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La Habana tornasol

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No importa que me deje sola, abandonada a mí suerte cual perro callejero. Vengo porque hay silencio. Aquí en el piso veinte, cerca del cielo, adonde nadie se cuela para vender cosas o dar la lata con Jehová o pedir prestado un poquito de azúcar. Ya ha pasado la época de las náuseas y los mareos. Sin embargo, aún no me atrevo a asomarme a la terraza. Antes lo hacía. Balconeaba para echarle un ojo a la ciudad, tan blanca y bella de lejos, desde la altura que oculta la devastación, que tiende un velo de recato sobre la miseria y el horror, La Habana tornasol y en el crepúsculo rosa, con sus carros como escarabajos, sus transeúntes del tamaño de hormigas, el Malecón interrumpido por la torre del Focsa y, más allá, la bahía. Aire puro, sensación de plenitud. Vértigo.

Ena Lucía Portela : Cien botellas en una pared

Pensándolo bien, a la muchachita del pelo negro no le parecía tan horrible hacer de ama de casa. A fin de cuentas, en el penthouse nunca faltaba el agua (a quienes conozcan La Habana, la auténtica, la profunda, la seca, esto les parecerá mentira, ¿agua en un piso veinte?, ¡bah!, ¡patrañas!, pero sí, había agua, mucha agua, H,0, agüita rica, que para acceder a ella mi amiga se había ripiado los pesos en un costosísimo trabajo de plomería, o más bien de ingeniería hidráulica, con motor y cisterna y todo) y también había lavadora, aspiradora, lavaplatos, buenos detergentes, ambientadores, productos de limpieza de toda clase, en fin, esas cosas tan exquisitas que se ven en las películas americanas y que supongo facilitan la vida de las amas de casa. Alix dejó la poltronería sin chistar y se dispuso a mantenerlo todo reluciente.

Ena Lucía Portela : Cien botellas en una pared