Lunes 16 agosto 1999 - Nº 1200
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CULTURA
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1 Durante días anduvo dándole vueltas a la idea. Realizó estudios de hipnotismo, pintó de negro uno de los salones de la casa, decidió dejar un cuadrado blanco en una de las paredes, situó en el salón una cómoda butaca y logró disimular dos grandes bocinas. Alguna lejana noche fue la ocurrencia de rebautizarse: Sir Cook. Y escribir, con elegante caligrafía, un cartel a la entrada de la casa.
2 Porque no se llamaba, por supuesto, Sir Cook. El apellido lo tomó de una antigua agencia de viajes y de un viajero famoso. En cuanto al Sir, pensó (con lógica) que lo acercaría al destino de un personaje admirado, así como que le daría un toque de aristocracia o de credibilidad. Pero, antes que el nombre, fue la conciencia de que los otros participaban también de su obsesión, y fueron además las fantasías del Salón Oscuro, de la hipnosis. Y mucho antes aún, la fascinación por los viajes o, como él solía decir, "por las lejanías". Lo cierto es que la visita de Ariam, aquel joven enamorado de Olivia, señaló el momento justo en que tuvo lugar la iluminación que, de modo tan rotundo, habría de cambiar el rumbo de su existencia.
3 Nacido en La Habana cuarenta y tantos años atrás, Sir Cook experimentaba un odio visceral por la ciudad que lo había visto nacer. Lo más probable resulta que hubiera muchas razones para ese desamor. Lo importante, en última instancia, venía a ser el hecho desnudo de su desagrado por la ciudad en vías de destrucción. De La Habana lo detestaba todo (o casi): su grandeza venida a menos; su pobreza venida a más; la violencia de sus ruidos: la ubicuidad de la música; la intemperancia de su clima; la exageración de su luz; la vulgaridad de sus nuevos habitantes (los verdaderos habaneros habían huido hacia sitios más promisorios). Para colmo, aquel horror de ciudad se estaba convirtiendo en paraíso de viajeros desagradables, que venían en busca del "buen salvaje" y necesitaban despertar sus instintos embotados. A lo que debemos agregar la vida cotidiana, en extremo dificultosa. De La Habana sólo admiraba la proximidad del mar.
4 Desde niño, Sir Cook se dedicó a la geografía, a los viajes imaginarios. Entonces decía que sería marino como lo había sido el padre muerto. Y estudiaba libros, mapas, guías turísticas. Mientras sus compañeros leían a Salgari, o a Verne, se entretenía él con libros como Veintiún años con los papúes, Ascensión al Himalaya, Historias de un misionero en África. Estudió la vida de Colón, Magallanes, Marco Polo, Darwin... Ya en la adolescencia quiso entrar en la escuela de marina o en la de aviación. Resultó rechazado por miopía y por asma (debilidades imperdonables en hombre de mar o cielo). Momento difícil de su vida. Tenía quince años y no sabía a dónde ir. Sólo creía alcanzar la siguiente certeza: lo menos que puede hacer un hombre es recorrer lo más posible el mundo en que vive. En cierta ocasión, en el colegio, la profesora habló de un filósofo francés que discurría la siguiente teoría: un hombre dedicado a estudiar durante veinte años libros y mapas sobre París no era capaz de conocer lo que otro que sólo caminara veinte minutos por los Campos Elíseos. La evidencia lo abrumó. Cuando terminó la enseñanza elemental decidió no continuar los estudios. Consiguió trabajo en el aeropuerto, donde gozó estudiando la ilusión que brillaba en los ojos de los que partían y la sabiduría tangible en el más insignificante gesto de los que llegaban.
5 Su pasión no decayó con los años. Se transformó en delirio. Como había quedado solo luego de la muerte de la madre, la casa entera conoció la fascinación de su dueño, y dejó acomodar una fabulosa colección de libros de geografía y de viajes. Postales y fotos de todas las lejanías se ordenaron y clasificaron en cuidados archivos. Las paredes se cubrieron de planisferios. El acopio de literatura y música sobre los más apartados y exquisitos lugares desplazó de la casa cuanto exigía la ordinaria realidad. En una ocasión llegó a ser casi enteramente feliz: la tarde en que un amigo le trajo el regalo de una colección de películas que, de sus variadas vacaciones por el mundo, había tomado una acaudalada familia de antiguos y elegantes tiempos habaneros. Con viejos rollos de borrosas películas, remontó el Rin, subió a la torre Eiffel, paseó por el Nilo, caminó por la Gran Vía, se sentó en un café de Manizales, conoció el Mar del Norte, el volcán Popocatepetl, la tristeza de Lima y la bahía de Nueva York.
6 No imaginó, sin embargo, que la inclinación por las lejanías enfermara a muchos otros. Tan preocupado por sí mismo, había dejado de interesarse por los demás. Y tal vez se creyera un caso único. Paseando un día por el Malecón, sin embargo, descubrió una multitud apiñada junto al muro. Hombres y mujeres se despedían (riendo, cantando, llorando) y se lanzaban en balsas al mar. Sir Cook no pudo concebir cómo, en aquellas frágiles embarcaciones, eran capaces de enfrentar la peligrosa Corriente del Golfo. Entendió que sólo un furor similar al suyo podía ser la causa de tanta locura. Aquel espectáculo de desvarío fue juzgado por él como una señal. Corroborada luego por el gentío en los parques cercanos a los consulados donde cada cual intentaba hacer realidad el sueño de su viaje.
7 A Viajes Sir Cook, la verdad, no le faltaron clientes. Sobre todo porque se trataba de un trabajo altruista, o lo que es lo mismo, porque Sir Cook nada cobraba. Su método podría resumirse así: el interesado (paciente o viajero, como quiera llamarse) pasaba al Salón Oscuro. Debía sentarse en la butaca. Preguntaba de inmediato Sir Cook a dónde quería viajar. De acuerdo con la respuesta, colocaba música adecuada que, por lo disimulado de las bocinas, parecía que llegaba de ninguna parte o de todas a la vez. Proyectaba diapositivas, películas en el cuadrado blanco convenientemente dejado en la negrura de la pared. Iba conversando, al mismo tiempo, con voz convincente, cargada con los artificios de los conocimientos de hipnosis, y desarrollaba, en largo monólogo, la descripción de la ciudad ansiada por el otro. Ordenaba al interesado (paciente o viajero) que cerrara los ojos. Abandonaba después el cuarto. En media hora, la hipnosis debía completar los gozos de la lejanía verdadera.
8 Durante meses se regocijó con la experiencia de ver salir, de su Salón Oscuro, jóvenes hermosas que reían o lloraban (dependía de los temperamentos) ante la visión alcanzada de inalcanzables ciudades (París, Roma, Lisboa, Marraquesh, Los Ángeles, Río de Janeiro). Vio a ancianos a quienes un paseo por el Barrio Gótico de Barcelona hizo temblar de felicidad. Hubo niños que dieron saltos al conocer las pirámides de Egipto. Y mujeres tristes que se alegraron en Amsterdam, y mujeres alegres que se entristecieron en Buenos Aires. La mayoría de los adolescentes pedían Nueva York. Y abandonaban la oscuridad del cuarto con rostros iluminados y aturdidos.
9 Una tarde harta de calor apareció un joven, muy joven, salido apenas de la adolescencia y envuelto en el fuerte aroma de un agua de colonia. Dijo llamarse Ariam. A Sir Cook lo conmovió el aire un tanto marginal, bravucón, que a los dos minutos se transformaba en desamparo. Mostraba una piel blanquísima, pelo y ojos negros, y una sonrisa amplia, triste, que se iluminaba con una muela de oro. Avergonzado, no abordó de inmediato su deseo por el viaje, mucho menos la ciudad elegida. Dijo que tenía una novia de catorce años y mostró su foto. Al ver la fotografía, Sir Cook comprendió. Yo también me hubiera enamorado, exclamó sin sonreír. Rubia como una walkiria, la adolescente revelaba una seria actitud de desafío (y también de miedo) ante la vida. Parece una actriz de cine italiana, declaró Sir Cook, que no recordó el nombre de Marina Vlady. Los padres se la llevaron, afirmó Sir Cook con la voz fuerte y el tono suficiente de los adivinos. Ariam asintió. ¿Cómo se llama? Olivia. ¿En qué ciudad vive? El jovencito bajó la cabeza, se ruborizó. En Palma de Mallorca, dijo. Vamos al Mediterráneo, vamos, vamos a Palma, voceó casi operático, jocoso, mientras conducía al joven al Salón Oscuro y a la butaca. Se necesita fe, advirtió en susurro conciso. Como música eligió un disco de Maria del Mar Bonet. Estuvo bastante inspirado en las diapositivas y en el discurso. La circunstancia merecía inspiración. Y habló de las islas, de los reyes, de Chopin, de George Sand, de Robert Graves. Detalló el paisaje de montañas y de playas, con toda la exactitud de que era capaz y con voz de capitán exaltado.
10 Cuando abandonó el Salón Oscuro, se supo conmovido. Iba diciéndose que tenía razón aquel famoso escritor: a veces la vida se parece a la mala literatura. Había dejado al joven con los ojos cerrados y una leve sonrisa. Esa actitud lo hizo pensar que la cosa marchaba. Sólo que en esta oportunidad, más que en otras, se repitió aquella duda que le provocaban los infelices que veía salir del Salón Oscuro: y ahora, que regresas a la grosera realidad y te das cuenta de que el viaje no ha sido más que ilusión, ¿no te sientes estafado? Flaqueó. En repetidas oportunidades había perdido la fe en su idea. Creyó a veces que resultaba más sano ignorar la existencia de ciudades diferentes. Más saludable creer que La Habana constituía el mundo y que las lejanías resultaban pura superstición. Ahora, no obstante, experimentaba casi la convicción del fracaso. El remordimiento lo hizo regresar al Salón Oscuro antes de que se cumpliera la media hora. Descubrió que el joven no estaba allí. Ni en ningún otro lugar de la casa o de la calle. En vano buscó, preguntó a vecinos y parroquianos. Ariam, el joven enamorado, había desaparecido. En su lugar, sólo el porfiado aroma del agua de colonia.
11 Después de la desaparición, Sir Cook no quiso recibir a nadie más. Se encerró en su mutismo y anduvo varios días triste, preocupado, confuso. No quiso leer. No deseó estudiar ningún mapa. Aborreció la idea de las lejanías. Ni siquiera necesitó pasear por el Malecón.
12 Un amanecer, por fin, se llenó de valor y entró al Salón Oscuro. Creyó advertir el aroma de Ariam, el muchacho desaparecido, y eso le dio fuerzas. Repitió el disco melancólico de María del Mar Bonet. Regresó a las diapositivas de Palma, de Lluc, de Valldemosa. Vio el camino de Sant Jordi, los molinos de viento. Contempló el cementerio de Deià y la humilde tumba de Mr. Graves. Admiró la Costa de los Pinos, el puerto de Andraitx. De Son Servera lo sobresaltó una casa en cuyo jardín pastaban un burro y una yegua. Se necesita fe, repitió en voz alta, fe y valentía. Con los ojos cerrados, se acomodó en el sillón. Se sabía preparado. Sintió que la serenidad lo invadía. Estaba convencido de que para el viaje sólo se precisaba disposición e irrenunciable paciencia.
El último libro publicado de Abilio Estévez es El horizonte y otros regresos (Tusquets). |
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