Retorno a la página de inicio

 POSTCASTRISMO: DOS DESENLACES

Indice de materias

 

I - ¡Aquí no se mueve nadie! 

Madrid -- ¿Puede prolongarse el castrismo tras la muerte de Fidel? No lo creo. Una vez instalado en la jefatura del estado, y tras el sudoroso trámite de enterrar a su hermano con todos los honores --un cadáver pesadísimo y resbaladizo--, Raúl deberá enfrentarse a una inevitable disyuntiva: o se planta, cava trincheras, y grita ``¡aquí no se mueve nadie!'', o abre la mano y permite una participación plural y creciente de la sociedad en los asuntos públicos, lo que, eventualmente, daría al traste con la dictadura. Naturalmente, también le queda la treta de simular que adopta la primera opción, aunque con el propósito oculto de afiliarse a la segunda, pero ese truco le duraría muy poco tiempo y acabaría por debilitar a sus propias filas en medio de una tempestad de equívocos y confusiones.

Hasta ahora Raúl se ha preparado para la primera estrategia. Controla totalmente las fuerzas armadas y el Ministerio del Interior. Y los controla por el viejo procedimiento mafioso: el principal rasgo que deben exhibir los jefes colocados en los puestos clave es la lealtad personal. No es tan importante que sean competentes o que tengan unas convicciones ideológicas firmes. Lo básico es que le respondan ciegamente. Ese es el caso, por ejemplo, de Abelardo Colomé Ibarra, Furry, el poderoso ministro del Interior, de quien se sabe, con absoluta certeza, que carece de ilusiones en el sistema, pero a quien, con la misma claridad, se le supone total obediencia a su jefe. Ese es también el caso del general Julio Casas Regueiro, el hombre de Raúl para la intendencia, el principal administrador del enorme conglomerado empresarial del ejército --hoteles, haciendas, fábricas, entidades financieras--, en quien concurren las mismas características de Furry: un pragmatismo desentendido del reñidero teórico y una absoluta sumisión emocional a su patrón.

Lo que a Raúl le gustaría, pues, es que el aparato militar-policiaco control ara las actividades económicas y mantuviera a la sociedad en orden y callada, mediante el antiguo procedimiento de ``palo y tentetieso''. Pero como todo poder debe sustentarse en un discurso racional, la coartada patriótica que esgrimiría sería la siguiente: ``Estados Unidos y la oposición resentida de Miami preparan una sangrienta represalia que convertiría al país en una colonia yanqui y a sus habitantes en esclavos de los exiliados. Frente a esos riesgos extremos, no es posible permitir libertades políticas burguesas que pongan en peligro las conquistas de la revolución --soberanía, educación, salud, deportes--, ni libertades económicas que crearían diferentes niveles de ingreso contrarios a la justiciera vocación igualitaria de la revolución''.

Nada de esto, por supuesto, se compadece con los hechos. Los Estados Unidos del siglo XXI no tienen el menor interés en anexionarse ninguna isla caribeña, y, mientras el gobierno cubano lleva muchos años suplicando que el capitalismo yanqui se aproxime a la isla y la penetre, es Washington, con su displicente embargo económico, quien deliberadamente ha renunciado a ese papel en beneficio de españoles, canadienses o italianos. Por otra parte, anualmente decenas de miles de exiliados envían dinero a Cuba y viajan a la isla como turistas, y, lejos de convertirse en un elemento conflictivo, los desterrados constituyen la primera fuente de ingresos del país: ni se ha percibido el menor síntoma revanchista ni se oye voz alguna que pida venganza. Por el contrario, a uno y otro lado del estrecho de la Florida los cubanos juran que son un solo pueblo que anhela el momento de poder volver a fundirse en un abrazo. Por último, las desigualdades que el gobierno cubano dice querer evitar ya se han producido, y de una manera cruelmente escandalosa. Hay dos tipos de cubanos: los que reciben dólares y los que no los reciben. Toda la nomenklatura los obtiene por diversos conductos y vive relativamente bien. El grueso de la población, sin embargo, subsiste en una miseria sin esperanza, sólo aliviada por la obsesión permanente de largarse del país.

¿Le será suficiente a Raúl, para mantenerse en el poder, el apoyo de los militares?

Lo dudo. Los militares cubanos ya no son los fieros oficiales que en los sesenta, convencidos de luchar por la supervivencia de la revolución, se enfrentaron a la prolongada rebelión campesina del Escambray; ni son los profesionales ávidos de gloria que pelearon exitosamente en Angola y Etiopía en defensa del comunismo triunfante a escala planetaria. Hoy son burócratas derrotados por la realidad, que sólo aspiran a trabajar en un hotel, a controlar la cocina de un buen restaurant, o a vincularse a un inversionista extranjero que les abra en el exterior una ``cuentecita'' bancaria para cuando puedan emigrar subrepticiamente junto a su familia sin padecer los avatares del exilio. Es, pues, un ejército sin ``espíritu de cuerpo'', sin tareas heroicas que cumplir, profundamente desmoralizado. Y resulta muy difícil que esa tropa alicaída sea suficiente para sostener un régimen tan profundamente impopular como el comunismo. Pero es probable, en cambio, si Raúl lo intenta, que conduzca el país a un enfrentamiento que puede derivar hacia un escenario de fuga masiva de balseros, o de violencia semejante a la de los Balcanes, y con un desenlace parecido: intervención extranjera para detener el éxodo o el matadero, y luego responsabilidades penales para los jerifaltes. ¿Es eso lo que quiere el heredero de Fidel? ¿Acabar sus días como Milosevic?

Carlos Alberto Montaner

(sigue)