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 RAÚL SE PREPARA PARA ENTERRAR A FIDEL

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 Los cubanos tuvieron un extraño regalo de Reyes Magos. Raúl Castro, flanqueado por otros dos viejos comandantes --un síntoma de inseguridad más que de fortaleza--, habló de la muerte de su hermano Fidel, dando a entender que podía ocurrir a corto plazo, y conminó a Estados Unidos a normalizar las relaciones con La Habana antes de que tal cosa sucediera. ¿Con qué argumento? ``Después será más difícil´´. De paso, volvió a aclarar que el comunismo era el destino inmutable de los cubanos, pues si se intentaba abandonar ese modelo de estado --por llamarle de alguna manera al manicomio marxista-- en la isla podía ocurrir lo mismo que en la Unión Soviética.

Hay dos conjeturas razonables que se desprenden de las declaraciones de Raúl. La primera es que se agrava el estado físico del comandante. Se habla de cáncer intestinal, se sabe que ha sufrido un par de accidentes cerebro-vasculares que le dejaron la lengua y el razonamiento medio estropajosos --lo que añade un elemento de crueldad a sus larguísimos discursos--, y se conoce que sufre de presión alta, divertículos y otra media docena de dolencias propias de un hombre de setenta y cinco años que se pasó medio siglo fumando, bebiendo y comiendo como un huérfano recién adoptado. La segunda es que crecen los rumores de malestar en todos los ámbitos del gobierno. Hace pocas semanas, muy en secreto, de acuerdo con diplomáticos acreditados en Cuba, corroborado por un preocupado viceministro en tránsito por Europa, fueron juzgados por conspiración varios altos oficiales de las fuerzas armadas --tres coroneles y un general entre ellos--, aparentemente vinculados a una brigada de tanques, en un proceso que comenzó hace más de un año con una acusación de corrupción y luego fue derivando al terreno político.

¿Por qué Raúl Castro ha soltado esa peligrosa liebre? Muy sencillo: está nervioso. Sabe que, muerto su hermano, le tocará a él la responsabilidad de mantener el control del gobierno, y se da cuenta de que no puede con la tarea. Es demasiado listo y tiene demasiada información para no percibir que toda la estructura de poder está podrida desde la cúspide hasta la base. El aparato administrativo, dirigido por Carlos Lage y José Luis Rodríguez, está cansado de fracasar, de maquillar cifras, de engañar a cubanos y extranjeros con planes y proyectos quiméricos basados en un error teórico que lleva cuatro décadas de desastrosa experimentación sobre la empobrecida población de la isla. El Partido Comunista es un cascarón vacío. Es verdad que ahí descansa y se transmite la autoridad, pero es un fenómeno que sucede por inercia, no por convicción. Si mañana --lo que tal vez ocurra-- un Gorbachov o un Yeltsin criollo ordena la disolución del PCC, sucedería como en la URSS, donde veinte millones de personas tiraron los carnets a las alcantarillas sin una sola señal de protesta. Y al Parlamento le sucede otro tanto: el pobre de Ricardo Alarcón, su presidente, repite como un lorito las consignas que le indica Machado Ventura, y jura sentirse como la mamá de Lenin, pero ese pequeño circo, en el que canta Silvio Rodríguez y recita Cintio Vitier --lo que da la medida de su mínima importancia--, y en el que Lázaro Barredo espía tenazmente a los reformistas e informa a la policía política, triste asamblea que se reúne dos veces al año durante cuarenta y ocho horas, sólo para refrendar las medidas dictadas por el comandante en jefe, es la nada que decía el filósofo: un cuchillo sin hoja y sin mango.

Raúl Castro, en síntesis, se da cuenta de que prácticamente todo el mundo en Cuba --incluidas sus hijas, sus yernos y casi todos sus sobrinos--, pero excluido su viejo y terco hermano, quiere un cambio. ¿Hacia dónde? Hacia donde único se puede cambiar en el siglo XXI: hacia la democracia y la economía de mercado; hacia la integración a las corrientes financieras, científicas y artísticas de Occidente; hacia el modelo de sociedad que exhiben los veinte países más felices del planeta. Y también se da cuenta de que él no podrá evitar que eso suceda, pero no se siente con fuerzas para tomar ese camino ni con agallas para impedirlo: por eso le pide a Estados Unidos que ``normalice las relaciones´´. ¿Para qué? Para fortalecerlo a él cuando le toque la responsabilidad de enterrar a su hermano y comenzar a gobernar.

Naturalmente, Estados Unidos cometería la mayor de las estupideces si aceptara la sugerencia de Raúl Castro. Eso sería transmitir el más absurdo de los mensajes: ``Ustedes, los del gobierno, no tienen que tolerar las libertades de los cubanos, ni comportarse con arreglo a los patrones democráticos, para gozar de las ventajas de unas buenas relaciones con Estados Unidos; a nosotros no nos importa que allí exista una tiranía´´. Lo inteligente es hacer exactamente lo contrario de lo que sugiere Raúl: dejar en claro que no habrá reconciliación hasta que no se respeten los derechos humanos de los cubanos y la sociedad pueda expresar sin temores sus preferencias por diversos cauces políticos. Muerto Castro es el momento de ofrecer los incentivos. Ese será el acicate para que Cuba deje de ser la excepción marxistaleninista de Occidente. El desenlace final está cada vez más cerca.

Carlos Alberto Montaner

30 de junio de 2001