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 Un hombre de éxito

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LA HABANA, agosto - Papito Mala Noche se ha convertido en un hombre de éxito. Ya sus ronquidos y tonadas aguardentosas no se escuchan en funerarias y terminales de la capital, ni sus pasos sin rumbo desandan las madrugadas ante la imposibilidad de regresar a su cuarto abarrotado.

Sus aires de indigente, delineados por sus crisis de violencia ante un medio social que lo marginaba por la amarga impostura, su harapiento vestuario, y la "humillante" carencia de un empleo que le pusiera fin a su mal hábito de mendigar, han dado un vuelco sorpresivo de tal envergadura que hoy Mala Noche se encuentra entre lo más selecto del exclusivo club del nuevo petimetre cubano. No gracias a la asistencia social. No por el trabajo inquisitivo y coaccionante de las organizaciones de masas. Y mucho menos por la labor psico-represiva del jefe de sector de la policía en la zona. Tampoco por la buena voluntad de los vecinos, y ni soñar con los señalamientos familiares.

Jamás por la venta de marihuana, las peleas de perros o el robo en casa habitada. Ni pensar en un "parlet" de la "bolita" ni en una herencia española quien sólo tuvo esclavos entre sus más remotos antepasados. Y ni por asomo el desvío de recursos, la falsificación de documentos o la venta de plazas bien remuneradas, pues no le trabaja al estado.

Todo se lo debe a Miguelina (alias "La Calva"), la hermana conflictiva que cruzó el charco, trabaja de cocinera y mantiene a tres profesionales, cuatro estudiantes, dos jubilados y un tarambana que se quedaron acá.

Gracias a esa mulata desagradecida de la revolución, que decidió partir en el ochenta y a quien le cayeron a huevazos, la calificaron de prostituta, delincuente juvenil, y hoy es recibida en su antiguo barrio con muestras de cariño perruno, palabras de admiración y cuchicheos cómplices de que "tú sí estabas clara".

No se la comieron los perros. No le impidieron trabajar. No tuvo que prostituirse ni entregarse a las drogas, como le decían los agoreros que hoy le llaman señora y ponen a su disposición todo de lo que carece el pueblo.

Papito Mala Noche camina mal con sus Adidas. El jean marca Viceroy le molesta en sus piernas zambas, y la camisa MacGregor le causa escozor en su estirado cuello. La gorra con la bandera norteamericana, aunque le provoca dolores de cabeza sociales, le protege de un sol para el proletariado.

Dice que ya come carne de res. Que lo zapatos se los refuerza Alaín, un ingeniero agrónomo que gana más como zapatero remendón que metido en un laboratorio o en los cañaverales. El ron que consume en uno de los kioskos Habaguanex S.A. de su cuadra, se lo sirve un sicólogo atormentado por el alto costo de la vida. Y el taxi para pasear a su novia, militante del Partido Comunista en un centro de elaboración de Luyanó, es conducido por un médico pediatra en sus horas libres.

Papito Mala Noche se siente un hombre realizado. Y aunque su ignorancia y comportamiento ofenden hasta al más bruto, sus disparates son aceptados con una sonrisa de asentimiento.

¿Hasta dónde llegaremos en esta caída vertiginosa hacia la pérdida del amor propio y otras concesiones que corroen a un elevado por ciento de los cubanos? ¿Cómo es posible que fantoches, prostitutas vendedoras de drogas y funcionarios corruptos bajo el disfraz de gerentes, representantes, administrativos y otros seudónimos se adueñen del papel protagónico de la sociedad? ¿Por cuanto tiempo más se aplaudirá "el progreso" de personas sin escrúpulos ni mérito alguno?

Es repugnante hablar de "un pueblo digno" que se siente humillado cada día y en su propia casa. Es un insulto ver que la solidaridad, el humanismo y el carácter hospitalario del cubano de hoy con el cubano, están dados por el número y brillo de gangarrias que porta la persona, o por la cantidad de dólares que posea.

¿Dónde quedó el precepto martiano de "mucha tienda, poca alma"? Papito Mala Noche se ríe de la vida. Junto a otros petimetres, se adueña de los sitios y artículos prohibidos para los trabajadores.

El viejo Sergio Juan, con una licenciatura en historia, junto a su hija Inés, pone a enfriar las cervezas, revuelve el caldero de congrí, echa los bisteces de cerdo a la sartén, saca los plátanos verdes bien hervidos, para que su esposa Esther, maestra jubilada, sirva con premura a Mala Noche y sus acompañantes, que se han dignado entrar a El Paraíso, paladar especializada en comida criolla para los extranjeros, o los hombres de éxito de la isla.

Víctor Domínguez, Lux Info Press

8 de agosto de 2001

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