Lunes 15 marzo 1999 - Nº 1046
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OPINIÓN
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ABILIO ESTÉVEZ Así dicen en Nueva York y Bogotá, en Bruselas y Barcelona,
en Caracas y París. Así dicen luego de disfrutar los conciertos
de Compay Segundo, de Gloria Estefan o de Adalberto Álvarez y su
orquesta. Así dicen cuando se abarrotan los teatros para ver una
puesta teatral de Fresa y chocolate, que antes se ha visto hasta
el delirio en su versión fílmica en cines abarrotados. Así
recuerdan cuando un novelista cubano obtiene el Premio Cervantes, sin que
importe mucho que el novelista se llama Guillermo Cabrera Infante, y sea
autor de al menos cuatro libros imprescindibles (que es muchísimo).
Así comentan cuando otros narradores cubanos ganan el Premio Alfaguara
o el Premio Azorín. Así también se rumorea con malicia
cuando conocidas estrellas del cine o del rock muestran los admirables
esposos -hombres espléndidos que no han salido de los estudios fotográficos
de las grandes revistas, sino que (aunque parezca mentira) han sido conquistados
en cualquiera de las más insignificantes y destruidas calles de
La Habana o de Santiago de Cuba. Así exclaman, sotto voce,
en los eventos de todos los continentes a los que, por supuesto, han nombrado
"Cuba, hoy"; o tal vez: "Cuba, cien años después"; o mejor:
"Cuba y la utopía", o cualquier otro título donde la palabra
CUBA se destaque en altas y negras. Y si el Papa viene a la isla, los ojos
del mundo entero se clavan en la isla y en el Papa como si de ellos dependiera
el destino del mundo. (Los Reyes de España provocarán sin
duda semejante expectación).
Los cubanos sabemos muy bien lo que significa estar de moda. A un excelente
novelista le escuché decir en una ocasión francesa que hubiera
preferido nacer en algún país del que no se hablara nunca.
Se trata, por supuesto, de una broma. Me apresuro a aclararlo porque conozco
la cantidad de cazadores "patriotas" (tanto de las llamadas izquierdas
como de las llamadas derechas) que andan al acecho. Pero lo cierto es que
cualquier cubano ha llegado a sentir alguna vez el deseo de nacer en Botswana
o en Islandia, en el momento en que debe declarar el gentilicio que le
corresponde, en el momento de sentirse observado como querubín o
demonio -según el ánimo y las pasiones del interlocutor.
Hay segundos de verdadera desesperación cuando en las más
inopinadas circunstancias nos lanzan la fatal pregunta a la cara: "¿Y
cómo está Cuba?". O simplemente nos ordenan: "Háblenos
de Cuba". O nos exigen poderes de oráculos: "¿Cuál
será el futuro de Cuba?". ¡Como si fuera tan simple!
Escritores, músicos, pintores, bailarines, se ven exentos de
hablar de literatura, música, pintura o danza, con tal de que lo
hagan de economía, de política -mejor aún si son capaces
de hacerlo de economía política. Estamos siempre convocados
al mismo discurso, al mismo referente histórico, al mismo argumento
de ideologías vencidas, dificultades materiales y espirituales,
muros levantados y venidos al suelo, "incilios" y exilios, esperanzas y
desesperanzas. Y volvemos a los mismos temas, claro está, porque
sabemos que la culpa no está en los que inquieren, como tampoco
en nosotros. Porque en definitiva no somos tan tontos de ignorar lo que
es una verdad a gritos: las razones históricas que han llevado a
que Cuba interese tanto a tantos, a que Cuba esté de moda.
Es cierto que algunos pescadores obtienen ganancias cuando el río
se revuelve. No hay que dudar que muchos mediocres sacan partido de esta
corriente procelosa que nos hace acceder a las primeras planas de los diarios.
Ahí está la banalización de los ritos afrocubanos;
los falsos babalawos que cobran, claro está, en contantes dólares;
la literatura chapucera, desordenada y procaz invadiendo los mercados;
la entronización de la vulgaridad; la mala música llenando
las salas de concierto; los cuadros pintados en serie; ahí están
los que trafican con la nostalgia; y también los que lo hacen con
la vida difícil que vamos llevando; ahí están los
que viven del exilio, como aquellos otros que viven de permanecer en la
Isla; ahí están todos los estereotipos de la cubanidad. Debemos
considerarlo acaso como el lado funesto e inevitable de la moda. Después
de todo siempre, y en cualquier lugar ha sido así, y no creo que
haya mucho que lamentar. Recordemos, por sólo citar un ejemplo,
que Eugène Sue, aquel famoso folletinista de Los misterios de
París fue contemporáneo de Flaubert y de Honorato de
Balzac.
No creo razonable, sin embargo, explicar el valor de lo que mi país
ha producido en el ámbito de la cultura, únicamente a partir
de los caprichos de lo que esté o no en boga. Me parece justo (y
casi una obligación) distinguir la moda de lo que no lo es.
A quienes sostienen (sé que existen, los conozco) que el valor
(menor o mayor) de la cultura cubana únicamente llega de esta eventual
coyuntura, conviene recordarles que hace muchos, muchos años, cuando
Cuba no soñaba entrar en el esplendor y las veleidades de la moda,
hubo un conjunto musical llamado el Trío Matamoros, que popularizó
números como Lágrimas negras o Son de la loma.
También hubo un poeta llamado Nicolás Guillén, que
dejó poemas perdurables. Hubo otro llamado Emilio Ballagas, digno
de ser parangonado con los mejores poetas de la lengua. Dos músicos
revolucionaron la música culta: Alejandro García Caturla
y Amadeo Roldán. En Nueva York, Chano Pozo introdujo en el jazz
las percusiones afrocubanas. Los pintores Víctor Manuel, Amelia
Peláez, René Portocarrero, Carlos Enríquez rompieron
los moldes de la academia y dieron el salto hacia la universalidad. El
famoso cuadro La jungla, que hoy se aprecia en el Museo de Arte
Moderno de Nueva York, fue pintado por un cubano de Sagua la Grande, mezcla
de sangres negra y china, llamado Wifredo Lam. La narrativa cubana conoció
un boom hacia la década del cuarenta, con Enrique Labrador
Ruiz, Carlos Montenegro, Onelio Jorge Cardoso, Lino Novás Calvo.
También por esos años apareció la revista Orígenes,
que en su época llegó a ser (según criterio de Octavio
Paz) "la mejor revista en lengua española". Otros cuatro escritores
de talla continental como Gastón Baquero, Eliseo Diego, José
Lezama Lima y Virgilio Piñera, respiraron el mismo aire habanero
de mediados del siglo. Mientras Alejo Carpentier iba alcanzando justa notoriedad
internacional, una cubana de Marianao, que respondía al nombre de
Alicia Alonso, estrenaba con la compañía del American Ballet
Theater, una Giselle que llegó a ser considerada de las mejores
del siglo (el "país de la rumba" ofrecía al mundo una de
sus mejores ballerinas clásicas). Asimismo, Beny Moré,
Antonio
Machín, Celia Cruz, Barbarito Díez comenzaron a cantar cuando
Cuba era la muy humilde isla del Golfo de México, que no conocía
las frivolidades y los agobios que significaba estar de moda.
Lejos de mi ánimo "esa vanidad es el núcleo perverso del
nacionalismo", como ha alertado muy bien Iván de la Nuez en un libro
necesario, La balsa perpetua. Esa vanidad que "comienza a merodear
tanto en su problema que éste, muy pronto, se convierte en
el
problema. Se intoxica tanto de su mundo, que éste se convierte
en el mundo. (...) Cuando esto sucede en países pequeños,
la actitud es de un provincianismo patético" (Iván de la
Nuez, La balsa perpetua, editorial Casiopea 1998). Los nacionalismos
no están sólo conformados con vanidad, sino también
con una peligrosa idiotez. Lo que trato de decir es que el hecho que nos
ha colocado en la atención de los otros, no explica todo el problema,
todo lo que hemos dado, lo que damos y lo que podamos dar. La cultura cubana
(la verdadera) ha estado (y está) por encima de los antojos de mercado.
Y quisiera llegar más lejos: resulta imperioso que pasemos de
moda. "Pasar de moda", decía Ortega hablando del pensamiento, "es
fatal para lo que no es sino moda, mas para una realidad sustantiva, esencial
y perenne no es coyuntura deprimente sentir que ya pasó de moda".
Debe llegar el tiempo sereno en que se olviden de nosotros. El tiempo dichoso
en que vayamos por el mundo sin el falso estigma ni la falsa bienaventuranza
de ser cubanos. El tiempo en que no se espere que seamos endemoniados o
maravillosos. En que el interés de los otros no nos obligue a que
seamos
sólo para ellos. En que nadie nos pida que resistamos o que
no resistamos (por el bien de las Ideas, de la Humanidad). El tiempo en
que ni nos denigren ni nos aplaudan, por razones que nosotros mismos no
alcanzamos a entender muy bien (ajenas, por lo general, al valor de lo
que hacemos). El tiempo en que podamos descender de esas extrañas
alturas (al fin y al cabo hacen padecer de vértigo). Me parece urgente
que, por el bien de la cultura cubana, se apaguen las luces que iluminan
sin discriminar para que, por fin, más aliviados, contemplemos cómo
prevalece lo verdaderamente luminoso.
Abilio Estévez es escritor cubano |
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