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 ¿Qué va a pasar en Cuba? 

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Ahora que la súbita visión de la mortalidad de Fidel Castro ha provocado oleadas de especulaciones sobre lo que va a ocurrir cuando desaparezca el viejo dictador, conviene recoger un poco los pronósticos en busca de algunos elementos que expliquen las razones de lo que puede pasar. Si, por ejemplo, la muerte de un dictador supremo ocurre en un país no desarrollado, donde los partidos políticos son débiles y el ejército es fuerte, se puede predecir que otro militar va a llegar eventualmente al poder. En el caso de Cuba, un país medio desarrollado, pero geográficamente situado cerca del país más desarrollado del mundo, las especulaciones tienen que ser más amplias. Van desde la posibilidad de un violento enfrentamiento entre los desesperados y los defensores del régimen hasta la aparente aceptación de Raúl Castro como la figura capaz de superar la crisis y prolongar el poder de la nomenklatura.

En ese maremágnum especulativo, sin embargo, es posible destacar dos condiciones humanas que la historia muestra como causa de muchas reacciones: la para muchos asombrosa pasividad del pueblo ante la muerte de un dictador, y la espinosa tarea que implica el tratar de sustituirlo con uno o varios nombres que nada han demostrado todavía. Fijémonos en el primer factor: el miedo del pueblo al cambio. Suele ocurrir que tras largos años de dictadura, cuando todo progreso se ha vuelto mito y la desesperanza crece, la muerte del déspota no provoca una agitación inmediata. Todo lo contrario, la mayor parte de la población parece tenerle miedo al cambio. La desaparición de la figura central y todopoderosa del país, cuyos armados guardias siguen visibles en las esquinas, infunde una especie de temor. El símbolo de la represión vale tanto como la represión. Ya hemos aprendido, o deberíamos haber aprendido, que muchas veces un aparato de terror no tiene que ejercitar su función para seguir inspirando miedo. Como señaló una vez Julián Marías, en el siglo XVIII ya no se quemaba a nadie en España, pero el nombre de la Inquisición bastaba para paralizar iniciativas. De ahí que sea explicable que la primera reacción popular ante la caída de un tirano sea lamentar tal caída y mostrar una especie de pasividad ante la posibilidad de violencias que pongan en peligro su vida y su seguridad. Gran parte de la población se inmoviliza y, como decía Garcia Lorca, ``se disfraza de noviembre para no infundir sospechas''.

Esa reacción de inmovilidad parece inclinar la balanza en favor del viejo régimen que está tratando de disfrazarse de nueva esperanza. El segundo elemento, sin embargo, tiene una faz bien diferente: su presencia tiende a debilitar al nuevo-viejo gobierno que quiere disfrazarse. Podemos enmarcar ese elemento repitiendo una frase famosa de Alejandro Magno. A la hora de su muerte, cuando le preguntaron a quién iba a designar sucesor para salvar el imperio, Alejandro respondió: ``Los nombres nada importan. De todas formas mis funerales serán sangrientos''. Un par de años más tarde sus generales guerreaban unos contra otros y desmenuzaban al imperio. Lo importante es examinar las causas de esas guerras entre los oficiales de Alejandro. Porque lo ocurrido fue un modelo que iba a repetirse mil veces en las siguientes centurias. Desde los ``sangrientos funerales de César'', también seguidos por incesantes batallas entre sus seguidores, hasta la potencial guerra civil que ensombrece hoy a Yugoslavia. El fenómeno se repite porque cada vez que un líder controla toda la autoridad y se convierte en la única fuente de decisiones en el país, todos los otros miembros del gobierno se convierten en sus lacayos. Ahora bien, y eso es lo esencial, esos individuos son lacayos bajo el puño del todopoderoso César que los domina. Pero fuera del ámbito del César, todos ellos se consideran iguales, todos ellos tienen una voz interior que les afirma que ellos, cada uno de ellos es el legítimo sucesor del ``emperador''. En el caso de Cuba, el grupo que rodea a Castro está ahí porque Castro les dio o les está dando el poder. A ese dato hay que añadirle la mutua desconfianza que Castro, como todos los dictadores, siembra en derredor suyo para mantener a sus secuaces divididos. Esas debilidades de carácter y posición hace casi imposible que ese grupo de sucesores coordine sus esfuerzos en términos de lealtad y mutua confianza. Fidel Castro puede haber señalado a su hermano como su sucesor, pero sin Fidel, como sin Alejandro, la nomenklatura sufre de un mal interior que la puede llevar al desastre. De ahí el hecho histórico visible de que casi todas las juntas militares que han intentado gobernar un país o se disuelven en luchas internas o terminan nombrando a uno solo para que rija en nombre de todos.

Es decir, se trata de retornar a la vieja fórmula, un dictador sin mucho prestigio ni mucho apoyo. Tal parece ser el caso cubano.Pero nunca se debe olvidar aquella frase de Eurípides: ``El futuro yace en el regazo de los dioses''.

Luis Aguilar Leon

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8 de julio de 2001