Samantha no es una cubana normal. En un país que vive al día, ella usa
pelucas Dolly Parton de 200 dólares, calza zapatos de aguja importados de
España y se perfuma con esencias de Givenchy cuando sale. No ahorra en
caprichos ni en maquillaje, y desde hace ocho años trabaja en una paladar
(restaurante) y cobra en moneda dura, así que puede decirse que es una chica
afortunada. Samantha no es especial sólo porque vive al margen de la libreta
de racionamiento en una isla donde todo, hasta la intolerancia, está
racionado: su verdadero nombre es Eduardo y es el transformista más famoso de
La Habana.
Es 13 de agosto, fecha del 66º cumpleaños de Fidel Castro, y Eduardo
Rodríguez me recibe en la sala de su casa, en el barrio de La Víbora. El
presidente cubano se ha pasado el día inaugurando obras sociales y graduando
médicos y enfermeras, pero esta tarde, mientras se encapota el cielo de La
Habana, el sueño de Eduardo es otro: que el próximo fin de semana su
Samantha vuelva a triunfar en el restaurante privado donde se presenta desde
que salió del sidatorio de Los Cocos, en 1994.
En su cuarto hay una foto dedicada: 'Para Samantha, con mucho cariño,
Celia Cruz'; la casa es un pastel de cumpleaños cargado de dorados, jarrones,
tallas y adornos de porcelana rosa, verde, amarilla, todo al son de una
canción de Raphael que sale de un moderno equipo de sonido.
'Samantha es una gran vedette. Una gran artista. Es mi homenaje a
todas las estrellas de Cuba con las que he trabajado', dice Eduardo. Me habla
de Marucha, de Maggy Carlés, de Mirta Medina, pero sobre todo de Rosita
Fornés, una de las divas de la escena cubana, a quien durante años le ha
diseñado vestidos y galas.
Samantha se hizo famosa en su país y en el extranjero el 28 de febrero de
1995, día en que se celebró en el teatro América de La Habana un festival
de transformistas en homenaje a Guillermo Ginesta, Gunilla, un enfermo
de sida impulsor del travestismo en la isla que había muerto un año antes.
Eduardo presentó el espectáculo vestido de esmoquin y con barba marcada, y
antes de terminar la noche se convirtió en una mujerona impresionante.
'Es mi obra maestra, es una mujer que perfectamente podría trabajar
en el Lido de París', dice Eduardo
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'Fue un éxito total. Pero no sólo Samantha triunfó aquella noche',
explica Miguel, uno de los jóvenes que estuvo en el América ese día.
'Después de años de incomprensión y marginación, el festival supuso un
gran paso de avance para nosotros los homosexuales'.
En aquellos momentos la crisis económica y el Periodo Especial estaban en
su apogeo. Miguel, que no conoce a Eduardo pero es admirador de Samantha desde
hace años, recuerda muy bien las fatigas que pasaba entonces un travesti.
'Conseguir cualquier cosa era un problema; había que dejarse la piel para
encontrar bases, pintalabios, sombras, pestañas o pelucas'. A veces la
témpera sustituía al colorete y los lápices escolares empapados en saliva a
los delineadores de cejas, pero eso eran otros tiempos.
'Antes había que inventar, pero hoy con dólares se puede encontrar casi
todo lo necesario para maquillarse', admite Eduardo.
Los dólares se legalizaron en Cuba el 13 de agosto de 1993. Desde
entonces, los travestis cubanos, como el resto de sus compatriotas, se dividen
en dos: los que tienen acceso a esta moneda, como Samantha, y los que
sobreviven a duras penas en el mundo del peso nacional. El año 1993, sin
embargo, no sólo fue importante para Eduardo Rodríguez por lo económico:
ese año, la película cubana Fresa y Chocolate, con sus duras
críticas a la persecución a que fueron sometidos los homosexuales durante
décadas, provocó un terremoto en la isla. La realidad se impuso, y al igual
que los dólares se abrieron paso a codazos frente a la ortodoxia, el destape
se coló por la puerta trasera de la revolución.
Guillermo Ginesta y Eduardo se conocieron en el hospital de sida de La
Habana. Fue en 1990, el año en que a Eduardo le detectaron que era
seropositivo y lo fueron a buscar a su casa. 'En aquellos años era
obligatorio ingresar en el hospital, aunque no quisieras. Si te resistías, la
policía te iba a buscar y te metía allí a la fuerza', recuerda.
Para algunos, Los Cocos era un paraíso. Para otros, como Eduardo, al
principio, un infierno. El hospital, con capacidad para 300 pacientes, ocupaba
una extensión de 15 hectáreas y estaba dividido en tres zonas: el Marañón,
de casas bastante arregladas; Los Edificios, con apartamentos donde convivían
varias personas, y el Arco Iris, una especie de albergue con cuartos para dos
personas y baño colectivo donde vivían los enfermos más problemáticos y
los ingresados recientemente.
'A mí me dio un ataque. Yo no podía entender que teniendo una casa con
mis comodidades me encerraran allí como si fuera un delincuente. Había que
comer con bandeja en un comedor colectivo, estabas en un cuarto con una
persona que no conocías y no podías salir si no era con un acompañante,
así que te sentías preso, como si fueras un asesino, no un enfermo'.
Para Eduardo la situación era intolerable, pero para otra gente
acostumbrada a vivir en condiciones precarias, no. El tratamiento era esmerado
y gratuito. En los cuartos había aire acondicionado y televisor, la comida
era buena y las condiciones del centro eran más que aceptables.
Eduardo llegó a conocer a algunos jóvenes que se inyectaron
conscientemente sangre contaminada para poder entrar a Los Cocos y vivir
mejor. Fue un caso muy sonado en La Habana, seguramente el más dramático del
Periodo Especial que sobrevino en la isla tras la debacle del campo
socialista.
'La mayoría eran frikis y marihuaneros, y se murieron al poco
tiempo', afirma Eduardo. En la clínica había también ex combatientes de la
guerra de Angola, médicos que habían cumplido misión internacionalista,
rockeros, pero sobre todo homosexuales, como Guillermo y él mismo.
'Yo fui gay desde pequeñito. A mí siempre me gustaron los hombres',
confiesa con orgullo. Sus padres eran médicos y querían que él fuese
cirujano, pero no era lo suyo. Él se propuso ser un diseñador de éxito y lo
consiguió. Trabajó en el Fondo de Bienes Culturales, en la televisión, en
los mejores teatros de La Habana. Cuando aún no había cumplido 30 años se
convirtió en el diseñador de Rosita Fornés, su sueño, pero la desgracia le
cayó precisamente durante una gira con ella por la isla, en 1990.
'Los primeros 15 días en Los Cocos los pasé en la sala de psiquiatría.
Yo estaba muy mal', dice Eduardo. Poco a poco se fue adaptando a la vida del
hospital y empezó otra vez a diseñar trajes y escenarios para las fiestas
que se hacían en la clínica y que él mismo organizaba. En una de ellas, con
motivo del día del médico, nació Samantha.
'La primera vez actué con un traje y una peluca que me prestó Rosita
Fornés. Todo salió muy bien, y después, aconsejado por la gente, empecé a
perfeccionar el personaje'.
La misma tarde del debú, Guillermo Ginesta le bautizó como Samantha -'por
Samantha Fox, ya sabes'-, y lo que comenzó siendo un simple divertimento se
convirtió en la razón de ser de su existencia. 'Samantha es mi obra maestra,
es una mujer que perfectamente podría trabajar en el Lido de París, es
perfecta', dice Eduardo, y los ojos le hacen chiribitas. Mientras habla, miro
las fotos que hay sobre una mesilla. Samantha, rubia platino. Samantha vestida
de impecable traje largo. Samantha posando junto a Rosita Fornés. Salvo por
la diferencia de años, ¡son prácticamente iguales!
'Hace 10 años en Cuba era impensable tanto libertinaje, pero 'Fresa y
Chocolate' rompió tabúes', afirma Miguel
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Miguel y Eduardo, en cambio, son diferentes. Eduardo sólo se viste de
mujer para trabajar, nunca utiliza su personaje para enamorar a otros hombres.
Miguel sí. Cuando la noche cae sobre La Habana, uno lo puede ver paseando por
La Rampa en dirección al Malecón, un punto de reunión de gays, lesbianas,
travestidos y parejitas heterosexuales a las que les va la marcha.
'Hace diez años, en Cuba era impensable tanto libertinaje, pero Fresa y
Chocolate rompió tabúes y esquemas políticos. La película fue una
bendición, se les escapó de las manos', dice Miguel, con una cerveza en la
mano. No deja que le hagan fotos, pero más que hablar, larga: 'A veces la
policía se pone pesada y nos echa de donde estamos, pero ya no les queda más
remedio que aceptar que existimos, contra eso no pueden hacer nada'.
Miguel tiene razón. A la revolución no le ha quedado otra alternativa que
asumir cosas que hasta hace no mucho rechazaba: las paladares nunca
gustaron, pero ahí aguantan; los dólares antes eran un delito, pero
finalmente partieron el país marginando del bienestar a los que más se
sacrificaron; los homosexuales y los travestis, antes acosados y humillados,
son los que más se divierten este verano en las noches de La Habana.
El año 1993 fue crucial. Para Eduardo y para la revolución. Ese año la
crisis semiparalizó la isla y dejó en los huesos a los cubanos. Los
espectaculares culos de los ochenta desaparecieron del panorama y, al mismo
tiempo, llegaron los apagones de ocho horas diarias, mientras los pilares de
la ideología temblaban.
'Debido a la recesión, en 1993 el hospital me ofreció volver a mi casa,
pero yo preferí quedarme', recuerda Eduardo. Estuvo en Los Cocos un año
más, hasta que el trabajo de Samantha se hizo incompatible con la vida diaria
en el sidatorio de La Habana.
Eduardo tiene ahora 39 años. Lleva 13 siendo seropositivo y no ha
desarrollado enfermedad pese a que no sigue tratamiento alguno. En caso de que
lo necesitara, tiene amigos en Miami que ya le han ofrecido suministrarle los
medicamentos de última generación, pero, aunque no fuese así, el sistema de
salud cubano le garantiza la terapia que está dentro de sus posibilidades de
forma gratuita, igual que a la mayoría de las 2.000 personas que tienen sida
en la isla, según datos oficiales.
'¿Es Samantha revolucionaria?', le pregunto a bocajarro a Eduardo en el
salón de su casa esta tarde de calor y tormenta en la que Fidel Castro cumple
años. Eduardo lleva barba de tres días. Suda. Pero no es por la pregunta. En
los últimos años ha sido entrevistado por numerosos periodistas extranjeros,
y hasta se ha hecho un documental sobre su vida.
'Samantha es cubana. Y es artista. Los artistas no entienden de política',
responde con serenidad.
Samantha se ha ganado el respeto en su barrio. Todo el mundo la conoce y
muchos la admiran. El 26 de julio de 2001, fecha en que se conmemoró el 48º
aniversario del asalto al cuartel Moncada por Fidel Castro, Samantha actuó en
Tropicana. Condujo el espectáculo del famoso cabaré la noche entera. Eduardo
me lo cuenta y pienso en lo que me dijo ayer Miguel: 'En Cuba no hay
casualidades'.
Salgo de La Víbora por una calle llena de baches. Las casas de la calle de
Lageruda, donde vive Eduardo, están en un estado deplorable. A algunas le
faltan las cornisas, otras se sostienen milagrosamente después de 40 años
sin mantenimiento. Cae la tarde y en La Habana comienza a llover.