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Origen

Mangos y guayabas

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— Quita esa cara de idiota y óyeme bien, Zeta. Durante años me sentí un bicho raro por ese motivo. Creía ser una extraña, la única en este mundo tan alegre que no deseaba mangos sino guayabas, qué tonta. Desaproveché toda la adolescencia y quién sabe cuántas oportunidades. Fui muy estúpida —increíble que Linda dijera semejante atrocidad de sí misma, por poco la interrumpo para desmentirla—. ¿Sabes lo que hice una vez? Me comí un mango —tuve que hacer un enorme esfuerzo de autocontrol para no decirle «oh, pero qué gran hazaña»—. No sé qué mierda me quería demostrar a mí misma, pero te juro que fue la peor experiencia de mi vida. Yo tenía diecisiete. Estábamos en el Pre. Y no me preguntes quién fue —me apuntó con un dedo y sonrió misteriosa—, porque no te lo voy a decir. No vale la pena. Fue horrible. Ho-rri-ble. Aparte del dolor, lo único que sentí fue asco, por poco vomito. Y arriba al muy imbécil le dio la locura por perseguirme, por insistir en que estaba enamorado de mí y no sé cuántas ridiculeces más... —pero bueno, «comerse un mango» no podía significar «templarse a un tipo», pues en tal caso ni Félix ni su papá comían mangos, qué rollo—. Pero ahora es diferente. En Nueva York me comí una guayaba... —otra vez la grandilocuencia—. Bueno, para serte franca, me comí más de una. Todos estos meses me los pasé instalada en el apartamento de una guayaba puertorriqueña. Y fue muy bueno. Verdad que luego se puso malo, porque la guayaba puertorriqueña pagaba todas las cuentas pero a cambio exigía exclusividad, fidelidad y amor eterno. Qué manera de dar lata, la muy pegajosa. La cocaína la volvía medio loca, le daban tremendos arrebatos y llegó a amenazarme con un revólver. Así como te lo cuento, así mismitico. El revólver estaba descargado, pero yo no lo sabía. Me quedé inmóvil. Después le metió una bala. Y yo ahí, tiesa, como si tuviera los pies atornillados al suelo. Hizo girar el tambor y ya tú sabes, la ruleta rusa. Me disparó a la cabeza... ¿Te das cuenta? Me disparó a matar. Luego soltó el revólver y se puso a llorar y a decirme que yo era una ingrata y una traidora y todo eso. Qué divertido, ¿no? Aquello me asustó un poco, no creas —no digo yo, si hasta a mí se me habían puesto los pelos de punta, ¿sería verdad?—, pero no cambia lo esencial. De aquí en adelante me voy a comer todas las guayabas que pueda. Aunque me disparen comeré guayabas. Si llego a enamorarme de alguien, bien. Si no, también. Para comer guayabas no hace falta creerse enamorada. No hace falta ninguna justificación. Porque, ¿tú sabes?, comer guayabas es un hecho de la naturaleza, tan normal como comer mangos. No una enfermedad ni una extravagancia ni un crimen. Igual que existen zurdos y derechos, existen devoradores de mangos y devoradores de guayabas...

A esas alturas ya la cuestión me resultaba muy clara. «Comer», en efecto, equivalía a «templar». Desde el punto de vista del glotón, una «guayaba» era una persona de su mismo sexo y un «mango», una del sexo opuesto, así que... ¡Santo Cristo del Buen Viaje! ¡Mira que armar todo ese galimatías para decir algo tan simple! Iba a explicarle que esa historia ya me la sabía, que mi adorable papá (a quien ella conocía perfectamente) me la había contado muy temprano, primero incluso que la de Caperucita Roja y el lobo feroz, bien rápido y bien explícito, sin mangos ni guayabas, sin subterfugios, antes que me infectaran los prejuicios. Pero mi amiga se había entusiasmado con la parte de los zurdos y los derechos. Ella no tolera muy bien el alcohol, no está acostumbrada a beber y enseguida se entusiasma con cualquier cosa. No me atreví a cortarle la inspiración. A la luz mortecina de la vela, se paseaba por el cuarto inmersa en el argumentó de que yo debía comprenderla porque yo era una pobre zurda obligada a funcionar en un mundo diseñado para los derechos. Igual que yo no había elegido ser zurda, tampoco ella había elegido desear guayabas. Nadie podía negar la propia naturaleza sin perjuicio grave de la propia psiquis. Nadie debía ocultarla de los demás, porque eso nos tornaría vulnerables a cualquier chantaje. Nadie...

¿Por dónde iba, chica? —Ibas por... Mira, Lindita, no te calientes la sangre. Si tú quieres, lo dejamos ahí. Eres... —hice una pausa para buscar el vocablo más adecuado, que desde luego no era «tortillera» ni «tuerca» ni nada por el estilo—... eres lesbiana, ¿y qué? Por mí, como si eres caníbal y untas mayonesa. No tienes que darme explicaciones. Yo te quiero igual.

—¿Lesbiana? ¿Y esa palabra tan fina, de dónde la sacaste? —me miró con lástima—. Ya sé que me quieres y todo eso, no seas empalagosa. Y también sé que no te debo explicaciones. Pero a otras personas sí. Por desgracia. A ellos sí tengo que explicarles, porque no voy: a estar escondiéndome dentro de mi propia casa. Esto fue una especie de ensayo, ¿tú entiendes? Un borrador que mañana mismo voy a pasar en limpio.

Así lo hizo. Ignoro cómo transcurrió la escena, pues Linda nunca me lo ha contado y tampoco me atrevo a preguntarle. Sólo sé que a los pocos meses sus padres y su hermano emigraron a Israel. Quizás también ella se marche algún día. Por ahora permanece.

Ena Lucía Portela : Cien botellas en una pared