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Conflicto bélico que supuso el final del Imperio español y que se concretó en una guerra contra la potencia que marcaría el desarrollo del siglo XX, los Estados Unidos de América; en ella, el gobierno estadounidense superará la frontera nacional sobre la que había crecido desde su fundación y tomará el camino del dominio mundial, mientras que a la perdedora, España, no le quedará más remedio que enfrentarse a los graves problemas de todo orden que la acuciaban. Antecedentes inmediatos. La voladura del Maine El ascenso de William McKinley a la Presidencia de los Estados Unidos, el 4 de marzo de 1897, significó un cambio radical en la actitud, pacifista y pretendidamente neutral, del gobierno de su predecesores, especialmente de Grover Cleveland, respecto de la larga e inconclusa guerra cubana. El 26 de junio de 1897, el gobierno de Washington oficializó su terminante rechazo a la infructuosa política española para la solución del largo y cruento conflicto cubano, como se concluye de la nota que el Secretario de Estado, John Sherman, entregó al embajador español, Dupuy de Lôme, protestando por la cruel y ruinosa estrategia de la «reconcentración» implantada por el Capitán General de la Isla, Valeriano Weyler. El gobierno de Antonio Cánovas del Castillo, que hasta entonces había rechazado, altiva y públicamente, los consejos y presiones norteamericanas al respecto, contestó el 4 de agosto siguiente, por intermedio del Secretario de Estado, el duque de Tetuán, rechazando las mencionadas críticas y relativizando las gravedad de las acusaciones estadounidenses. Cuatro días después, el 8 de agosto de 1897, fue asesinado Cánovas en el balneario de Santa Águeda, rumoreándose luego que el gatillo del sicario italiano Miguel Angiolillo había sido accionado desde La Habana. Concluido el luto oficial, la interinidad del gobierno presidido por el Ministro de la Guerra, el general Marcelo Azcárraga, no fue óbice para que el 23 de marzo 1897, conforme a las instrucciones previamente recibidas, el recién acreditado embajador norteamericano en Madrid, el general Steward L. Woodford, presentara una terminante nota al Gobierno español exigiendo la humanización de la guerra, fijando la fecha del 31 de octubre siguiente para la presentación, por parte de España, de una propuesta definitiva para la pacificación de la isla, y, en particular, la debida protección de los importantes intereses americanos en Cuba, medidas que debían incluir los auspiciosos y buenos oficios del Presidente McKinley. Correspondió al nuevo gobierno, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, y en particular a su Secretario de Estado, Pío Gullón, anunciar la nueva política, inicialmente de total plegamiento a las drásticas exigencias norteamericanas, que incluían la destitución del capitán general V. Weyler y el nombramiento del general Ramón Blanco y Erenas, por decreto del 6 de octubre de 1897, para sustituirle. Este último, que había fracasado en Filipinas, llegó a La Habana el 31 de octubre siguiente. A esta medida la siguió la adopción, por decreto también, de la nueva constitución autonomista para Cuba y Puerto Rico publicada en la Gaceta Oficial de Madrid el 26 de noviembre siguiente, y que el capitán general Blanco puso a continuación en vigor por Decreto del 1 de enero de 1898. Con todo, una nueva nota del embajador Woodford, el 20 de diciembre de 1897, había repetido las críticas y amenazas del Presidente McKinley, contenidas en su mensaje al Congreso del 6 de ese mismo mes. En la anterior contestó acérrimamente el Secretario de Estado Pío Gullón, descalificando la facultad que se había autoabrogado el Gobierno norteamericano para fijarle al de España los límites y modo de la pacificación de la isla. A lo anterior siguió la presentación en Washington de un informe del cónsul general de los Estados Unidos. en Cuba, el general Fitzhugh Lee, pronosticando un inminente desenlace de la guerra independentista cubana totalmente desfavorable a España. Tales apreciaciones determinaron el inmediato envío del acorazado Maine el 12 de enero de 1898 al puerto de La Habana, el cual fue volado el 15 de febrero siguiente, pereciendo en el acto sus 250 ocupantes. Después de haberse rechazado la posibilidad de una investigación e informe conjunto sobre las causas de la explosión del Maine, y suponiendo oficiosamente los Estados Unidos que el mismo había obedecido a un sabotaje, el 1 de marzo siguiente el Secretario de Estado norteamericano, John Sherman, comunicó a su embajador Woodford que el Gobierno norteamericano consideraba fracasadas todas las reformas y medidas españolas de pacificación impuestas en Cuba. Sin embargo, y queriendo sacar un último provecho a la críticas circunstancias a las que se enfrentaba España en la guerra cubana, el gobierno de Washington, bajo la supervisión cablegráfica y directa del Presidente McKinley, ejecutó una última y secreta intentona para adquirir, mediante compra, la isla de Cuba, lo que trató de llevar a cabo incesantemente durante todo el mes de marzo de 1898. Esta secreta operación fue conducida en España por el ministro de Ultramar, Segismundo Moret y Prendergast, y un todavía hoy anónimo mediador, un rico e influyente inversionista en Cuba, amigo de Woodford y del ministro español. El fracaso de tal operación y la filtración de una carta del embajador español Dupuy de Lôme conteniendo duras críticas al Gobierno norteamericano, terminaron por completar la decisión de la intervención militar estadounidense, la que, por lo demás, había sido decidida con anterioridad por el Presidente McKinley, hacia comienzos de febrero de ese mismo año. Parejo a las pretensiones del Gobierno McKinley para comprar la Isla, el 7 de marzo de 1898 el Congreso norteamericano, a iniciativa del Ejecutivo, votó la ley Cannon, la cual estipulaba la cantidad de 50 millones de dólares destinados a soportar los preparativos de una intervención militar norteamericana en Cuba, quedando a discreción presidencial oficializar, a partir de entonces, el ingreso militar de los Estados Unidos en dicha guerra, extremo que, todavía a mediados de marzo de 1898, trató de evitar hasta el final el ministro de Ultramar Moret y Prendergast, pretendiendo que el gobierno de McKinley convenciera a los revolucionarios cubanos para que aceptaran la autonomía concedida y el consiguiente cese de la guerra secesionista. En respuesta a esta penúltima petición española, Woodford reintentó, por última vez, la compra de la isla con unas "bases honrosas" para España: del precio, fijado por España, que algunos cifraron en 300 millones de dólares, los Estados Unidos retendrían una parte para el pago de las futuras reclamaciones que en contra de España se planteasen posteriormente, bien por el Gobierno o por los ciudadanos norteamericanos, o bien por los mismos españoles y posteriormente los cubanos, reclamaciones que serían falladas por una Comisión Mixta y cuyo árbitro sería la reina de Inglaterra. La expresa negativa de la reina regente a esta última propuesta norteamericana y la ausencia de una contra-propuesta española al respecto, precipitó la retenida solución militar del conflicto. Ante el riesgo de un inminente desbordamiento de la agitada opinión pública norteamericana, cuya prensa clamaba venganza para restituir el honor nacional por la voladura del Maine, supuestamente debida a una mina submarina, y como preámbulo a una irreversible intervención militar en la Isla, el gobierno de los Estados Unidos, a través del embajador Woodford, presentó al gobierno español una nueva y terminante nota el 22 de marzo de 1898 en la que, después de amenazar con una inmediata intervención, exigía un armisticio decretado unilateralmente por parte de España. A lo anterior contestó el Ministro Moret, al día siguiente, asegurando que a las medidas ya adoptadas se añadirían las que, por su parte, decidiese el primer parlamento insular convocado para el 1 de abril siguiente; entre ellas, la aceptación por los rebeldes de la autonomía y autogobierno concedidos. Conocida la definitiva negativa española a la cesión de la isla, el nuevo Secretario de Estado, William R. Day, respondió con un telegrama el 26 de marzo siguiente, negando públicamente cualquier interés por parte de los Estados Unidos para adquirir Cuba, exigiendo nuevamente una inmediata y "honrosa" pacificación de la misma, todo lo cual sólo sería factible con el cese de la inhumana reconcentración y la concesión del pleno gobierno de la Isla al pueblo cubano. El 19 de abril de 1898 el Congreso de los Estados Unidos votó la famosa joint resolution (42 votos a favor y 35 en contra en el Senado; 311 a favor y 6 en contra en la Cámara), la cual hizo pública el Senado norteamericano el 20 siguiente, y durante cuyo debate y adopción habían mediado todo tipo de intrigas, influencias e intereses, incluido el eficiente lobby del exilio cubano (a cargo de Gonzalo de Quesada y Tomás Estrada Palma). La misma, además de exigir la renuncia de la soberanía española exclusivamente sobre Cuba (no se mencionó para nada a Puerto Rico), imponía su independencia y constitución de un gobierno propio, lo cual debía perfeccionarse con el retiro de la Isla de todas las tropas españolas. Así también, se autorizaba al Presidente norteamericano para intervenir militarmente a los efectos de hacer efectivas tales decisiones. Remitida por cable a Madrid dicha resolución, el Embajador Woodford las presentó al Gobierno español el 21 de abril en forma de ultimátum, concediéndose un plazo perentorio de 3 días para obrar en consecuencia. A tal desafío contestaron la Corona, Gobierno y Cortes, como exigía la dignidad nacional. Además de rechazar el ultimátum norteamericano, Sagasta fue confirmado en su cargo, decidiendo el gobierno permanecer a la espera de la decisión final estadounidense. La Guerra El 25 de abril de 1898, el Congreso de los Estados Unidos decretó que existía, hacía cuatro días atrás, un estado de guerra virtual con España, decidiendo que sus operaciones debían estar encaminadas a atacar los dos frentes del imperio colonial español: el del Caribe y el del Pacífico. El frente del Caribe El 22 de abril, la escuadra norteamericana, al mando del almirante William Sampson, inició el bloqueo de La Habana, apareciendo sus naves enfrente del Castillo del Morro; el 27 Matanzas fue cañoneado; el 12 y 14 de mayo le tocó a Puerto Rico, y el 11 a Cárdenas. No obstante, el 13 de mayo se frustró un primer desembarco de tropas americanas, planeado sobre Cabañas, y la consiguiente toma del Pinar del Río. Por estas mismas fechas, el veterano general rebelde Calixto García fue recibido con todos los honores de su rango militar en el buque insignia norteamericano por el Comandante en Jefe de la invasión norteamericana, Almirante W. Sampson, a los efectos de coordinar el apoyo de las fuerzas insurgentes al desembarco y la guerra en tierra. Pocos días después, ambos tuvieron un segundo encuentro en tierra, ocasión en la que estuvo presente además el General Rufus Shafter, jefe del ejército de ocupación. La primera defensa española fue menos que improvisada. Sin mediar base alguna para ello, el general Blanco invitó sin éxito al rebelde Máximo Gómez a unir sus fuerzas a las del gobierno para rechazar a los invasores americanos. El 6 de junio se produjo el primer desembarco norteamericano en Guantánamo, cayendo así el extremo occidental de la isla, a lo cual siguió un segundo desembarco masivo de 18.000 soldados el 22 de junio, en Daiquiri, al mando de los generales Shafter, Kent, Lawton y Wheelar. El rebelde Calixto García logró que los americanos aceptaran atacar por el Este y los cubanos por el Oeste, en contra de los 10.000 españoles que defendían a Santiago, plaza que supuestamente estaba protegida en sus alrededores por las mal fortificadas Caney (con 419 hombres de los que sobrevivieron 80) y Lomas de San Juan, con unos escasos 400 hombres, todos los cuales perecieron. En sus heroicas defensas murieron el General Joaquín Vara del Rey (en Caney), y el Capitán del destructor Plutón, Joaquín Bustamante (en San Juan), y así mismo fue gravemente herido el general Linares, Jefe militar de Santiago, cuyo mando tuvo que entregar al General José Toral y Velázquez, a quien correspondió enfrentar las casi intactas tropas norteamericanas de 6.000 soldados al mando de los generales Lawton, Chafee y Ludlow. Entre tanto, en Madrid, el gobierno de Sagasta, quien todavía parecía no acabar de asimilar las fulminantes amenazas norteamericanas, había ordenado al almirante Pascual Cervera, comandante de la escuadra del Atlántico, que se encontraba anclado en Cabo Verde a la espera de instrucciones, poner rumbo hacia las Antillas, entrando en la bahía de Santiago de Cuba el 19 de mayo siguiente, puerto que fue inmediatamente taponado por el Almirante Scheley, a cuya entrada ordenó colocar el destructor Merrimac el 5 de junio. Respondió luego Cervera plantando enfrente el crucero español Reina Mercedes, el cual sacrificó luego al tratar de explorar las líneas enemigas. Caído San Juan, y siendo inminente la toma de Santiago, el general Blanco reiteró al almirante Cervera, el 1 de julio, la necesidad de plantar batalla a la flota norteamericana, lo cual inició el 3 de julio siguiente, en contra de la opinión del mismo almirante y del general Linares, convencidos ambos del inútil sacrificio al que se les condenaba. La heroica salida la encabezó el María Teresa, capitaneado por Víctor Congas, el cual, seriamente averiado, fue ordenado embarrancar al Oeste de Punta Cabrera, supuestamente para impedir que cayera en manos enemigas, suerte que sucesivamente repitieron los cruceros Vizcaya (cuyo capitán era Antonio Eulate) y Oquendo (cuyo capitán era Lazaga), el primero a 12 millas de Santiago y el segundo en los bajos del Aserradero. El Colón, único que había escapado al ataque enemigo, fue destruido en la desembocadura del Tarquino. Los destructores Furor y Plutón fueron los últimos en ser totalmente destruidos. Cinco horas (9 a 14 h.) le bastaron a la escuadra americana para completar la desastrosa derrota española: 348 marineros muertos, mas los oficiales Villamil y Lázaga, a los que se adicionaron 2.150 heridos, incluido el capitán Concas y Eulate. Cervera, después de haber alcanzado la costa a nado, fue hecho prisionero junto a los 1.700 marinos sobrevivientes. El marino G.W. Ellis fue la única baja norteamericana. No sólo la inferioridad numérica en efectivos, sino la manifiesta superioridad tecnológica de la armada norteamericana, tanto en defensa como en capacidad de fuego de los acorazados Oregón, Indiana, Massachussets e Iowa, y los cruceros New York, Brooklin y Texas, fueron los factores determinantes de esta nueva hecatombe histórica de la marina española. Después de un ultimátum intimidatorio, exigiendo la rendición de la plaza 9 de julio, el almirante Shafter ordenó el bombardeo de Santiago. Después de la evacuación de mujeres y niños, que se hizo aprovechando una tregua pactada el 12 de julio, la plaza capituló 4 días después, previa autorización del general Blanco. En la ceremonia de ocupación formal de la ciudad, realizada el día siguiente, el 17 de julio, los oficiales norteamericanos no permitieron la participación del aliado general Calixto García y sus tropas revolucionarias, lo que motivó la renuncia de éste y su inmediato retiro, junto a sus hombres, al puesto de Jiguaní, a la espera de la decisión del comandante en jefe insurgente, Máximo Gómez. Tras la caída de Santiago, el Este, Sur y Norte de la isla quedaron a merced americana. El 26 de julio todo había concluido para las armas y el honor español en Cuba. San Juan de Puerto Rico había sido bombardeada, entre la noche del 11 y madrugada del 12 de mayo, por los acorazados Iowa, Indiana, New York, Amphitrite y el crucero Terror, todo ello como preámbulo al ataque y bloqueo de Santiago de Cuba, previsto para el 26 siguiente. El 12 de junio de 1898 se produjo un segundo y más fulminante bombardeo norteamericano sobre esta capital, a lo que siguió el desembarco final en la isla el 25 de julio, al mando del almirante Nelson A. Miles, quien tomó primero a Guánica, cayendo seguidamente Ponce y otras localidades menores, tomando pleno dominio de la isla el 18 de octubre, tras la evacuación del reducido contingente español de la isla; será esta la fecha en la cual ondeó, por primera vez sobre las intactas fortalezas de San Juan, la bandera norteamericana. El frente del Pacífico La campaña de Filipinas no fue menos dramática y desastrosa para España. Al declararse la guerra por los Estados Unidos al finales de abril de 1898, la situación del modesto escuadrón español, surto en el apostadero naval de Filipinas, y al mando del veterano almirante Patricio Montojo, era todavía más crítica que la flota del Atlántico. Dichas fuerzas, a pesar de no carecer de apergaminados nombres, estaban integradas por apenas 6 buques de madera, los cruceros Reina Cristina, Castilla, Isla de Luzón, Isla de Cuba, Antonio Ulloa, Juan de Austria y el aviso Marqués del Duero, además de unos pocos transportes, sumando en total 12 .030 toneladas (varios tenían sus calderas fuera de servicio, y sólo uno de ellos estaba blindado). Su inferioridad contrastaba con el bien armado escuadrón asiático norteamericano, con los cruceros blindados Olimpia, Baltimore y Boston; los cañoneros Petrel y Raleigh; el auxiliar McCulloch y el transporte Nashan, los cuales sumaban 19.362 toneladas y 33 cañones. El mismo día de la declaración formal de guerra por el Presidente McKinley, el 25 de abril de 1898, su comandante, el almirante George Dewey, surto en Hong Kong, recibió mediante un telegrama la orden de atacar y destruir la escuadra española de Filipinas, impidiendo con ello cualquier acción española sobre las costas del pacífico norteamericano. El 27 de abril de 1898, el contraalmirante Montojo, sabedor de sus desventaja, había preferido apostar prácticamente por esconder su escuadra en la aún no concluida estación naval de Olonpago, en la bahía de Subic, al oeste de la península de Bataan, muy cercana a Manila. Ante la constatación del insuficiente y lamentable estado de la dotación de artillería disponible, Montojo decidió de inmediato su traslado, el 29 de abril, a Cañacao, situado al otro lado de Cavite, donde decidió esperar el ataque norteamericano. El 30 de abril apareció la escuadra de Dewey, quien decidió penetrar de inmediato en la bahía, sin que la supuesta buena artillería que defendía el acceso a Manila, a través de la Boca Grande, hubiera podido impedir las operaciones de asedio y bloqueo americano. Al alba del 1 de mayo, la escuadra norteamericana inició el ataque contra la inmovilizada flota española, cuya destrucción se convirtió para Dewey y sus oficiales en una corta y fulminante práctica de tiro al blanco, cayendo en su orden el Reina Cristina, Castilla, Isla de Cuba, Antonio Ulloa, General Lezo, Velasco e Isla de Mindanao. En contraste con los nueve escasos heridos norteamericanos, en poco más de dos horas España había perdido todos sus barcos y sufrido 161 bajas y 215 heridos. El 2 de mayo se rindió el arsenal de Cavite, y la plaza se entregó al día siguiente. Por un decreto de septiembre de 1898, Montojo fue destituido de su cargo de comandante del Apostadero Naval de Filipinas. Un consejo de guerra le encontró, en marzo de 1899, culpable de la derrota de Cavite, por lo que sentenciado a padecer prisión por su supuesta incompetencia. No obstante, el 16 de junio había zarpado de Cádiz con destino Filipinas una modestísima escuadra de reserva con 2 acorazados y varios mercantes artillados, como tardío y simbólico gesto de apoyo peninsular al indefenso archipiélago; a su cargo estaba el almirante Manuel de la Cámara. El convoy no logró pasar de Port Said, dado que el gobierno egipcio, presionado por Inglaterra, le negó el reaprovisionamiento de carbón, decidiéndose el 30 de junio su regreso a España, precisamente el día del primer desembarco norteamericano. Después del desastre de Cavite, quedaba por rendir el resto del ejército español, que al mando del general Augustín, se había concentrado en la defensa de Manila. Las operaciones iniciales norteamericanas, al mando de los Generales Anderson, McArthur, Greene y Merry, estuvieron centradas en las islas adyacentes, ocupándose, en un primer desembarco de 3.000 hombres, de las islas Marianas el 30 de junio, las cuales se hallaban totalmente indefensas. Dos nuevos desembarcados, el 17 y el 30 de julio, completaron una fuerza de ocupación de 20.000 hombres, la cual, en pocos días, deshizo la pobre y desordenada resistencia española. La siguiente en ser ocupada fue la isla de Luzón, donde cayeron prisioneros 3.000 españoles. La línea sur de defensa de la capital quedó rota después de que los norteamericanos lograron sobrepasar el río Zapote, trabándose un feroz combate el 1 y 2 de agosto. El 4 del mismo mes, el general Augustín fue sustituido por el general Jáudenes, segundo en mando. El 7 de agosto el almirante Dewey y el general Merrit concedieron 48 horas para evacuar la plaza, cuyo bombardeo inició la escuadra americana a primeras horas de la mañana del 13 de agosto siguiente. Manila quedó plenamente ocupada en las horas de la tarde, cuya capitulación firmó, ese mismo día, el general Jáudenes. Los 500 españoles muertos en su defensa no dejaron de ser una inútil pérdida, dado que la víspera se había firmado en Washington el armisticio que ponía término a la guerra entre España y los Estados Unidos. Las negociaciones de paz y el Tratado de París Consumada la total derrota naval española, y salvaguardados los flancos sur y occidental norteamericanos, el 9 de mayo la Secretaría de Estado hizo públicas las posibles bases para la conclusión de la guerra con España: la evacuación y entrega de Cuba; la cesión de Puerto Rico como indemnización de guerra; y la concesión de una estación carbonera en el Pacífico. La presencia de la flota norteamericana del Comodoro Watson merodeando en el estrecho del Gibraltar; y con ello una inminente amenaza sobre las costas mediterráneas españolas, e incluso un eventual acecho norteamericano sobre las islas Canarias, obligaron al gobierno de Sagasta y al irresoluto mando militar español aceptar el inicio de negociaciones de paz con los Estados Unidos. El 18 de julio, el Ministro de Estado español, el duque Almodóvar del Río, solicitó a su colega, Théophile Delcassé, los buenos oficios franceses para formalizar tales negociaciones. En principio, el gobierno español aceptaba la pérdida de Cuba, a cambio de la cancelación de la abultada deuda cubana, que sería asumida por los Estados Unidos, conviniendo, finalmente, el pago de alguna "razonable" indemnización por motivo de su derrota. El 26 de julio, el embajador francés en Washington, Jules Cambon, entregó tales propuestas a la Secretaria de Estado. El 30 siguiente el gobierno norteamericano contestó terminante y airadamente: además de amenazar con reanudar la guerra, exigía el retiro total y definitivo de España de América, rechazando hacerse cargo de la deuda antillana, a lo cual se adicionó la plena cesión de Puerto Rico y de alguna isla en el Pacífico, esto último a título de las "razonables compensaciones" de guerra propuestas por España, reservándose para las negociaciones futuras cualquier decisión sobre la suerte final de Filipinas. El Consejo de Gobierno español debatió arduamente la contrapropuesta española, la cual se redujo a aceptar la cesión de Puerto Rico y de alguna isla del pacífico a título de indemnización, pidiendo que se aclarasen las pretensiones norteamericanas sobre Filipinas, todo lo cual fue rechazada por Estados Unidos, el 2 de agosto siguiente, añadiéndose en esta ocasión, por parte del gobierno norteamericano, la exigencia de una inmediata evacuación española de Cuba y Puerto Rico, bajo amenaza expresa de reanudar las operaciones militares. El 11 de agosto de 1898, el Consejo de Gobierno español aceptó las bases estadounidenses, lo cual se perfeccionó con la firma de la paz en la biblioteca de la Casa Blanca, el 12 de agosto, cuando todavía resistía Manila de un protocolo o armisticio, el cual fue redactado por el Departamento de Estado. Además de incluir todas las exigencias norteamericanas, se ratificaba la incierta suerte de Filipinas. El cese del fuego fue aceptado por el ejército español en Cuba el 23 de octubre siguiente.
Las negociaciones de paz se iniciaron formalmente en París el 1 de octubre. La Comisión Negociadora española estuvo exclusivamente conformada por miembros del Partido Liberal. Dirigidos desde Madrid por el Ministro de Estado, Almodóvar del Río, actuaron por España Eugenio Montero de los Ríos, presidente del Senado y de la delegación; Buenaventura Abárzuza senador; José de Garnica Diputado; Wenceslao Ramírez de Villa Urrutía, diplomático; y Rafael Cerero, general de División. Los Estados Unidos estuvieron representados por William R. Day, ex-Secretario de Estado y presidente de la delegación; Cushman K. Davis, senador por Minesota; William P. Frey, senador por Maine; George Gray, senador por Delaware; y Whitley Reid, editor de N.Y.Tribune. Asistieron, como parte no oficial de la delegación norteamericana, los independentistas cubanos Tomás Estrada Palma y Gonzalo de Quesada, al fin y al cabo como aliados que habían sido del lado norteamericano e interesados, como estaban, en asegurar la futura independencia de Cuba. Habiendo fracasado España en obtener, a última hora, la adhesión de Inglaterra y Alemania a sus pretensiones en París, y reconocida su debilidad negociadora frente a las apetencias e inflexibilidad de la delegación norteamericana, mayores cada día de negociación que pasaba, el 27 de noviembre, en la sesión de la tarde, el gobierno español aprobó, y luego comunicó a su jefe de negociación en París, que España cedía y aceptaba la "oferta final" norteamericana del anterior 21 de noviembre. Mediando siempre la amenaza de reanudar la guerra, las condiciones eran: 1º) Cesión de Cuba y Puerto Rico, la isla de Guam y todo el archipiélago de las islas Filipinas. 2º) Rechazo de la deuda financiera en todos los territorios aludidos. 3º) Renuncia a reclamar indemnizaciones oficiales o privadas derivadas de la guerra. 4º) Pago de 20 millones de dólares por las aludidas adquisiciones territoriales, otorgando ciertas garantías a los residuales intereses coloniales españoles en tales posesiones. El Tratado se firmó el 10 de diciembre de 1898. Después de 112 días de heroica aunque inútil guerra, y 106 días de impotentes negociaciones, expiró definitivamente, por voluntad norteamericana e indiferencia total de las potencias europeas y demás gobiernos hispanoamericanos, el una vez temible Imperio español de Ultramar. Ese mismo 10 de diciembre concluyó el ciclo "aislacionista" norteamericano. A partir de entonces nadie ni nada pudo evitar que, apenas transcurridos 122 años de su independencia, los Estados Unidos de América empezaran a convertirse en la primera y más poderosa potencia. El remate del imperio español en el Pacífico lo saldó el gobierno de Sagasta el 12 de febrero de 1899 con la venta que hizo a Alemania, por 25 millones de pesetas, de las Islas Carolinas y Marianas, excepto Guam y Palaos. Tal cual lo había sentenciado Cánovas, poco antes de su asesinato, España dejaba de ser potencia mundial perdiendo: "hasta el último hombre y hasta la última peseta...". El 30 de enero de 1899 se suprimió, por obvias razones, el Ministerio de Ultramar. Los 17 artículos del Tratado establecieron la renuncia de España a toda soberanía sobre la isla de Cuba (art. 1 a 3), como también la cesión a los Estados Unidos de la isla de Puerto Rico, así como las demás que estaban bajo su soberanía en el Pacífico, la isla de Guam y el archipiélago de Filipinas; todo ella a cambio de 20 millones de dólares. Los buques españoles fueron admitidos en la isla de Cuba bajo las mismas favorables condiciones que los norteamericanos (art. 4). El transporte de los marinos y soldados presos en Manila a España sería realizado por los Estados Unidos (art. 5º). Una vez que ambas partes se liberasen de todos los prisioneros, éstas renunciaban a reclamarse indemnizaciones mutuas, fueran nacionales o privadas (arts. 6 y 7). A los españoles que permaneciesen en la isla de Cuba se les respetarían su religión y demás derechos de propiedad literaria, artística e industrial (arts.9 a 13). El 1º de enero de 1899, el nuevo capitán general español, A. Giménez Castellanos, que había sucedido a Blanco, hizo entrega formal de Cuba al General J.R. Brooke, nombrado Gobernador militar de la isla, fecha en la que fue arriada la bandera española en La Habana. Se inició entonces el primer gobierno de hecho de la ocupación norteamericana, siendo Brooke reemplazado el 23 de diciembre por Leonard Wood. El 25 de julio de 1900 éste convocó elecciones para la conformación de una Asamblea Constituyente, la cual se reunió el 5 de noviembre de 1900, y en cuyo seno se aprobó, el 21 de febrero de 1901, la primera Constitución, siendo ésta promulgada el 20 de mayo de 1902. Dicha constitución reproducía las bases de la Enmienda Platt del 3 de mayo de 1901, la cual proveía la entrega futura del gobierno al pueblo de Cuba, cuya soberanía quedaba garantizada por los Estados Unidos, para lo que Cuba debería vender o arrendar a los Estados Unidos una porción del territorio donde acantonar las tropas encargadas de esta permanente garantía. Por el Tratado del 2 de julio de 1903, y mediante el pago de 2.000 dólares anuales, se arrendó en perpetuidad a los Estados Unidos el territorio de Guantánamo. Igualmente, se acometerían planes sanitarios especiales que favorecieran los nuevos nexos con los Estados Unidos. La soberanía de la Isla de Pinos quedó inicialmente en suspenso hasta tanto se decidiera su suerte por un tratado o convenio posterior; isla que luego se reincorporó a Cuba. La independencia de la isla empezó formalmente el 20 de mayo de 1902 cuando tomó posesión, como primer presidente constitucional de la Isla, Tomás Estrada Palma. El primer gobierno militar norteamericano de Puerto Rico estuvo también presidido por el General John R. Brooke, quien delegó la administración de la isla en un Consejo de Secretarios. Guy H. Henry sucedió a Brooke, quien gobernó hasta abril de 1900, cuando se promulgó la Ley Foraker que estableció la forma de gobierno definitiva de la isla, presidido éste por un Gobernador, un Consejo de Ministros o Secretarios, y una Cámara integrada por 39 diputados, y cuyas leyes sancionaba el Ejecutivo, siempre de mayoría norteamericana. El final de la guerra fue todavía más largo y complejo en Filipinas. El Almirante Dewey hábilmente había conseguido la alianza del rebelde filipino Emilio Aguinaldo, bajo la promesa de conceder luego la independencia a la isla. Éste había regresado a Filipinas el 25 de mayo de 1898, y el 12 de junio proclamó la independencia del archipiélago, organizando un primer gobierno republicano, del cual se declaró Presidente y a continuación Dictador. El 4 de febrero de 1899 estalló la guerra filipino-norteamericana, la cual obligó a los Estados Unidos a movilizar una fuerza de 70.000 hombres para aplastar el movimiento independentista comandado por Aguinaldo. No obstante, y a pesar que haber caído éste prisionero en marzo de 1901, la lucha irregular se prolongó hasta el 16 de abril de 1902, cuando capituló su nuevo jefe, el general Miguel Malvar. Sin embargo, el 7 de noviembre de 1900 se firmó el tratado por el cual España cedió definitivamente a los Estados Unidos la soberanía sobre el archipiélago de Filipinas, cuyo primer gobernador fue Willian H. Taft, quien, en 1909, se convertiría en el vigésimo séptimo presidente de la Unión. El saldo de las pérdidas y bajas españolas a lo largo de toda la guerra cubana y filipina resultó tremendamente negativa para España. De los 345.698 efectivos, incluyendo jefes y tropa, enviados a Cuba entre 1887 y 1899, sólo regresaron 146.683, quedando o pereciendo en ambas islas casi 200.000 hombres, entre desertores, proscritos o muertos; estos últimos se estimaron entre 55 y 60.000 (el 90% a causa de la malaria, disentería y fiebre amarilla, principalmente ). Especialmente cruenta y penosa fue la repatriación de los restos del ejército español, los cuales debieron ser evacuados, según el Tratado de París, durante los 3 meses siguientes, lo que, y a pesar del compromiso norteamericano al respecto, efectuó la Compañía Trasatlántica en 14 operaciones de retorno, estimándose en no menos de 4.000 los fallecidos durante tales travesías, y cuyos cadáveres fueron echados al mar. Por otro lado, el 2 de enero de 1899 arribó a Manila el General Diego de los Ríos, con el encargo de transportar a España los poco más de 7.500 soldados españoles prisioneros.
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