Los Reyes en Cuba
ABILIO ESTÉVEZ
Supongo que, de entre las muchas y posibles clasificaciones reductoras
cuando de seres humanos se habla, se pueda entresacar una que tienta especialmente:
aquella que divide a los hombres entre los que "hacen" la Historia y los
que la padecemos. Sí, posee un tono simplista, ya lo sé,
pero esta división puede aparecer clara principalmente para los
que hemos alcanzado la dudosa fortuna de experimentar sobre nuestra propia
vida, sobre esperanzas y sueños, la excesiva gravitación
de esa señora rigurosa, inflexible y bastante fanática, la
Historia. Tan austera que no da minuto de tregua; se alimenta de la indefensión,
la incertidumbre, la perplejidad. Resulta lo más parecido que vamos
teniendo en este mundo terrible a la ananké, la fatalidad
que decían los antiguos. La Historia (en este siglo con mayor razón)
aparece siempre con aspecto de ley trágica.
En esto de la tragedia de la historia, los cubanos andamos aventajados
y también fatigados. Cualquier movimiento, luminoso u oscuro, que
tenga lugar en la Isla nos implica. Cualquiera que sea la condición
en que vivamos, en Cuba o en cualquier otro país al que queramos
integrarnos, los cubanos hemos experimentado siempre sobre nosotros la
inflexibilidad de los hechos históricos. Los sucesos de la Isla
a todos nos han convocado y demandado. Desde el más benigno exiliado
hasta el no menos benigno señor que se sienta en el Malecón
a tomar un poco de resuello y de esperanza pareciera a un mismo tiempo
mártir y verdugo del proceso de la historia. Se diría, por
ejemplo, que alguna explicación estamos siempre en la obligación
de ofrecer al resto del mundo.
No obstante, los que vivimos en medio de la vorágine de las grandes
transformaciones históricas sabemos que las cosas no son así,
que la realidad tiene otros matices y que el tiempo, por suerte, siempre
está en la obligación de transcurrir. Sucede que a fuerza
de desconocer las claves de una realidad que se extraña, que se
escapa, de una realidad cuyo principal atributo es, precisamente, su carácter
nebuloso, su oscuridad (y estoy hablando, el lector lo comprenderá,
de los simples mortales), sobreviene una intensa extenuación que
nos obliga a cerrar los ojos a esa realidad, a la que poco a poco sentimos
que hemos ido dejando de pertenecer.
Ahora, por ejemplo, vienen a preguntarnos, con la mejor fe del mundo,
qué significará para Cuba la visita de los Reyes. Ya en otra
ocasión no muy lejana nos preguntaron qué significaría
para Cuba la visita del Papa. Recuerdo que entonces evoqué, a título
personal, nuestra capacidad de espera; pretendí explicar cómo
esperar parecía haber llegado a ser una de las principales características
de la extraña tradición cubana. Creo haber dicho cómo
intentábamos juzgar como redentor cada mensaje del horizonte; cómo
suponíamos que las soluciones podían llegar de otros sitios,
de otros métodos, de diferentes concepciones del mundo, de inquietudes
diversas. Imagino haber explicado en aquella circunstancia todas las oportunidades
en que la espera quedó fracasada, resuelta en sí misma, lo
que sería, al fin y al cabo, la espera perfecta, puesto que llega
a convertirse en espera que nada espera.
Muy pronto, hacia mediados de noviembre, vienen los Reyes a La Habana
y muchos quieren saber qué pensamos del evento. La verdad, ignoramos
lo que suceso tan relevante habría significado en otros tiempos,
cuando Alfonso XII o la regenta doña María Cristina; qué
habría significado cuando Cuba pretendía la misma importancia
social y económica que cualquier otra provincia española,
o cuando ansiaba su independencia; en aquellas otras y retiradas épocas
de tantos monarcas que, en siglos de coloniaje, nunca llegaron a visitar
la "siempre fidelísima". Especulaciones de este orden podrían
convertirse en excelentes estímulos para historiadores. Nunca para
el hombre de cada día, aquel que recorre el laberinto (dificultoso)
de la vida cotidiana.
Hace pocos días he leído en EL PAÍS un excelente
artículo del corresponsal de este diario en La Habana, Mauricio
Vicent, cuyo elocuente título ha sido Desencuentro en La Habana.
En él quiere Vicent desvelarnos muchos de los tejemanejes diplomáticos
y políticos que se mueven en torno a la Cumbre de La Habana y a
la visita de los Reyes. Parece una encantadora historia palaciega, y supongo
que de hecho se trate de una encantadora historia palaciega. Sólo
que, como en las narraciones cortesanas, los plebeyos lectores quedamos
excluidos. No somos más que eso: lectores, espectadores, advenedizos,
a ratos pasivos, desinteresados, leyendo con displicencia un relato que
en muy poco nos concierne.
En todo caso, para comprobar el grado de importancia que puede tener
el suceso, he preguntado a mi madre qué piensa de la visita de don
Juan Carlos y doña Sofía. Me ha mirado mi madre como si no
entendiera, y cuando la cara se le ha iluminado en gesto de felicidad ha
sido porque ha vuelto la corriente eléctrica, que hacía más
de una hora que estaba cortada. Algo similar ha ocurrido con el albañil
negro y sabio de la esquina, famoso por sus artes para componer casas en
tránsito de derrumbe, cuando me ha explicado con los ojos pícaros
y una sonrisa (desconozco si verdadera o mentirosa) que ignoraba que España
fuera una monarquía. A la vecina que viene del Agromercado y suda
y jadea después de tanto caminar bajo el sol y el calor (que acá
siempre se vanaglorian de resultar inhumanos) me ha dado vergüenza
lanzarle la pregunta, que sin duda interpretaría como broma frívola
y de pésimo gusto.
Yo mismo, que ando sin techo, con la casa dividida entre tantas casas
generosas de familiares y amigos, con la biblioteca en la vivienda de alguien,
que no coincide con quien me guarda la ropa, ni coincide con quien se ha
ofrecido para almacenar un poco de mis papeles y de mis cartas, ni con
el otro que tiene los muebles; yo mismo, repito, que no tengo un rincón
justo donde sentarme a leer, a dormir o a recordar con esa dulce e inocente
conciencia de una pequeña y elemental posesión, creo que
el arribo de monarcas más o menos cercanos, más o menos exóticos,
en nada cambiará mi vida, mis carencias. Tampoco, lo que es más
grave, la vida o las carencias de mis contemporáneos.
Porque no se trata únicamente del cansancio provocado por el
estar siempre en el proscenio de un escenario intenso hasta el hartazgo.
Se trata asimismo del otro cansancio de pelear hasta el hartazgo, detrás
del escenario, por las cosas más simples de la vida.
No puedo hablar más que por mí mismo y aun eso, lo sé,
se transforma en acto arriesgado y difícil. Creo, sin embargo, que
para el cubano de la calle, el que debe luchar el día a día
de la vida vana, en medio de condiciones complicadas y fatigosas; el cubano
que entre el inconveniente de tomar un ómnibus que casi no existe
y del corte de luz eléctrica, o de la medicina que no aparece, o
del teléfono que no funciona, o del salario que no alcanza; el cubano
que debe comprar con dólares que no posee, y que no goza cuando
come (que es como Dios manda que se debe gozar y comer), ni disfruta de
la posibilidad de planear los próximos meses en Varadero o cualquier
otra playa; para el cubano, digo, a quien la vida se le ha convertido en
dura batalla renovada, siente que da lo mismo si vienen a Cuba los reyes
de España o de cualquier otro lugar. A ese cubano no le importa
quién se pasee por los antiguos palacios. Y por lo demás,
no se le ande molestando con exigencias ni demandas de opinión.
Él debe reservar los mejores argumentos para continuar lidiando
por la subsistencia. Bastante tiene con sobrevivir. Y que noblemente perdonen
don Juan Carlos y doña Sofía. Este soberano desinterés
nada tiene que ver con Sus Majestades. Tampoco, por supuesto, con nosotros,
los simples mortales. Sospecho que una de las ventajas que poseemos quienes
sufrimos la Historia es la de poder cerrar un feliz día los ojos
y dejarnos ganar por la indiferencia.
Abilio Estévez es escritor cubano. |