El insoportable peso de los caudillos |
Madrid -- Cuando Carlos Lage, el vicepresidente segundo del gobierno, vio tambalearse a Fidel Castro, se le puso la carne de gallina. Pese a su empleo de abrumado administrador del manicomio cubano, se trata de un médico que estudió la carrera con toda seriedad. Era un derrame. Otro derrame. El cuarto, según la apresurada cuenta que entonces le vino a la memoria. Podía ser el último. Y si no lo era, de este espasmo arterial, como de los anteriores, el cerebro del comandante saldría más lento y golpeado, su lenguaje sería más estropajoso, su carácter más colérico e impredecible. La nipodipina, que toma a pasto, ya le hacía poco efecto. Pero cuando Lage llegó a su casa y reclinó la cabeza en la almohada, sintió una sensación extrañamente ambigua: la muerte de Fidel Castro lo atemorizaba, pero, al mismo tiempo, la deseaba. ¿Por qué? Porque las relaciones entre los caudillos iluminados y sus subordinados inmediatos son muy complejas y están basadas en la clásica paradoja del amor-odio. Al caudillo se le deben los honores y la relevancia social, pero, a cambio de estos atributos, quienes le sirven deben entregarle cualquier vestigio de autonomía emocional. Hay que repetir fielmente las palabras del caudillo, asentir cuando ellos opinan, callar cuando se difiere, informar puntualmente de lo que pregunten, y Castro, como buen paranoico, pregunta mucho, inquisitorialmente, mirando a los ojos, siempre a la búsqueda del menor síntoma de fatiga, ocultamiento o deslealtad. Al caudillo iluminado, señor de la vida y la muerte, no se le quiere: se le teme. Todos le temen. No se trata de entregarle el corazón, sino la vejiga, que es un órgano más apremiante y comprometedor. Ni siquiera su hermano Raúl escapa al miedo. Alguna vez, hasta se ha visto en la humillante necesidad de utilizar a García Márquez para transmitirle un mensaje al comandante. El, Raúl, también ha tenido que sufrir los atropellos y vejaciones de Fidel. O Ricardo Alarcón, el presidente del parlamento cubano, institución conocida en el ambiente artístico como ``los niños cantores de La Habana''. Un coro meticulosamente afinado, sin una voz discordante, en el que Cintio Vitier hace sonetos, Silvio Rodríguez tararea boleros y un tal Lázaro Barreda da gritos, mientras todos aplauden, sonríen, y simultáneamente bajan la cabeza y ponen los ojos en blanco, en un alarde nunca visto de coordinación neuromuscular. Castro no ignora nada de esto. Pero su secreto, como buen lector de Maquiavelo, es que sabe que lo importante no es que amen al príncipe, sino que lo teman, como recomienda el famoso librito. De ahí, además, se deriva el placer de los grandes adictos al poder. Las personas frágiles e inseguras son las que necesitan ser queridas. A los tipos duros lo que los estimula es ver temblar ante ellos a los demás. Verlos obedecer sin chistar. Y él es el más duro, el inconmovible, el que no sabe lo que es derramar una lágrima, según confesión propia en uno de sus infinitos papeles. ¿Cómo se establece esta relación de vasallaje? Lo primordial es privar a los subalternos de la facultad de razonar por cuenta propia. Al caudillo iluminado no se le sigue por sus ideas, sino por un oscuro vínculo de lealtad tribal. Castro ha cambiado de ideas unas cuantas veces, pero los cortesanos han continuado tras él sin cuestionar los bandazos. Si Castro dice que la revolución es democrática --como dijo hace casi medio siglo--, se le aplaude. Si dice que es comunista, se le aplaude. Si insinúa que hay que abandonar el modelo soviético, más aplausos. Si rectifica e insiste en las bondades del estalinismo, se le vuelve a aplaudir. Es el padrecito de la patria. El propio Raúl lo ha dicho candorosamente: ``Fidel es un padre para todos los cubanos''. Y al padre, especialmente en la estructura inmensamente patriarcal de la sociedad cubana, se le obedece ciegamente aunque diga la más voluminosa de las estupideces. Pero todo eso duele mucho. Carl Rogers, tal vez el pensador más interesante del siglo XX norteamericano, postuló la hipótesis de que las neurosis surgían de la disonancia entre la creencia, el discurso y la conducta. La dirigencia cubana cree una cosa, dice otra y suele hacer una tercera. Por eso un día el ex presidente revolucionario Osvaldo Dorticós se dio un tiro en la cabeza. Por eso Haydée Santamaría, la más fiel de las servidoras de Castro, se lo dio en el corazón. Estaban cansados de fingir, de comportarse como unos payasos ante un personaje al que le entregaron la conciencia, la palabra, la vida, confiados en que se trataba de un ser casi divino, hasta que descubrieron que no era más que un desalmado manipulador, sicológicamente incapacitado para amar y respetar al prójimo, porque su único objetivo en la vida es clavar su ego indomable por encima de las cabezas de los demás mortales. Ya la muerte, como un buitre invisible, dio un par de vueltas sobre la tribuna y se alejó lentamente. Por ahora. Cuando regrese para quedarse, quienes rodean a Castro llorarán desconsolados frente a las cámaras de la televisión. Pero esa noche, a solas, sentirán un rarísimo e inexplicable alivio. Es lo que le sucede a la servidumbre del palacio cuando el padrecito de la patria se larga de este mundo. Publicado el domingo, 8 de julio de 2001 en El Nuevo Herald www.firmaspress.com © El Nuevo Herald / Firmas Press © 2001 El Nuevo Herald y servicios de agencias. 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