Cabrera Infante conoció repentinamente la fama con "Tres
tristes tigres". También padeció muy pronto el aislamiento
cuando rompió con el gobierno cubano. Un recorrido por su vida y
su singular obra.
Las ciudades del exilio son como fantasmas: etéreas e invisibles,
ausentes y a la vez presentes, sólo pueden evocarse en la escritura
o en las pesadillas. El exiliado recorre todas las ciudades, pero mira
siempre desde aquella que alguna vez fue suya. ¿Hace falta decir
que la ciudad invisible que asedia a Cabrera Infante es La Habana, desde
aquel día de 1965 en que la dejó? Desde entonces, el escritor
cubano ha buscado "en otras ciudades, el esplendor que fue La Habana".
Narrador, guionista, crítico de cine y ensayista, Cabrera Infante
llegó a la capital cubana en 1941, cuando tenía doce años.
Según cuenta la leyenda que el propio escritor hizo de su vida,
ya en ese momento era un amante del cine, habiendo visto su primera película
con solo un mes de edad. La literatura, en cambio, vino un poco después,
con un libro que modificó su destino y que lo inició en el
arte de la escritura, del amor y del humor: el Satiricón de Petronio.
Sucede que Cabrera Infante, como Manuel Puig, pertenece a esa generación
de escritores en los que la sala oscura del cine desplaza (aunque no anula)
a los estantes de las bibliotecas. De hecho, durante la década del
cincuenta Cabrera Infante fue conocido por sus cuentos pero mucho más
por las reseñas cinematográficas escritas con el seudónimo
de G. Caín (que, con la unión de las dos primeras sílabas
de sus apellidos, rinde homenaje al autor de El cartero llama dos veces)
y por la célebre Cinemateca de Cuba que fundó en 1951 con
sus amigos, entre los que se encontraba Néstor Almendros, el futuro
fotógrafo de Truffaut y Rohmer.
A fines de la década del 50, Cabrera Infante participó
clandestinamente en la resistencia contra el dictador Fulgencio Batista,
escribió el libro de cuentos más extraordinario sobre ese
período (Así en la paz como en la guerra) y se integró
al flamante gobierno revolucionario. Comenzó a dirigir el suplemento
Lunes del diario Revolución (creado por su amigo y hoy también
exiliado Carlos Franqui), que finalmente cerró sus puertas debido
a los conflictos con el gobierno y a sus enfrentamientos con el Partido
Comunista cubano, que acumulaba cada vez más poder. Luego de varios
altercados, especialmente por la prohibición de un cortometraje
sobre la noche habanera realizado por su hermano Sabá, Cabrera Infante
fue enviado en 1962 como agregado cultural a Bruselas, de donde regresó
en 1965 para asistir al entierro de su madre. Esa vez encontró a
la ciudad más triste que nunca y descubrió que ya nada lo
unía al gobierno de Castro. Abandonó entonces su país
iniciando así una vida de exiliado que lleva más de treinta
años. El caso de Cabrera Infante resultó significativo porque
se trataba del primer escritor prestigioso que rompía con la Revolución
después de haberla apoyado. Sin embargo, la noticia no provocó
polémica sino silencio, hasta que en 1968 el cubano hizo declaraciones
para el semanario Primera Plana, causando la indignación de varios
intelectuales, entre ellos los argentinos David Viñas y Rodolfo
Walsh. Pero la razón de su exilio tenía una historia que
no todos querían ver: la injerencia del aparato partidario comunista
en las políticas culturales, dejaba en una posición muy débil
al grupo que se aglutinaba alrededor del suplemento Lunes. Además,
en su célebre discurso conocido como "Palabras a los
intelectuales",
de 1961, Fidel Castro en persona avalaba la decisión de prohibir
el filme de Sabá Infante. La respuesta de Cabrera Infante no se
hizo esperar: su primera novela, Tres tristes tigres, que comienza a escribir
en 1960 en Cuba y termina en 1967, muestra que no son indispensables el
compromiso o la declamación para hacer una literatura crítica
y que, en ciertas condiciones, el goce estético también sabe
cuestionar los poderes establecidos. Cabrera Infante es uno de los pocos
escritores latinoamericanos que, siendo un esteta consumado, descubrió
e investigó las posibilidades críticas (políticas
o sociales) de esta posición. Al tiempo de la historia, al que concibe
como sucesivo y signado por la exclusión y la violencia, el escritor
opone el tiempo del arte, en el que cada goce fugaz deja su huella inextinguible.
Su tema no es tanto la memoria, sino el modo en que la memoria se despliega
en la literatura y en el cine (y es desde esta perspectiva que hay que
entender su obsesión por los juegos de palabras).
La vida en el exilio no fue fácil: a fines de los sesenta, ser
un disidente cubano no tenía ningún glamour, y aunque el
boom narrativo había ayudado a la difusión de su obra, Cabrera
nunca se sintió cómodo en ese grupo de escritores estrellas:
"Inclúyanme afuera", respondió cuando le preguntaron cuál
era su posición dentro del boom. Como casi todos los escritores
latinoamericanos importantes de ese momento, Cabrera se fue primero a España
pero más tarde eligió Londres, donde vive todavía
con su esposa Miriam Gómez. Desde allí, escribió un
libro de relatos sobre la violencia en la historia de Cuba (Vista del amanecer
en el trópico de 1974) y un conjunto de ensayos sobre Lewis Carroll,
el swinging London y Corín Tellado que reunió en O (1975).
Después, publicó la miscelánea Exorcismos de esti(l)o
(1976) y la novela La Habana para un infante difunto (1979).
Tres tristes tigres fue su libro más célebre porque renovaba
la narrativa latinoamericana y participaba, con maestría inigualable,
de todos los mitos literarios de la época: experimentación
con el lenguaje y con las formas narrativas, ruptura con los géneros,
ataque a la representación realista y parodia de las instituciones
literarias. Pero si esta novela pertenece al tiempo que la vio nacer, su
otra gran novela, La Habana para un infante difunto, es, en cambio, una
obra maestra de la intimidad y de la memoria. En una ciudad de papel, asistimos
a la educación del héroe, que conoce de golpe el cine, el
sexo, la literatura, el amor, la música, la amistad y la traición.
En los ochenta, Cabrera escribió sus primeros textos en inglés:
Infantes Inferno (traducción o reescritura de La Habana para un
infante difunto) y, en 1985, Holy Smoke. Como Nabokov, con quien fue comparado
por la crítica inglesa, Cabrera supo ser profeta en su segunda patria
y en su segunda lengua, y conquistó el éxito con la ingeniosa
historia de los cigarros. Virtuoso tanto en el castellano como en el inglés,
Cabrera Infante es aún más que eso: su escritura explota
las virtualidades de cada idioma que toca, llevando hasta el límite
los juegos de palabras. Es como si quisiera acceder, mediante la violencia
que ejerce sobre el lenguaje, a sus fuentes, a su impulso mágico,
a la memoria de la que proceden las imágenes. Como todo gran humorista,
es también un melancólico y esto se comprueba en lo que se
entrevé en Holy Smoke: la pasión por el humo, por aquello
que se desvanece y que la escritura intenta atrapar al vuelo.
Ahora La Habana está cada vez más lejos y el retorno
sólo es posible a esa ciudad de papel que, como un arquitecto del
tiempo, construyó en sus textos. Tal vez por eso, Cabrera Infante
se ha convertido en los últimos años (en Delito por bailar
el chachachá, Ella cantaba boleros, Mi música
extremada)
en un antólogo de sí mismo: se trata de escribir, una y otra
vez, lo ya escrito; de evocar, no el amor, sino "el recuerdo del amor,
es decir, la nostalgia". Una escritura hecha con la materia del tiempo,
del cine, de las ciudades, del humo y de la ausencia.
GONZALO AGUILAR
Domingo 12 de noviembre de 2000
en suplemento en Clarín
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Directora: Ernestina Herrera de Noble
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