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 PARA UN PRINCIPITO
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  Desde muy temprano habían comenzado los trajines en la casa ese día, mi mujer se puso a preparar varios platos de aperitivos ayudado por mi hija, su esposo se encargaba de la decoración de la sala y en especial de la silla para la esposa de mi hijo. Se encontraba con nosotros Ilse una amiga nuestra que se mudara para Miami hace muy poco tiempo, y tampoco pudo escapar de las faenas, mi obligación era muy simple, ordenar la oficina, o sea, el cuarto que perteneció a mis hijos y que al independizarse cada uno de ellos, lo convertí en mi refugio donde escribir con un poco de tranquilidad. Me encontraba limpiando todos los equipos, cuando mi esposa trae una tarjeta postal y me pide que la llenara en nombre de los dos, creo que escribí esto:
 
 

  Para un Principito.-
 
 

    Un día, dos seres que se querían mucho, decidieron unir sus vidas para siempre y formar una Corte, pasado un tiempo fueron premiados con el nacimiento de un príncipe y un poco más tarde llegó una princesa. Como el tiempo no se detuvo aquellos príncipes crecieron y quisieron también formar su Corte.

    Hoy, esperamos con mucho amor la llegada de un principito, para poder entregar la corona.
 
 

                        The King and the Queen.
 
 

                                  Tus abuelos.
 
 

  A mi esposa le gustó lo escrito, guardó la tarjeta en su sobre y luego de haberse forrado una gran caja con papel de regalos, se la pegó por fuera. Aquella gran caja guardaba en su interior un gran coche, más que eso, parecía la carroza de un rey y todo el alboroto incesante que se observaba en la casa, se debía al Baby Shower que le íbamos a ofrecer a mi nuera, de pleno acuerdo con todas sus amistades y que ella ignoraba.

  Para nosotros era algo nuevo y que no tenía ningún arraigo a nuestra cultura, para algunas de sus amistades también y hubo que explicárselo. Al principio se habían puesto de acuerdo de que solamente participarían mujeres, pero ya deben imaginarse como son los cubanos. El caso fue, que la casa se llenó a tope y en una de las esquinas de la sala, los regalos fueron colocados artísticamente hasta que llegaron al techo. En lo que esperábamos a la mamá barrigona disfrutábamos de la compañía de la buena música, la cerveza bien fría, ron y varios litros de Zifandel para las damas.

  Desde el principio de estar mi nuera embarazada, me comprometí a comprarle el coche a mi nieto y le dije a mi esposa que fuera a las tiendas para que escogiera uno de los mejores, creo que se le fue la mano con el precio, pero, como era para un príncipe lo encontré muy bueno.

 La llegada de ese coche a la casa me trajo muchos recuerdos, hoy me pongo a pensar que Montreal estuvo siempre predestinada a ser el final de mi camino. Cuando yo me encontraba haciendo los preparativos para mi boda, realicé cinco viajes consecutivos a esta ciudad, fue en la época muy larga y dura de la marina mercante, donde solo nos pagaban cinco dólares a la semana y con aquel mísero dinerito, estábamos obligados a realizar maravillas. Esos viajes representaban un ingreso neto de unos 30 a 35 dólares, que no podíamos guardar de un viaje para otro, porque de ser sorprendidos en esta operación, se nos podía acusar de tráfico ilegal de divisas. De igual manera no nos permitían acumularlos legalmente de un viaje a otro, eran situaciones estúpidas, pero así ha sido siempre ese sistema, entonces, si por una de las casualidades de la vida, realizabas un viaje a un país donde no se podía comprar nada, como por ejemplo; Corea del Norte, Rumanía, Viet Nam, etc., ese viaje sería infructuoso o como haber perdido el tiempo.

  Por lo escaso del dinero, debía dedicarle un viaje a la compra de la ropa interior de mi futura esposa, eran muy baratos los blumers en aquellos tiempos, otro viaje lo tenía que emplear en sus zapatos y así hasta remediar como pudiera, la dura situación que se confrontaba en la isla, les hablo de los años setenta, donde las mujeres llegaron a usar calzoncillos atléticos. No fue nada fácil y era de suponer que su familia era la encargada de incurrir en estos gastos, pero suponiendo que tuvieran dinero, ¿qué podían comprar?, absolutamente nada. Esos fueron también los tiempos en que yo era un joven puro y sano, no participaba en ninguna clase de negocios ilícitos, contrabando, no vendía los cigarros que compraba a bordo de los barcos por cantidades ilimitadas, y que en la calle tenían precios astronómicos, llegaron a costar 30 pesos la cajetilla y yo los adquiría por cartones de 24, era sencillamente militante de la juventud comunista, que cargaba en sus espaldas el temor constante a ser despedido de la marina ante el más mínimo motivo.

  Con ese poquito dinero que nos pagaban tratábamos de hacer maravillas, nadie se atrevía a montar en una guagua y por esa razón las marchas eran kilométricas, casi siempre nos colgábamos un maletincito y dentro llevábamos un bocadito y alguna lata de jugo para cuando nos sorprendiera el hambre, tomarse una coca cola significaba orinar después un par de medias o quizás dos jabones de baño. A veces hago esos recorridos de antaño en auto y me sorprendo de las grandes distancias que recorríamos para ahorrarnos un dólar, esos mismos caminos de los setenta, los realizan los marinos de hoy en busca de las tiendas de segunda mano, salen desde el viejo puerto de Montreal y por toda la calle St. Catherine u Ontario, llegan hasta Pie IX, todo un maratón que se agrava cuando las temperaturas son extremadamente bajas, y se anda mal alimentados y abrigados. Unas veces siento lástima por ellos, otras, prefiero ignorarlos, son esquivos, muchas veces cobardes, y en el menor de los casos, cuando se encuentran con algún desertor es como si se encontraran con el diablo, huyen despavoridos.

  Cuando logré comprar lo imprescindible, partí de esta ciudad y logradas las comunicaciones telegráficas, le envié a mi novia un mensaje muy importante; “Prepara condiciones para contraer nupcias”. Ha llovido mucho desde aquello y no me arrepiento, sigo con la misma mujer que recibió aquel telegrama y no creo desprenderme de ella a estas alturas. La boda trajo muchas complicaciones en nuestras vidas, como ha sucedido en la vida de las jóvenes parejas de cubanos, pero siempre supimos crecernos para superarlas, nunca lo logramos aunque vivíamos muy por encima del nivel de la población.

  Nueve meses después de aquel telegrama salí de Montreal rumbo a Cuba y a la altura de Miami, recibí un telegrama donde se me anunciaba que era padre de un bebé, aquello me volvió loco, no existían esos adelantos de hoy, donde a los cuatro meses de embarazo sabes el sexo de la criatura y se hacen todos los preparativos para su llegada, solo contaban mis deseos y fueron cumplidos. La tripulación de aquel barco, el “Jiguaní”, una de las mejores con la que he navegado en todos mis tiempos de marino, recibió como propia la noticia y se invadió de alegría el buque, esa noche llegaríamos a La Habana. Todo el que tenía una cervecita guardada en su camarote o una botella de ron con algún fondito, me invitaba a un trago, el Primer Oficial me exoneró de las restantes guardias y el resto de la travesía fue de plena celebración. No puedo imaginarme cuales serán los sentimientos de otras personas cuando se enteran de la llegada de un hijo, pero, para mí ha sido uno de los acontecimientos más grandes de mi vida, en esas horas que me separaban de él, soñé mucho entre trago y trago acompañado de las bromas sinceras de aquella humilde gente.

  No llegué borracho al hospital “Hijas de Galicia” en Luyanó, pero el aliento etílico se sentía a una cuadra de distancia, me vestí de traje y para impresionar en la recepción, solicité la presencia del Jefe de Turno, ya que eran pasadas las diez de la noche. Le hablé a tres metros de distancia explicándole mi situación y autorizó mi entrada por una media hora. Allí estaban, mi ratoncito y la madre más joven y bonita, que se encontraba en el hospital en esos momentos. Tenía miedo cargarlo y estropearlo, era un juguetico de carne y hueso que se movía, largo y muy flaco, ya tenía un heredero para mi trono, había nacido el príncipe tan deseado. Aquella llegada de la cigüeña provocó grandes cambios en mi vida, comprendí a partir de entonces a aquellos hombres que eran padres de tres o cuatro criaturas, y las razones por la que toda su vida de marinos, la realizaron caminando como camellos por todas las ciudades del mundo, con el temor a pedir un vaso de agua y contando cada uno de los centavitos que llevaban en el bolsillo. Hombres que en plena juventud debían renunciar a las insinuaciones de cualquier mujer, por no poder pagarles ni un refresco, seres, cuyas vidas en el mar, fueron condenadas a esa masturbación eterna como consuelo a la abstinencia sexual, que prolongada enloquece.

  Me vi obligado a limitarme en mis vanidades, como esa de tomar autobuses y de beberme de vez en cuando una cerveza o una coca cola, creo mas bien que es algo psicológico, es una ansiedad que después de satisfecha, la vida cobra su normalidad y nada de eso tiene el significado que le damos los cubanos, sencillamente, nos matan esos deseos por probar lo que hasta entonces estuvo prohibido para nosotros.

  Caminé desde entonces como otro camello más de esa larga caravana de marinos, para los cuales el mundo era simplemente un desierto, a partir de entonces y me refiero al nacimiento de mi hijo, debí haber comprendido mi responsabilidad y me la tomé un poco más serio.

  El próximo viaje que di a Montreal me propuse comprarle un coche a mi príncipe, quería de todo corazón que fuera el mejor, como el que nunca oí haber tenido, y caminé, caminé como un demente por distintas ciudades, el problema es que no solamente deseaba comprar el coche , necesitaba también un refrigerador, y en Cuba no se vendían desde 1959 a la población. Aquello fue una tortura porque no nos pagaban el dinero completo, o sea, había que esperar a que se venciera una semana para que te dieran los cinco dólares y si antes de partir había pasado solamente un día, entonces te pagaban 75 centavos, parece mentira, eso era lo que nos correspondía diariamente. Casi al final del viaje tenía en los bolsillos unos 40 dólares y necesitaba resolver ambas necesidades, encontré en la calle St. Catherine las dos cosas y después de tanto regateo con el dueño de la tienda, parece que lo conmoví y me los vendió por ese precio, allí mismo solté todo el dinero acumulado en ese viaje y regresé al buque, no volvería a salir nuevamente a la calle, no tenía sentido alguno salir para sufrir. La mayor parte del tiempo la pasábamos en una auto reclusión, aunque mucho más tarde aprendería a desafiar a la vergüenza, y me lanzaba como cualquier joven a enamorar muchachas explicándole nuestra situación, la vida se convirtió entonces en una suma de fracasos y triunfos, hasta mi salida de Cuba.

  Desde que recibí a bordo el coche de mi príncipe, lo desarmé completamente en la cubierta, gasté galones de agua limpiándolo, no quería que le quedaran rastros de suciedad. Estaba en muy buen estado, pero aún así lo pinté totalmente, hasta las ruedas y quedó como nuevo. Luego hice lo mismo con el refrigerador.

  Vivíamos agregados en casa de mi madre en la barriada de Luyanó, y siempre que llegaba la tarde, salíamos a dar una vueltecita con nuestro hijo, lo mismo cuando teníamos que ir a las tiendas donde ofrecían artículos de canastilla. La gente no se cansaba de celebrar aquel cochecito, era una novedad, ya que casi nadie los poseía en la isla, solo muy pocas personas, esos “lujos” no se permitían al proletariado. Fueron tiempos muy difíciles para los padres y también para los niños, tiempos que nunca se han podido superar, fue muy poco lo que le ofrecieron como canastilla, algunos metros de tela para confeccionarle pañales y culeros que nunca satisfacían las necesidades de un bebé, y obligaban a las madres a estar constantemente hirviéndolos y lavándolos, las ropitas eran las mismas en toda la isla, los mismos modelos e iguales colores, hasta los niños parecían un ejército uniformado. Unas veces no se encontraba tela de mosquitero, otras veces pasabas por la tienda y solo podías comprar un pomo de agua de violetas, debías usar la cuna que pasó por toda una generación de cubanos, y como regla general, en Cuba no se bota nada, todo se guarda a sabiendas de que siempre aparecerá una persona necesitada, por ello, la ropita de mi hijo se conservaba en la medida que éste iba creciendo, y más tarde fueron usadas por varios primos de él. Excluyo el tema referente a la comida, todo un verdadero dolor de cabeza para los padres.

  Nos mudamos un tiempo a casa de mi suegra en Santos Suárez y las salidas con mi hijo eran casi diarias, largos recorridos que hacía subiendo por la calle La Sola, doblaba a la derecha en Santa Catalina, continuaba hasta Palatino, luego me desviaba a la derecha en Vía Blanca y así regresaba siempre al punto de partida. Generalmente me tomaba varias horas en estos paseos, tiempo que utilizaba para evadir todos los problemas de una casa sobre habitada, y que él aprovechaba para dormir tranquilamente.

  Cuando mi hijo se hizo lo suficientemente grande para no poder transportarlo en el cochecito, éste no paró sin embargo de trabajar, se lo presté a un amigo de la marina para que lo usara su hijo Robertico, como ellos tenían familia en Ciego de Ávila, los viajes en tren hasta esa ciudad se hicieron muy frecuentes, hasta que el negrito creció también y Roberto me lo llevó para la casa, lo guardé en el patio bajo techo, y así quedó esperando por el nacimiento de otro principito. No fue muy corto el tiempo de descanso. Hoy Robertico debe ser todo un hombrazo porque aquel negro salió a su padre, quien tenía unos seis pies de estatura.

  Estudiando para Oficial de la marina cae embarazada la esposa de Balsa y éste me pide prestado el coche, no recuerdo exactamente si llegaron a usarlo sus últimos dos hijos, hoy son unos encantadores muchachos que viven en islas Canarias. Por carecer de vivienda nos demoramos en encargarle a la cigüeña otro hijo, pero antes de salir para Angola en misión internacionalista, mi esposa quedó embarazada de lo que resultó ser una niña, luego, la conocería con unos ocho meses de nacida y a mi regreso de ese país, pasé por casa de Manolo en busca del cochecito.

  Cuando lo vi me dio mucha tristeza, lo tenían amarrado a la pared del patio a merced de la lluvia, muchas de las partes metálicas habían sido invadidas por el implacable óxido, el forro del techito se encontraba casi podrido, como también todo el interior de la cuna, aún así, vi que todavía podía hacer algo para salvarlo y me lo llevé de regreso a casa. Con extremada paciencia lo fui desarmando poco a poco, los forros los fui abriendo para hacerle unos moldes y después poder cortar una tela que conseguimos para forrarlo nuevamente. Aquella tarea me consumió varios largos días, pero, en la medida que ellos pasaban nuestro cochecito iba cobrando vida y uno de esos días quedó listo para sacar a pasear a mi princesa. Se me ocurrió la brillante idea de sacarla junto a una de sus primas que tenía el mismo tiempo de ella, cada una amarrada a un extremo de la cuna, esa primita era una niña muy noble y tranquila, todo lo contrario lo era mi hija, por ese motivo y durante los primeros viajes, era más el tiempo que gastaba separándola y evitando que abusara de ella, hasta que todo se hizo normal para ellas y comenzaron a disfrutar de estos paseos relajantes.

  Mi hija y su prima lo disfrutaron durante muy poco tiempo y ya en la casa no quedaba otra mujer embarazada, ni dentro de mis planes estaba comprendido buscar otro niño en un país donde nunca se vislumbraba llegara la prosperidad, por eso y con el dolor de mi alma, le propuse a muchas personas la venta del coche. Un día se apareció un compañero de trabajo de una cuñada que trabajaba en el Ministerio de Educación, y sin pensarlo dos veces se lo llevó luego de abonarme 150 pesos, me enteré más tarde por esa cuñada, que nuestro cochecito había servido para el uso de otros niños en Cuba, quién sabe si todavía esté dando ruedas por esas calles llenas de baches, pasando por debajo de árboles adornados con bolsas plásticas de basura, acompañado el ladrido de perros sarnosos abandonados por sus dueños cuando el cinturón se apretó hasta el último hueco. Varios de aquellos niños viven hoy en el exilio, en un exilio raro, inverso, han escapado a las tierras y por el mismo camino de donde llegaron otros a la nuestra hace mucho tiempo.

  Hoy, mi nieto tendrá una carroza nueva, como yo la soñé para su padre, como hubieran podido tenerla aquellos principitos que usaron la vieja, y hoy solo es parte de mis tristes recuerdos. Su precio qué importa ahora, cuesta más de un año de trabajo en aquel infierno, no por eso mi nieto será un privilegiado porque he visto en carrozas similares pasear a príncipitos indios, negros, rubios como el trigo, trigueños del sur del río Bravo, principitos de ojos rasgados, acompañados de padres y abuelos orgullosos, seres que son como yo, obreros.

  Mi principito nacerá con todo, nada le falta ni faltará, como yo lo hubiera deseado en mi tierra y viajará en su coche por un mundo fantástico acompañado de muchos dulces sueños, lejos del ladrido de perros enfermos, y reirá cuando se acerquen a nosotros las traviesas ardillas, o cuando se posen sobre su coche las atrevidas palomas a comer de nuestra mano, como lo hacen siempre, sin la desconfianza en el hombre, sin el temor a morir en una olla o en los rituales de los santos, para que nos concedan una visa, tal vez para largarnos.

  Andaremos por estos maravillosos parques que una vez me imaginé, aunque no tengan sembrados mangos, y en nuestras paradas disfrutaremos del canto del Robin para que me recuerde al Sinsonte cubano, andaremos siempre hasta que se me acabe el horizonte y le hablaré con amor de la estela dejada por mi barco, andaremos hablando hasta que me entienda y me alegre con una sonrisa, hasta que logre con su presencia borrar el dolor que llevamos clavado en el corazón, hasta que me traiga a este presente que hoy vivimos y la seguridad de que no regresará un pasado.

  Estas cosas no se las hablaré a mi nieto, se las dejaré escrita para cuando sea grande y ya no exista, qué importa si se publican o no, no es cuestión de dinero, es solamente un regalo, como aquel que no me dejaron mis abuelos para los que nunca fui príncipe ni heredero.
 
 
 
 
 

Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá
5-11-2000.