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20 de agosto 
de 2002

  

  

 
 
 
 
 

 

SOCIEDAD
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LAS AVENTURAS DE SAMANTHA 
 

 En 1990, Eduardo Rodríguez fue obligado a ingresar en un centro sanitario de La Habana dedicado al tratamiento de seropositivos y enfermos de sida. Allí se transformó en Samantha, un personaje que se ha convertido en símbolo de la liberación de los homosexuales cubanos.
 

MAURICIO VICENT

Samantha no es una cubana normal. En un país que vive al día, ella usa pelucas Dolly Parton de 200 dólares, calza zapatos de aguja importados de España y se perfuma con esencias de Givenchy cuando sale. No ahorra en caprichos ni en maquillaje, y desde hace ocho años trabaja en una paladar (restaurante) y cobra en moneda dura, así que puede decirse que es una chica afortunada. Samantha no es especial sólo porque vive al margen de la libreta de racionamiento en una isla donde todo, hasta la intolerancia, está racionado: su verdadero nombre es Eduardo y es el transformista más famoso de La Habana.

Es 13 de agosto, fecha del 66º cumpleaños de Fidel Castro, y Eduardo Rodríguez me recibe en la sala de su casa, en el barrio de La Víbora. El presidente cubano se ha pasado el día inaugurando obras sociales y graduando médicos y enfermeras, pero esta tarde, mientras se encapota el cielo de La Habana, el sueño de Eduardo es otro: que el próximo fin de semana su Samantha vuelva a triunfar en el restaurante privado donde se presenta desde que salió del sidatorio de Los Cocos, en 1994.

En su cuarto hay una foto dedicada: 'Para Samantha, con mucho cariño, Celia Cruz'; la casa es un pastel de cumpleaños cargado de dorados, jarrones, tallas y adornos de porcelana rosa, verde, amarilla, todo al son de una canción de Raphael que sale de un moderno equipo de sonido.

'Samantha es una gran vedette. Una gran artista. Es mi homenaje a todas las estrellas de Cuba con las que he trabajado', dice Eduardo. Me habla de Marucha, de Maggy Carlés, de Mirta Medina, pero sobre todo de Rosita Fornés, una de las divas de la escena cubana, a quien durante años le ha diseñado vestidos y galas.

Samantha se hizo famosa en su país y en el extranjero el 28 de febrero de 1995, día en que se celebró en el teatro América de La Habana un festival de transformistas en homenaje a Guillermo Ginesta, Gunilla, un enfermo de sida impulsor del travestismo en la isla que había muerto un año antes. Eduardo presentó el espectáculo vestido de esmoquin y con barba marcada, y antes de terminar la noche se convirtió en una mujerona impresionante.


'Es mi obra maestra, es una mujer que perfectamente podría trabajar en el Lido de París', dice Eduardo


  

'Fue un éxito total. Pero no sólo Samantha triunfó aquella noche', explica Miguel, uno de los jóvenes que estuvo en el América ese día. 'Después de años de incomprensión y marginación, el festival supuso un gran paso de avance para nosotros los homosexuales'.

En aquellos momentos la crisis económica y el Periodo Especial estaban en su apogeo. Miguel, que no conoce a Eduardo pero es admirador de Samantha desde hace años, recuerda muy bien las fatigas que pasaba entonces un travesti. 'Conseguir cualquier cosa era un problema; había que dejarse la piel para encontrar bases, pintalabios, sombras, pestañas o pelucas'. A veces la témpera sustituía al colorete y los lápices escolares empapados en saliva a los delineadores de cejas, pero eso eran otros tiempos.

'Antes había que inventar, pero hoy con dólares se puede encontrar casi todo lo necesario para maquillarse', admite Eduardo.

Los dólares se legalizaron en Cuba el 13 de agosto de 1993. Desde entonces, los travestis cubanos, como el resto de sus compatriotas, se dividen en dos: los que tienen acceso a esta moneda, como Samantha, y los que sobreviven a duras penas en el mundo del peso nacional. El año 1993, sin embargo, no sólo fue importante para Eduardo Rodríguez por lo económico: ese año, la película cubana Fresa y Chocolate, con sus duras críticas a la persecución a que fueron sometidos los homosexuales durante décadas, provocó un terremoto en la isla. La realidad se impuso, y al igual que los dólares se abrieron paso a codazos frente a la ortodoxia, el destape se coló por la puerta trasera de la revolución.

Guillermo Ginesta y Eduardo se conocieron en el hospital de sida de La Habana. Fue en 1990, el año en que a Eduardo le detectaron que era seropositivo y lo fueron a buscar a su casa. 'En aquellos años era obligatorio ingresar en el hospital, aunque no quisieras. Si te resistías, la policía te iba a buscar y te metía allí a la fuerza', recuerda.

Para algunos, Los Cocos era un paraíso. Para otros, como Eduardo, al principio, un infierno. El hospital, con capacidad para 300 pacientes, ocupaba una extensión de 15 hectáreas y estaba dividido en tres zonas: el Marañón, de casas bastante arregladas; Los Edificios, con apartamentos donde convivían varias personas, y el Arco Iris, una especie de albergue con cuartos para dos personas y baño colectivo donde vivían los enfermos más problemáticos y los ingresados recientemente.

'A mí me dio un ataque. Yo no podía entender que teniendo una casa con mis comodidades me encerraran allí como si fuera un delincuente. Había que comer con bandeja en un comedor colectivo, estabas en un cuarto con una persona que no conocías y no podías salir si no era con un acompañante, así que te sentías preso, como si fueras un asesino, no un enfermo'.

Para Eduardo la situación era intolerable, pero para otra gente acostumbrada a vivir en condiciones precarias, no. El tratamiento era esmerado y gratuito. En los cuartos había aire acondicionado y televisor, la comida era buena y las condiciones del centro eran más que aceptables.

Eduardo llegó a conocer a algunos jóvenes que se inyectaron conscientemente sangre contaminada para poder entrar a Los Cocos y vivir mejor. Fue un caso muy sonado en La Habana, seguramente el más dramático del Periodo Especial que sobrevino en la isla tras la debacle del campo socialista.

'La mayoría eran frikis y marihuaneros, y se murieron al poco tiempo', afirma Eduardo. En la clínica había también ex combatientes de la guerra de Angola, médicos que habían cumplido misión internacionalista, rockeros, pero sobre todo homosexuales, como Guillermo y él mismo.

'Yo fui gay desde pequeñito. A mí siempre me gustaron los hombres', confiesa con orgullo. Sus padres eran médicos y querían que él fuese cirujano, pero no era lo suyo. Él se propuso ser un diseñador de éxito y lo consiguió. Trabajó en el Fondo de Bienes Culturales, en la televisión, en los mejores teatros de La Habana. Cuando aún no había cumplido 30 años se convirtió en el diseñador de Rosita Fornés, su sueño, pero la desgracia le cayó precisamente durante una gira con ella por la isla, en 1990.

'Los primeros 15 días en Los Cocos los pasé en la sala de psiquiatría. Yo estaba muy mal', dice Eduardo. Poco a poco se fue adaptando a la vida del hospital y empezó otra vez a diseñar trajes y escenarios para las fiestas que se hacían en la clínica y que él mismo organizaba. En una de ellas, con motivo del día del médico, nació Samantha.

'La primera vez actué con un traje y una peluca que me prestó Rosita Fornés. Todo salió muy bien, y después, aconsejado por la gente, empecé a perfeccionar el personaje'.

La misma tarde del debú, Guillermo Ginesta le bautizó como Samantha -'por Samantha Fox, ya sabes'-, y lo que comenzó siendo un simple divertimento se convirtió en la razón de ser de su existencia. 'Samantha es mi obra maestra, es una mujer que perfectamente podría trabajar en el Lido de París, es perfecta', dice Eduardo, y los ojos le hacen chiribitas. Mientras habla, miro las fotos que hay sobre una mesilla. Samantha, rubia platino. Samantha vestida de impecable traje largo. Samantha posando junto a Rosita Fornés. Salvo por la diferencia de años, ¡son prácticamente iguales!


'Hace 10 años en Cuba era impensable tanto libertinaje, pero 'Fresa y Chocolate' rompió tabúes', afirma Miguel


  

Miguel y Eduardo, en cambio, son diferentes. Eduardo sólo se viste de mujer para trabajar, nunca utiliza su personaje para enamorar a otros hombres. Miguel sí. Cuando la noche cae sobre La Habana, uno lo puede ver paseando por La Rampa en dirección al Malecón, un punto de reunión de gays, lesbianas, travestidos y parejitas heterosexuales a las que les va la marcha.

'Hace diez años, en Cuba era impensable tanto libertinaje, pero Fresa y Chocolate rompió tabúes y esquemas políticos. La película fue una bendición, se les escapó de las manos', dice Miguel, con una cerveza en la mano. No deja que le hagan fotos, pero más que hablar, larga: 'A veces la policía se pone pesada y nos echa de donde estamos, pero ya no les queda más remedio que aceptar que existimos, contra eso no pueden hacer nada'.

Miguel tiene razón. A la revolución no le ha quedado otra alternativa que asumir cosas que hasta hace no mucho rechazaba: las paladares nunca gustaron, pero ahí aguantan; los dólares antes eran un delito, pero finalmente partieron el país marginando del bienestar a los que más se sacrificaron; los homosexuales y los travestis, antes acosados y humillados, son los que más se divierten este verano en las noches de La Habana.

El año 1993 fue crucial. Para Eduardo y para la revolución. Ese año la crisis semiparalizó la isla y dejó en los huesos a los cubanos. Los espectaculares culos de los ochenta desaparecieron del panorama y, al mismo tiempo, llegaron los apagones de ocho horas diarias, mientras los pilares de la ideología temblaban.

'Debido a la recesión, en 1993 el hospital me ofreció volver a mi casa, pero yo preferí quedarme', recuerda Eduardo. Estuvo en Los Cocos un año más, hasta que el trabajo de Samantha se hizo incompatible con la vida diaria en el sidatorio de La Habana.

Eduardo tiene ahora 39 años. Lleva 13 siendo seropositivo y no ha desarrollado enfermedad pese a que no sigue tratamiento alguno. En caso de que lo necesitara, tiene amigos en Miami que ya le han ofrecido suministrarle los medicamentos de última generación, pero, aunque no fuese así, el sistema de salud cubano le garantiza la terapia que está dentro de sus posibilidades de forma gratuita, igual que a la mayoría de las 2.000 personas que tienen sida en la isla, según datos oficiales.

'¿Es Samantha revolucionaria?', le pregunto a bocajarro a Eduardo en el salón de su casa esta tarde de calor y tormenta en la que Fidel Castro cumple años. Eduardo lleva barba de tres días. Suda. Pero no es por la pregunta. En los últimos años ha sido entrevistado por numerosos periodistas extranjeros, y hasta se ha hecho un documental sobre su vida.

'Samantha es cubana. Y es artista. Los artistas no entienden de política', responde con serenidad.

Samantha se ha ganado el respeto en su barrio. Todo el mundo la conoce y muchos la admiran. El 26 de julio de 2001, fecha en que se conmemoró el 48º aniversario del asalto al cuartel Moncada por Fidel Castro, Samantha actuó en Tropicana. Condujo el espectáculo del famoso cabaré la noche entera. Eduardo me lo cuenta y pienso en lo que me dijo ayer Miguel: 'En Cuba no hay casualidades'.

Salgo de La Víbora por una calle llena de baches. Las casas de la calle de Lageruda, donde vive Eduardo, están en un estado deplorable. A algunas le faltan las cornisas, otras se sostienen milagrosamente después de 40 años sin mantenimiento. Cae la tarde y en La Habana comienza a llover.


Billetes (de dólar, por supuesto) en el escote

La transformación en Samantha es una liturgia compleja que comienza los viernes a media tarde, cuando Eduardo Rodríguez se depila meticulosamente el pecho y la barba. 'A las siete me baño y después me maquillo. A las ocho y media ya he acabado y me visto, me pongo las medias, la peluca, las uñas...'. El espectáculo en la paladar de Lawton, donde trabaja Samantha, comienza después de las diez de la noche. Suele doblar a artistas cubanas como Maggy Carles en Mujer de carne y hueso, pero también le mete a No llores por mí, Argentina y Quiéreme siempre en la voz de Paloma San Basilio. La italiana Mina y Rosita Fornés suelen estar también en su repertorio. Desde hace años es una costumbre que el público meta billetes en el escote y el vestido de los transformistas. Samantha es una privilegiada, pues es tan popular que en una mala noche saca alrededor de 20 dólares, el equivalente a lo que gana un médico al mes. Eduardo también diseña trajes y ropa que vende en Cuba, así que al mes puede ganar 200 o 300 dólares, una fortuna en un país en el que el peso cubano se cambia a razón de 26 por dólar y el salario medio de un obrero no llega a los 300 pesos. Eduardo es vegetariano y compra en el mercado agropecuario, donde un kilo de tomates cuesta 30 pesos, un simple aguacate 10 y un kilo de carne de cerdo, 50. Por supuesto, estos precios están fuera del alcance de la mayoría de la población, que vive en pesos y ha de basar su alimentación en los productos que el Estado ofrece a precios subvencionados por la cartilla de racionamiento, fundamentalmente arroz, frijoles, azúcar, huevos y muy pequeñas cantidades de pollo o picadillo de carne. 'En la situación de hoy, Samantha no es una cubana cualquiera', admite Eduardo. Sin duda, es algo cierto: ella tiene un hombre que se ocupa de que no le falte de nada.

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