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25 de julio 
de 2003 

  

  

 
 
 
 
 

 

OPINION
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TRIBUNA: RAFAEL ROJAS


Medio siglo de la Revolución cubana 

 

Rafael Rojas es escritor y ensayista cubano, codirector de la revista Encuentro.

 

Hace 50 años Cuba estaba regida por una dictadura de derecha. La economía del país prosperaba, la cultura florecía, pero aquel esplendor no ocultaba sus costos sociales: desigualdad, injusticia, corrupción, autoritarismo, dependencia. Unos 120 jóvenes civiles, afiliados en su mayoría a un partido socialdemócrata y populista, decidieron abandonar la vía electoral y levantarse en armas contra la dictadura. La primera demanda de aquel grupo era, sin embargo, sumamente moderada: restaurar la Constitución liberal y democrática de 1940, pisoteada por Fulgencio Batista en 1952.

Los revolucionarios fracasaron en el intento de tomar dos cuarteles del Ejército al oriente de la isla y fueron encarcelados y juzgados de acuerdo con las leyes civiles del Estado de derecho republicano. El líder, un joven abogado llamado Fidel Castro, recibió una condena de 15 años de cárcel -por una acción violenta que cobró vidas de ambas partes- en un juicio donde tuvo la oportunidad de autodefenderse y donde uno de los magistrados, Manuel Urrutia Lleó, emitió un voto particular, contrario al veredicto. De aquellos 15 años, Castro sólo cumplió 20 meses, gracias a la amnistía que concedió Batista luego de ganar, como candidato único, las elecciones presidenciales de 1954. ¡Dramática regresión de la justicia!: hoy en Cuba se condena a 28 años de cárcel a opositores pacíficos por delitos de asociación y conciencia.

Castro y sus hombres emigraron a México, donde prepararon una expedición armada con recursos de la burguesía cubana. Luego de tres años de guerrilla en la Sierra Maestra, y gracias al apoyo de una eficaz red clandestina en las principales ciudades de la isla, los revolucionarios entraron victoriosos en La Habana. Las razones del éxito, sin embargo, no habría que buscarlas en la historia militar, sino en la historia política. Batista era, a los ojos de la ciudadanía, un dictador corrupto e ilegítimo, respaldado por el Gobierno de Estados Unidos. Los tres reclamos de aquella Revolución -democracia representativa, justicia social y soberanía nacional- codificaban la voluntad mayoritaria de la población cubana.

Una vez en el poder, Fidel Castro y sus colaboradores más cercanos asumieron la ideología marxista-leninista y radicalizaron el programa originario de la Revolución. El desplazamiento de la socialdemocracia al comunismo fracturó la amplia y plural coalición revolucionaria y confirmó que la nueva élite del poder estaba resuelta a desentenderse de la democracia, en nombre de la soberanía y la justicia. Castro sacrificó aliados en todas las corrientes políticas (líderes estudiantiles y sindicales, comunistas, "auténticos", "ortodoxos", católicos) y varios miles de revolucionarios inconformes emigraron a Miami, dispuestos a derrocarlo con apoyo norteamericano. Para desencanto de ellos, Bahía de Cochinos demostró que aquella pasión anticastrista del exilio no sería compartida por Washington a cualquier precio.

En 1962, el pacto Kennedy-Jruschov, que puso fin a la crisis de los misiles, aseguró al Gobierno de Fidel Castro la protección geopolítica que necesitaba para consolidarse dentro y fuera de la isla. La alianza con Moscú, sin embargo, no derivó en una adopción inmediata del modelo soviético. Durante su primera década, la Revolución cubana, aclamada por la izquierda occidental, experimentó con casi todas las opciones marxistas de organización económica, política y social: desde variantes extremas, guevaristas o maoístas, hasta fórmulas semiliberales de inspiración socialdemócrata. En 1971, tras el fracaso de la "zafra de los diez millones" -símbolo, a su vez, del fracaso de tanta improvisación voluntarista-, el Gobierno revolucionario decidió asimilar plenamente el sistema soviético.

Hasta 1992, el régimen político de la isla combinó con eficacia la racionalidad burocrática del socialismo real, que desde una condición dependiente hizo crecer la capacidad de gasto público de la economía cubana, y el principio carismático de dominación, propio de las dictaduras populistas latinoamericanas, personificado en la figura de Fidel Castro. En aquel año de 1992, el Gobierno cubano supo adaptar su legitimación simbólica a la nueva coyuntura de la posguerra fría, desplazando el énfasis discursivo de la ideología marxista-leninista a la retórica del nacionalismo revolucionario. De hecho, durante la última década, ese régimen parece haber abandonado cualquier otra prioridad doméstica o internacional que no sea la de subsistir, aferrado a la persona de Fidel Castro, en tanto símbolo de una soberanía nacional que sólo puede preservarse a través de la tensión con Estados Unidos.

A simple vista, el modo actual de hacer política en Cuba (concentraciones masivas, "marchas del pueblo combatiente", mesas redondas, tribunas abiertas) es parecido al de los años sesenta. Sin embargo, esa apelación constante a mecanismos movilizativos, además de profundizar el estancamiento de instituciones políticas como el Partido Comunista o la Asamblea Nacional, echa mano de burdos resortes de compulsión y acarreo. La obsesión de exhibir consenso, de celebrar rituales demostrativos y espectáculos de cohesión política, como respuesta a cualquier amenaza externa o interna, a cualquier crítica o disidencia, por muy moderadas que sean, delata la inseguridad simbólica del régimen cubano.

Cincuenta años después del asalto al cuartel Moncada, el Gobierno de Fidel Castro parece incapaz de satisfacer dos de las tres demandas primordiales -justicia social y soberanía nacional-, que, desde un imaginario socialdemócrata, dieron origen a la Revolución cubana. Es cierto que ese Gobierno aún destina grandes recursos a la distribución social del ingreso, pero lo hace con un producto interno bruto decreciente y unos servicios públicos deteriorados por la ineficiencia de la economía estatalizada y la inequidad de un mercado raquítico, que excluye a la mayoría de la población. Al parecer, la única manera de alcanzar un Estado nacional soberano y justo, que se relacione normalmente con Estados Unidos, América Latina y Europa y que sea capaz de mantener altos niveles de inversión social, es retomando la demanda ignorada del programa revolucionario: democracia.

Si el Gobierno cubano, en un arranque de lucidez, se decidiera a propiciar una transición pacífica y gradual a la democracia en Cuba, con todos los actores posibles del cambio (la clase política reformista, la disidencia, el exilio, la ciudadanía de la isla y la diáspora), no sólo le haría un gran servicio a la nación cubana y al mundo occidental, sino que honraría a la Revolución que le dio origen y contribuiría a la justa asimilación del legado revolucionario desde una cultura democrática. La recomposición de la memoria histórica, que deberá producirse durante el cambio de régimen, sería menos traumática con un gesto así.

 

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