En Cuba no ha muerto el siglo XX
El régimen de Fidel Castro ha echado el freno a las reformas
mientras el pueblo se afana en una durísima lucha por la vida
M. Á. BASTENIER / ENVIADO ESPECIAL ,
La Habana
Hacia comienzos de la década, cuando moría en todo el mundo una arqueología
llamada Unión Soviética, la dirigencia comunista de La Habana cogió miedo.
Durante un tiempo reinó la zozobra en esta isla caribeña y un selecto pelotón
de castristas creyó la hora llegada de adecentar el mito. Periodo Especial en
Tiempo de Paz era el nombre que dieron a una posible pista de despegue, en la
que algunos sintieron que todo era posible, e incluso que estuviera comenzando
el poscastrismo. En 1992 remendaron la vieja Constitución de 1976 para que,
donde decía Marx dijera Martí; pusieron Caribe -y un suspiro de ron- donde había
lucha de clases; mucha nación cubana en lugar de una vanguardia, naturalmente
del proletariado, y lo sazonaron todo con el dólar del enemigo americano,
obteniendo un enclave de economía en libertad vigilada llamado turismo, pequeña
propiedad privada y un cierto desahogo de riqueza y desigualdad.
Hoy, ese pasmo de incertidumbre ya ha pasado; el PIB, que cayó un 38% entre
1989 y 1993, ha repuntado con modestia, y el régimen de Castro, convencido de
que sabe durar, ha echado el freno a las reformas, que no se discuten pero sí
se regatean, mientras el pueblo se instala en el limbo de una durísima lucha
por la vida, en la que parece menos ocupado en esperar que en pasar, como si el
cambio de los tiempos no fuera con La Habana. El siglo que murió un 9 de
noviembre hace 10 años entre unas piedras rotas de Berlín se ha detenido en
esta isla, negándose a desaparecer. Esto no tiene arreglo, suena el lamento,
pero tampoco hay quien le ponga punto final.
El bloqueo norteamericano es el gran argumento inconmovible para
excusar las imperfecciones de la Revolución, no sólo entre la ortodoxia
del régimen, sino en sus aledaños críticos. El ministro de Exteriores, Felipe
Pérez Roque, joven apparatchik que es como una prolongación ortopédica
de Castro, hierve de indignación cuando el periodista subraya que lo que sufre
Cuba es un embargo (la negativa de EE UU a comerciar con la isla) y no un cerco
militar que le impida relacionarse con el resto del mundo. "4/5 partes de
la humanidad saben que es un bloqueo, todos los periodistas aquí presentes
-silencio en la sala donde se celebra la conferencia de prensa- saben que es un
bloqueo, los españoles lo saben también, los ciudadanos norteamericanos que no
pueden viajar a Cuba, empresas como la Meliá española que se expone a
sanciones por trabajar en Cuba, le dirán lo que es esto. Un bloqueo refinado y
sutil que, contraviniendo todas las convenciones de derechos humanos, trata de
impedir que alimentos y medicinas lleguen a nuestro país".
En la Cuba de Fidel, como en la España de Franco, hay una contabilidad
preciosa hecha de países que reconocen a La Habana y se oponen a la agresión
de Washington, remachada estos días en que por octavo año consecutivo una
estruendosa mayoría ha condenado en la ONU el embargo, que sólo secunda ya el
soldado universal que es Israel. El reciente establecimiento de relaciones
plenas con Paraguay hace que sean 169 los Estados que permiten a Cuba albergar
la ilusión de que el aislamiento está vencido y que -como dice el ministro-
"EE UU ha de reconocer que ha perdido la guerra", sin perjuicio de que
ese aislamiento siga siendo el gran sostén explicativo de toda escasez.
Julio Carranza, que reivindica la democracia socialista, intelectual y
economista que servía al sistema, ve las cosas con mayor filigrana.
"Aceptar que, como estamos a 90 millas de Miami, en Cuba no puede haber
democracia sería estar derrotado de salida. Hemos de aspirar a toda la
democracia posible, compatible con el mantenimiento ante EE UU de la soberanía
nacional y de la justicia social, pero nunca menos de la necesaria, y siempre
que haya consenso para ello". Carranza pertenecía al CEA, think tank
muy criticado por el régimen, que trataba de investigar los límites académicos
de la sociología cubana, y hoy es funcionario de la Unesco en la isla.
Aurelio Alonso, profesor universitario, miembro del PC, entiende que el
sistema "puede dar más libertades, que las dará en el futuro y que hoy ya
son más mayores que hace 10 años". Pero ambos coinciden en que la soberanía
es lo primero y que, como la gran mayoría de los cubanos, Castro tiene el mérito
histórico de haber fundado con la revolución en 1959 la primera y única
independencia que ha conocido el país.
En la calle, sin embargo, el bloqueo es un eco lejano. Teresa, negra
directamente asturiana por la vía de su "abuelita", que vende libros
de viejo a un precio que ella voluntariosamente trata que sea de nuevo, paga 140
dólares al mes por instalar cuatro anaqueles llenos de próceres de la
independencia y postrimerías del Che, para sacarse en bruto 30 o 40 dólares
diarios, cuando hay suerte y no llueve. Su situación ha mejorado, sin embargo,
con la entrada del billete verde y es vagamente consciente de ser un
representante del capitalismo en la isla por el solo hecho de tener negocio
propio.
Los paladares, minirrestaurantes de 12 plazas, que son casas
particulares donde se sirven comidas, han de pagar de 700 a 800 dólares
mensuales en impuestos, que, dicen los dueños, han crecido en los últimos dos
años de atrincheramiento del sistema, y preparan ensaladas, algún pescado y
puerco -la res está reservada a los establecimientos del Estado- por 20 o 25 dólares
cabeza. Los taxistas, camareros, criadas, personal de siempre colectivizado del
servicio al turismo, ganan entre 120 y 200 pesos al mes -menos de 2.000 pesetas-
en una Habana nada barata; pero el director de la cinemateca y escritor
conocido, Reynaldo González, sale por 325 pesos. Los primeros se han de
arreglar con las propinas en dólares, y el segundo, escribiendo para el
extranjero. La mayoría de taxistas admite hacerse entre 5 y 10 dólares diarios
extra, con lo que sobreviven. En todos ellos reina la palabra crítica contra el
sistema, pero sin creencia visible en verdaderos proyectos de cambio. "Esto
seguirá igual. Harán falta 20 o 30 años más para que cambie". Otro:
"Ahora al menos podemos quedarnos las propinas, que antes tenía que
esconderme cada día 7 u 8 dólares en la media para alimentar a la
familia".
José Luis Rodríguez, ministro de Economía, educado conocedor del mundo
circundante, explica en curiosos términos de capitalismo clásico la reciente
presión sobre los paladares, que ha reducido su número de unos 600 en
toda isla a poco más de la mitad: "Es la ley de la oferta y la demanda. Si
gravamos a los paladares es para que no jueguen con ventaja con los
establecimientos del Estado, que tienen muchos más gastos. Éstos, al mejorar
el suministro -la producción nacional cubre el 51% de las necesidades de los
visitantes, según el viceministro de Turismo, Miguel Bruguera- pueden ahora
competir mejor".
Rodríguez tiene lo más parecido a una teoría histórica para sustentar
esta especie de NEP cubana, con su contaminación asumida del capitalismo
planetario. "No somos el socialismo real; siempre fuimos diferentes. Nos
equivocamos antes copiando a la Unión Soviética. El proceso de rectificación
-a fin de los años ochenta- coincidió con la perestroika, pero nosotros
pretendemos hallar una vía media entre los anhelos de la juventud de la
Revolución y el abandono soviético del socialismo. Podemos seguir siendo
socialistas a nuestra manera, con principios de igualdad y de diferenciación
económica. Somos una utopía realizable".
El ministro, que, con la resignación o la fatiga justa, advierte: "Ya sé
que no voy a convencerle", admite que la defensa de la soberanía
contribuye a que "no se nos pueda pedir una democracia perfectamente
transparente, pero podemos abrir espacios al que crea en nuestro camino".
Eso excluye, desde luego, el multipartidismo. "Ya ha visto lo que pasa en
la Europa del Este, donde, por muchos partidos que haya en Polonia, no hay más
democracia". ¿Qué le habrá hecho Polonia?
El consenso es general. Mientras esté Castro, aquí sólo se mueve una
disidencia entre iluminada y cautelosa. Pero, y ¿cuándo el comandante pruebe
de manera irrefutable que no es inmortal?
"Fidel es una mezcla de sí mismo y de su rol histórico, por lo que es
irrepetible, no se puede clonar, no puede haber un Fidel 2. Por ello, la
continuidad de la Revolución debería estar garantizada por el mayor peso de
las instituciones revolucionarias". Carranza cree que ése es un camino que
puede conducir a aquella democracia de lo posible, de la que hablaba. El
ministro Rodríguez asegura, como quien dice ¿pero usted. qué pregunta?,
que él no piensa nunca en el "después de Fidel". Pero Aurelio Alonso
no está de acuerdo: "El pueblo piensa constantemente en el pos-Castro y el
propio Fidel lo hace también, pero ha llegado a la conclusión de que la
institucionalización no la puede hacer él, que, después del segundo
bloqueo -el fin de la URSS- ya no le queda tiempo, y la han de hacer las próximas
generaciones".
Un conductor de autobús no lo ve exactamente igual. "Cuba no es como
Europa del Este. Un primo mío visitó esos países, y allí el cambio fue muy fácil
porque ya eran capitalistas, y esto es socialismo puro. Aquí todo seguirá
igual cuando falte Fidel". Para su primo, el mundo de las transacciones
privadas era tan fascinante que vivir del comercio, por minúsculo que fuera, le
parecía gran capitalismo.
Pero ese seguir todo igual es, precisamente, lo que preocupa a una
parte de la población, la que acuña jaculatorias de autopreservación sarcástica:
"Socialismo o muerte, valga la redundancia"; o "¿Socialismo o
muerte? Hombre, si nos ponemos así".
Pero es cierto que si en Europa del Este la dimisión soviética sacó a la
gente a la calle y los regímenes cayeron uno tras otro, ese dominó no tiene
nada de caribeño. Ello se debe a causas que no se reducen al control de
seguridad e infiltración en todos los movimientos de protesta, o de la
desafección más venial. La figura teomórfica, como se ha dicho, de Castro,
que ha inaugurado un régimen con características sultanistas, el que
busca más adeptos que subordinados, según la terminología de Juan Linz, está
sostenida aún por una legitimidad revolucionaria, y por un ejército de
interesados en mantener el sistema
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