Cuba rota
JESÚS DÍAZ
El relato es tan revelador y fulgurante que ha pasado a formar parte
de muchas culturas populares. Dos mujeres reclamaban ante el juez la maternidad
de un niño con argumentos igualmente convincentes. Salomón,
que además de juez era sabio y sobre todo humano, enfrentado a un
problema en apariencia insoluble, decidió en primera instancia cortar
al niño en dos, entregar una mitad a cada mujer y satisfacer así
los reclamos de ambas. Aterrada, una de las mujeres rechazó de inmediato
la propuesta y aceptó que se entregara el niño a la otra,
pues prefería perderlo antes que verlo despedazado. Salomón
comprendió que ella, la que había sido capaz de renunciar,
era la verdadera madre, e hizo justicia.
La tragedia de Elián González, el niño cubano que
salvó la vida luego de que su madre, su padrastro y otros adultos
fallecieran ahogados en el intento de alcanzar las costas de Estados Unidos
en una frágil balsa, recuerda la del inocente del relato. El padre
lo reclama desde Cuba; la sombra de la madre, como en una tragedia de Shakespeare
o de Akutagawa, mora en Miami. Entretanto, el Gobierno totalitario que
impera en la isla ha aprovechado este terrible drama humano para crear
un clima de histeria nacional, estimulando el "espíritu antiimperialista"
con movilizaciones masivas, y amenazando a Washington por boca del propio
Fidel Castro con tomar represalias si el niño no es devuelto a la
isla. La derecha que lidera la comunidad cubana en Miami -la Fundación
Nacional Cubano-Americana y los congresistas de origen cubano- ha aceptado
el reto, amenazando a su vez con paralizar la ciudad si la justicia norteamericana
decide devolver a Elíán. Así planteada, la tragedia
no tiene solución.
Para mí es dolorosamente claro que, muerta la madre que quiso
para ella y su hijo una vida en Miami, la autoridad legal sobre Elián
pertenece al padre y el niño debe regresar a Cuba. Pero también
me parece evidente que Castro está utilizando la tragedia para reconducir
una situación que por primera vez en cuarenta años de dictadura
estaba empezando a volvérsele adversa. En efecto, la Cumbre Iberoamericana
celebrada en La Habana había sido un verdadero desastre para el
anciano patriarca del Caribe. Ante sus propias barbas ralas y encanecidas,
los jefes de Estado o de Gobierno de España, México, Portugal
y Uruguay reconocieron públicamente a la disidencia cubana, un hecho
sin precedentes en la historia contemporánea de la isla. "Que Cuba
se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba", había reclamado
el Papa en su visita, y a raíz de la Cumbre de La Habana Juan Carlos,
rey de España, hizo un llamado aún más profundo, trascendental
y democrático: "Que Cuba se abra a Cuba".
Parecía que el llamado real iba a hacerse verdad, que la disidencia,
o más propiamente la oposición política pacífica
al totalitarismo, estaba a punto de salir a la luz, de abandonar la condición
de cristianos primitivos a que una represión brutal la tiene sometida,
y que Cuba iba a empezar a abrirse por fin a sí misma gracias a
la tenacidad de los luchadores por la democracia. Y en eso una balsa trató
de alcanzar las costas de La Florida huyendo de la tiranía, como
tantos miles lo han intentado en los últimos años, varios
adultos murieron en el intento, como tantos miles han muerto en los últimos
años, y un niño, únicamente un niño, Elián
González, flotó a la deriva durante horas, fue encontrado
por unos pescadores y llegó sano, salvo y huérfano a Miami,
justamente en el Thanksgiving Day o Día de Acción de Gracias.
En aquella ciudad se dice, y me consta que muchos miembros ilustres de
la comunidad cubana allí lo creen firmemente, que ocurrió
un milagro, que Elián fue protegido de los tiburones por un círculo
cerrado de delfines, que el niño es un enviado de Dios.
"Desgraciado el país que necesita héroes", escribió
Bertolt Brecht. Desgraciado también el país que necesita
milagros. Y una cultura como la mía, construida sobre una lista
casi infinita de "héroes y mártires", es decir, de militares
y de víctimas, una cultura carente de tradiciones democráticas,
una cultura donde los sabios, los poetas, los políticos moderados
o los simples ciudadanos honestos del común jamás contaron
nada para quienes detentan el poder, siempre está necesitada de
milagros. Y a veces incluso da la impresión de que efectivamente
ocurren, como hace poco, cuando unos cuantos ancianos olvidados, frustrados,
sin reconocimiento ni trabajo fueron "descubiertos" por un extranjero -para
algunos otro enviado de Dios- en su condición de músicos
extraordinarios, grabaron un disco esencial que dio la vuelta al mundo,
alcanzaron a protagonizar un concierto mágico en el Carnegie Hall
de Nueva York y también un tierno filme documental -Buenavista
Social Club-, que salvó para siempre esa versión contemporánea
de los cuentos de hadas.
Pero lo cierto es que no ocurren milagros entre nosotros, tampoco entre
nosotros, que somos una nación frustrada en Cuba y en Miami y también
en la diáspora que ha diseminado por el mundo a un millón
de cubanos, de Estocolmo a Camberra y de Madrid a Ottawa. Y son precisamente
esa frustración, ese odio, ese resentimiento, ese miedo cerval al
mañana -que a veces cobran la forma atroz del autodesprecio y otras
la de una absurda autoexaltación nacional-, los que nos hacen ser
tan milagreros, tan gritones, tan reacios a la aceptación de la
ley, tan negados para la negociación y el pacto, y también,
tristemente, tan manipulables.
Enrique José Varona, uno de los sabios a quienes nunca hicimos
caso, favorecía la introducción del béisbol en la
isla "para que los cubanos nos acostumbráramos a perder". No nos
acostumbramos. Pero perdimos, vaya si perdimos. Y muchos cubanos del exilio,
justamente porque perdieron tanto, son incapaces de comprender que en el
trágico caso de Elián la ley favorece clara e inequívocamente
al padre. No me refiero a la ley de Fidel Castro, que, lo sabemos, ganó
a costa de Cuba y no acata más ley que la suya. No, quiero decir
algo tan obvio como esto: que en ausencia de la madre la patria potestad
del padre sobre su hijo es un derecho reconocido en la legislación
de todos los países civilizados y que también nosotros tenemos
que reconocerlo.
"Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea", escribió
José Martí, que para nuestra confusión de sentimientos
fue a la vez poeta, sabio, conspirador, político, héroe y
mártir. Del mismo modo, los dirigentes de la derecha del exilio
creen que "su Miami" es el mundo. Es desalentador comprobar cómo
ignoran olímpicamente otras sensibilidades, y no sólo la
europea o la latinoamericana, que nunca comprendieron ni apreciaron, sino
también otras en los propios Estados Unidos, en Miami, y lo que
es muchísimo peor, en la propia Cuba. Y así les va. Aislados,
porque no tienen la voluntad de tejer alianzas ni saben hacerlo; incomprendidos,
porque no saben ni quieren aprender a explicarse. Llevando a cabo una política
suicida que en el caso de Elián amenaza con llegar al paroxismo.
Quieren derrotar a Castro siquiera una vez, y en su ofuscación no
alcanzan a comprender que al ignorar la ley se están autoderrotando
y victimizando ellos mismos mientras facilitan el sarcasmo de que el dictador
aplaste a la oposición interna al tiempo que se da el lujo de aparecer
ante el mundo como campeón de la legalidad.
José Lezama Lima nos definió como "un país frustrado
en lo esencial político" y a cambio propuso que nos realizáramos
"en cotos de mayor realeza". Se refería a la poesía, coto
en el cual, efectivamente, Cuba es un país realizado. Pero eso no
obsta para que el consejo de Lezama fuese en realidad una trágica
confesión de impotencia. Un país frustrado en lo esencial
político tiene que realizarse en lo esencial político; y
es justamente esa esencia cultural, esa capacidad de convivencia civilizada
y por tanto pacífica la que está rota entre nosotros. La
tragedia de Elián es símbolo y cifra de la tragedia cubana
-exilio, balsas, ahogados, huérfanos, familias rotas, manipulación,
histeria, reclamos a Washington- y nadie sabe todavía hasta qué
extremos de locura podemos llegar con respecto a ella.
Fidel Castro desaparecerá de escena alguna vez, espero, y entonces
la historia nos dará una última oportunidad. Pero tenemos
que empezar a prepararnos desde ahora para aprovecharla, y a mi juicio
no lo estamos haciendo. Ni el Miami cubano ni la diáspora tendrán
posibilidad alguna de subsistir si no consiguen insertarse en la isla.
A su vez, la isla no podrá prescindir para su reconstrucción
del capital y de la experiencia del exilio. En una estremecedora elegía,
Nicolás Guillén llamó a Cuba "sueño descuartizado".
"Verso, o nos salvamos juntos...", escribió Martí; como él
y su poesía los cubanos sólo podremos salvarnos juntos, restañando
el sueño descuartizado de que habló Guillén. ¿Tendremos
la sabiduría y la humanidad de Salomón? ¿Podremos
superar el pesadísimo fardo del castrismo, la castradora herencia
de nuestra brutal cultura política? ¿Tendremos la capacidad
de los españoles, que pese a todo supieron entenderse y enterrar
a Franco? ¿La de los croatas, que parecen dispuestos a enterrar
a Tudjman? ¿La de los chilenos, que están enterrando en vida
a Pinochet? ¿Habrá entre nosotros un Mandela capaz de sobreponerse
a la herencia feroz del apartheid, o un Milosevic decidido a hacer
eterno el odio? ¿Tendremos la cultura civil de los checos, los polacos,
los húngaros, o nos hundiremos en la parálisis y la miseria
de los rusos, los rumanos, los búlgaros, los albaneses? ¿Cuba
será capaz por fin de abrirse a Cuba, es decir, a una democracia
que incluya a los cubanos de la isla, de Miami y de la diáspora?
Jesús Díaz es escritor cubano
exiliado en Madrid, donde dirige la revista Encuentro de la Cultura
Cubana. |