La revolución castrista, como se sabe, es una magistral
creadora de mitos. El
mito del antimperialismo, el mito de la educación
y la salubridad, el mito del
internacionalismo, el mito de la sociedad sin clases.
Y el más escandaloso de
todos: el mito de la zafra de los 10 millones. Pero los
mitos no se comen y por
ello la sociedad cubana de hoy es la más hambrienta
del hemisferio. Los mitos
sobreviven, sin embargo. Peor aún: se multiplican.
Se expanden con la letra de
imprenta, vuelan por las ondas del aire y saturan las
radios y las pantallas de
televisión. De tal modo que hasta en los sitios
más remotos aparece siempre un
cándido, un idealista o un idiota que se deja
conquistar por ellos y los toma
por reflejo de la realidad.
Haga esta prueba. Viaje a Cuba: no encontrará
allí un solo revolucionario
castrista verdadero. Visite, por el contrario, cualquier
universidad americana
o latinoamericana: los encontrará por centenares.
Se les identifica fácilmente.
Llevan la camiseta del Che Guevara, farfullan una jerga
marxistoide de los años
treinta y la mayor parte de las veces van greñudos
y malolientes, como si el
sudor y la mugre fueran materiales indispensables para
ser un verdadero
revolucionario. Cuatro décadas de crímenes
y torpezas que han hecho retroceder
a Cuba al nivel de Haití no les dicen nada, ellos
siguen apostando por la
revolución castrista. Es la obra de los mitos.
Es el poder incontrastable de la
fotografía y de la palabra. Entre la imagen de
los jóvenes barbudos bajando de
la Sierra Maestra en 1959 con sus medallitas al cuello
y ésta de hoy, donde
predominan las tropas de asalto copiadas de las de Hitler,
hay un abismo. Pero
vaya y dígaselo a los marxistoides trasnochados
que quedan por el mundo, entre
los que recluta sus fieles el subcomandante Marcos. No
se lo creerán aunque se
lo jure por todos los santos. Es el poder del mito.
Hay en Cuba otro mito más, que es quizás
el más escandaloso de todos: el mito
de la igualdad de las razas. Raza es palabra que sólo
debe aplicarse a los
animales, decía Unamuno, y con razón. Pero
ahí está la palabreja, santificada
por el uso. De acuerdo con esa pobre mecánica
mental, Cuba es un país de razas:
la blanca, la negra y la mestiza. Martí lo negaba.
Martí escribió: cubano es
más que blanco y más que negro. Dígase
cubano y ya se ha dicho todo. Pero Martí
no está de moda en la Cuba de Castro, salvo cuando
lo falsifican para meterlo a
la fuerza en los esquemas comunistas. Pues bien, sobre
las razas Castro elaboró
también un mito: dijo que las había borrado,
que en Cuba habían terminado para
siempre las distinciones humanas basadas en el color
de la piel. Para dar
fuerza a su falsa prédica hizo esto: abrió
a los cubanos negros los clubs y las
playas privadas de los blancos (como si lo que los cubanos
negros necesitaran
fueran clubs o baños en el mar). Nada más
pudo abrir porque en Cuba ya todo
estaba abierto para los hijos de Maceo: la universidad,
los hospitales, los
deportes, las escuelas, las academias de arte, la política,
la música. Estaban
abiertas también las barriadas exclusivas de los
blancos (desde luego, si las
podían pagar). Pero él decía que
no. El abultaba en el papel o en su retórica
televisada interminable una discriminación que
iba desapareciendo por días y
que estaba ya reducida a rincones aislados de prejuicio
o de estupidez. Mas él
seguía con su cháchara demagógica.
En América Latina, donde abundan los que en Cuba
cierto escritor llamaba ``los
colores serios'' (indios, cholos, negros y mulatos),
ese mito fue recibido con
aplausos. También en Norteamérica, donde
los malos discípulos de Martin Luther
King juzgan los méritos de los hombres, como los
blancos racistas, por el color
del pellejo. Pero en Cuba no. En Cuba el cubano negro
pasa balance al ciclo de
llamados cambios revolucionarios ¿y qué
encuentra? Pues esto: que vive en los
mismos solares antihigiénicos de antes, realiza
los mismos trabajos ínfimos de
antes y baila en las mismas fiestas de San Lázaro
y Santa Bárbara con los
mismos negros de antes. ¿Y qué más
ve? Pues esto: que los nuevos ricos,
miembros del partido, del ejército y del gobierno
(todos blancos) se reúnen en
los hermosos salones de la antigua burguesía con
sus invitados extranjeros
(todos blancos) y se bañan en Varadero con los
turistas españoles, canadienses
e italianos (todos blancos). ¿Y a él? A
él no lo dejan ni servir los tragos en
el bar acaso porque tiene la piel de las manos muy oscura.
Sí, el cubano blanco ha sido explotado y esclavizado
por Castro. Pero el cubano
negro ha sido explotado y esclavizado (y además
deshonrado) al ser utilizado en
las guerras de Africa no como un hombre, sino como un
color. ¡Y lo peor de todo
es que el dictador se justifica diciendo que les dio
igualdad a los cubanos
negros cuando cometió la infamia de enterrar a
Blas Roca junto a Maceo en el
Cacahual!
AGUSTIN TAMARGO
Publicado el domingo, 12 de marzo de 2000 en El Nuevo
Herald
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