porque en una visita de Castro a la Plaza Cadenas,
frente a la Universidad de La Habana, se atrevió a preguntar al
comandante por qué a los jóvenes cubanos les estaba prohibido
escuchar la música de los Beatles. También por aquellos años
los rockeros, homosexuales, intelectuales, artistas y religiosos, fueron
metidos de cabeza en la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción);
en una palabra: campos de concentración. Esos campos de concentración
desaparecieron el día en que Graham Greene llamó personalmente
a Castro para preguntarle si era cierto lo que se decía, que en
Cuba había campos al estilo nazi. Cuentan que Castro, con ese don
para el engaño que tiene, invitó al novelista inglés
a que fuera a comprobarlo. Las alambradas se arrancaron de cuajo en lo
que el escritor preparaba su viaje. A su llegada los campos de trabajo
forzado habían sido transformados en «centros educativos»
o en campos abandonados para futuros cultivos que jamás se cultivaron.
Hasta hace muy pocos días los Beatles todavía no se escuchaban
en la radio cubana; eso sí, un día al año, a los rockeros
cubanos les está permitido ir al Parque de 15 en el Vedado a desgañitarse
entonando canciones prohibidas. Unas horas para sentirse contestatario
es suficiente. Sin embargo a los verdaderos cantantes protesta todavía
nadie puede escucharlos en los medios de comunicación. Hablo de
Carlos Varela, de Frank Delgado, de Pedro Ruiz Ferrer, quienes viven en
la ambigüedad para poder salvar el pellejo, y otros menos ambiguos
que se dicen cantantes protesta cuando nunca le han tirado un gollejo a
un chino, y que con el tiempo y un ganchito se han convertido en empresarios
millonarios aprovechándose de la altísima corrupción.
Pero las cosas maduran y fenecen rápido en la isla: de Lenin a Lennon
y de Lennon a Putin.
¿Qué encontrará el presidente Putin en su visita
aparte de la botella de vodka virada al revés, es decir, la antigua
embajada soviética vacía? Putin se topará con uno
de los países de más bajo ingreso medio de América
Latina, según cifras oficiales castristas de unos 43 centavos de
dólar diario; también hallará la Central de Juraguá,
la planta nuclear -peligro de peligros en manos del loco de la colina-
abandonada por los soviéticos en momentos de la perestroika, así
como la refinería de petróleo de Cienfuegos o a la planta
de níquel de Las Camariocas, a medio terminar a causa de la estampida
bola, -bolos les llaman los cubanos a los rusos no sólo por su apariencia
tosca semejante a las figuras de los juegos de bolos, si no por su poca
idea del diseño, y su mínimo respeto hacia los cubanos-;
el presidente Putin revisará sin duda la base de inteligencia electrónica
de Lourdes, el más poderoso centro de espionaje occidental, para
espiar a los americanos y a otros, que pertenece al hijo de putín,
o sea a Fidel Castro.
Como rezago de tantos años de entubación soviética,
Putin podrá ver montones de hierro en desuso, autos oxidados, y
mazacotes de lata en conservas pasadas de fecha. Al fin y al cabo, generaciones
se alimentaron con latas en conserva soviéticas pasadas de fecha.
Al hincarles la punta del abridor explotaban y el líquido salía
como un géiser y los ajíes agrios -tan distantes de nuestro
paladar- había que despegarlos con el palo de trapear del techo.
Y mírenme aquí, ¡así que las vacas locas le
hacen los mandados a la industria alimenticia bola! Y ni hablemos de su
industria ligera, tan pesada. Pero lo que Putin no verá nunca será
la influencia directa de su pueblo en el pueblo cubano. Ni los grajientos
soviéticos desearon mezclarse con los cubanos, ni los cubanos les
quisieron del todo. Sencillamente, no hubo química humana. Aquellas
tecnitiendas en rublos nos trajeron estas diplotiendas en dólares.
Nadie enterará a Putin del arresto de 100 opositores ante el peligro
de actos de protesta en el Día Mundial de los Derechos Humanos.
Nadie le contará de la existencia de las Bibliotecas Independientes,
instaladas por algunos cubanos en sus casas, ante la ausencia de bibliotecas
normales para el pueblo, ante la censura de autores cubanos y extranjeros,
nadie dirá que varios de estos bibliotecarios independientes han
sido desposeídos después de esas casas, les han quemado los
libros en medio de la calle, y han ido a prisión, luego obligados
de abandonar el país por la policía dirigida por Fidel Castro.
Eso sí, quién quita que en unos años oiremos decir
al propio Líder Máximo, haciéndose el tonto de la
colina, que nunca se enteró de estos atropellos, que ignoraba de
los negocios de la ETA en la isla, que él se hallaba tan ocupado
que nadie le avisó de nada de aquel problemita con Estados Unidos.
En febrero se realizará la Feria del Libro en La Habana, en la antigua
prisión de La Cabaña; ahí donde el gobierno guerrillero
fusiló a tantos inocentes, allí donde sufrió dos años
de cárcel el escritor Reinaldo Arenas; todo parece indicar que la
feria estará dedicada a España. Veremos qué sucederá.
Mientras, cineastas que se dicen de izquierdas, progresistas, defensores
de la libertad, se codean en estos días con uno de los dictadores
más sanguinarios del planeta durante la celebración del Festival
Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en un país
donde un cineasta puede ir a Villa Marista, centro de interrogatorios y
de torturas, sólo por haber realizado una película sobre
el suicidio en la juventud cubana y un número impresionante de jóvenes
no pueden expresar sus ideas libremente. Sólo pienso en aquel amigo
que se fugaba a lo más recóndito del cañaveral, donde
lo habían castigado por el delito de pensar, y allí sacaba
un radiecito de onda corta escondido en los calzones y cegado por los rayos
del sol canturreaba por lo bajo la canción: The fool on the Hill.
Zoe Valdés es escritora cubana y vive en París.
ZOE VALDES
|