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El testamento de Fidel Castro |
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Raúl Castro ha vuelto a referirse a la probable muerte de su hermano Fidel. Es la tercera vez que lo hace en las últimas semanas. Pero ahora ha añadido un matiz ilusionado: pese a la sombría aceptación de que todos tenemos que desaparecer --una concesión curiosa en gente patológicamente optimista--, parece que los revolucionarios no mueren del todo mientras se mantengan en pie los sistemas de gobierno creados por ellos. Estamos ante una versión caribeña de la teología egipcia. Entre los egipcios, cuando las pirámides eran profanadas por los saltatumbas o demolidas por los enemigos, los faraones perdían su condición divina. Entre los revolucionarios --según el filósofo Raúl Castro--, cuando los sistemas políticos erigidos tras el fragor de la batalla son sustituidos por modos de convivencia diferentes, generalmente más sosegados y habitables, la memoria de los revolucionarios se disuelve sin gloria, son expulsados de la inmortalidad, y los cabecillas acaban hacinados en una inscripción de tres líneas atropelladamente recogida en el Larousse. Ahí terminó todo. Mientras Raúl se estrenaba como un Marco Aurelio antillano y pronunciaba su fúnebre advertencia, el hermanísimo Fidel trotaba por el mundo en un avión ambulancia acompañado de médicos y de lugartenientes, en medio de un frenético periplo diplomático que lo llevaría a Argelia, la India, Irán, Malasia, Quatar, Siria y otros exóticos lugares unidos por un áspero denominador común: la mentalidad tercermundista. ¿Para qué ese viaje agotador en un hombre tan enfermo, golpeado por el cáncer y zarandeado por varios derrames cerebrales? Sencillo: es el último sacrificio del caudillo en beneficio de su amado pueblo. Es su testamento final: crear un polo antioccidental que le haga frente a la arrogante potencia americana, a la OTAN y al siniestro apéndice europeo, para donárselo al pueblo cubano y a los pobres de este mundo como legado postrero y prueba de una vida llena de entregas y sacrificios sin límites. ¿Por qué este anciano moribundo se empeña en la gigantesca tarea de revivir una suerte de guerra tibia a estas alturas de la historia y de su almanaque personal? La respuesta tiene que ver con la pirámide de marras. Castro está intentando crear un anillo de protección a su monumento funerario. En sus delirios, ahora torpemente expresados con una lengua astillada por la arterioesclerosis, supone que él puede ``salvar su obra revolucionaria'' mediante una operación de pinzas que tiene una pata en la isla y la otra en el extranjero. En Cuba ha desatado una ``minirrevolución cultural'' --en realidad un molesto estado de agitación permanente-- y tiene a sus fatigados compatriotas marchando y coreando consignas de todo tipo, mientras en la televisión, la prensa y la radio se machaca un mensaje de ``inquebrantable adhesión a los imperecederos valores del comunismo, el antiyanquismo, la antiglobalización y el antineoliberalismo''. Fuego sagrado que alimenta con cualquier causa emocionalmente combustible: el niño Elián, el embargo americano, la condena al régimen cubano en Ginebra por las violaciones de los derechos humanos o las denuncias de los disidentes dentro de la isla. Todo vale. Pero ese inmenso griterío de desfiles y consignas --que acaba con los zapatos y las cuerdas vocales de los pobres cubanos-- no basta. Los gringos --Castro supone-- acechan dispuestos a dar un zarpazo cuando él ya no esté en el mundo de los vivos. ¿Cómo evitarlo? Aquí viene la pata extranjera de su estrategia: fomentando un aguerrido frente internacional capaz de frenar el varapalo imperialista. ¿Hasta cuándo debe durar ese escudo defensivo? No demasiado: hasta que las contradicciones del mercado hagan estallar el injusto sistema de explotación que prevalece en el mundo y la humanidad recupere los valores y principios del modelo comunista. Un momento estelar que --Castro dixit-- está a la vuelta de la esquina. ¿Ha podido el comandante reclutar a alguien para esta loca batalla? Sí. Por asombroso que parezca, Castro tiene un discípulo y varios aliados coyunturales. El discípulo es el pintoresco Hugo Chávez, un hombre cegado por los destellos de cierto fascismo camellero aprendido de los libios, mezclado con el estalinismo cubano, víctima de un agujero negro instalado en la cabeza, bajo su boina de paracaidista, en el que se funde y desaparece cualquier idea razonable que se le acerque. Y los aliados son la Rusia de Putin, a la búsqueda de cierto peso frente a Estados Unidos, o los países islámicos más radicales, deseosos de poder desovar sus frustraciones antisemitas y antioccidentales. No es la época gloriosa del bloque del este, ni es la tropa cuantiosa y alegre de los no alineados, pero es la mayor cantidad de guerra fría que se puede lograr en estos cálidos tiempos de Fukuyama y postmarxismo. Naturalmente, los esfuerzos de Fidel y Raúl para proteger la pirámide revolucionaria constituyen una fatigosa manera de succionarse el pulgar. Nadie en Cuba cree en eso. Ni siquiera los que acompañaron al comandante en su viaje de despedida. Ni siquiera los que aplaudieron a Raúl cuando aseguró que la revolución era una realidad inmodificable. Me lo dijo en Europa un simpático muchacho, hijo de un general cubano, a quien encontré en un acto académico: ``Mi papá me indicó que no entrara en el partido comunista, me consiguió una beca en el extranjero y me pidió que me preparara para el futuro capitalista y democrático''. El papá pertenece a la más rancia nomenklatura. Sabe que poco después del funeral comenzará el saqueo de la tumba sagrada. Es el destino de todas las momias. Publicado el domingo, 20 de mayo de 2001 en El Nuevo Herald www.firmaspress.com © El Nuevo Herald / Firmas Press Contactos Copyright 2001 El Nuevo Herald |
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