La política del consolador |
A veces son las siete de la noche y es pleno día, eso ocurre en verano cuando se adelanta una hora y el sol avanza infatigablemente en su declinación norte, nosotros sentimos los efectos de ese recorrido por encontrarnos en los límites del trópico. Me castigaba implacablemente en esa agotadora marcha por toda la carretera de Vento, la camisa se me pegaba al cuerpo y trotaba sobre algunos huesos, yo era algo flaco entonces. Esa carretera no poseía aceras en la mayor parte de su longitud y yo caminaba en sentido contrario al tráfico, como queriendo torear a todos los vehículos que me llegaban de frente, nunca perdí esa costumbre, no confiaba en los chóferes cubanos cuyas mentes se encontraban ocupadas de tantos problemas como el mío en esos momentos, ellos en busca de una meta, llegar. Yo en busca de la mía también, llegar, pero a un paso mas lento. Ya había trabajado diez horas en las microbrigadas y el cuerpo se las sentía, sin embargo, devoraba cada metro de esa carretera a la velocidad que me permitían las piernas y la caldera, por cierto, no le había suministrado leña desde horas de la mañana. Cuando el avance de aquellos vehículos envueltos en una nube de humo negra, como si se encontraran viajando camuflados por encontrarnos en guerra me lo permitía, recorría cada centímetro de aquella carretera rogando por encontrarme algún Peso. Solo colillas amarillentas, cajas vacías de populares atropelladas por cientos de ruedas, papeles ancianos de cientos de colores parecidos al chocolate y mucho polvo eran en definitiva el paisaje. Irónicamente me pasaron por al lado varios taxis vacíos ese día, mentalmente les mentaba la madre; << estos cabrones aparecen cuando uno está en carne.>> Me decía y continuaba caminando abochornado por no poder pararlos. No recuerdo quién era el visitante ese día, me parece que era el Presidente de México, y el dueño de aquella finca parecida a una isla, retiró todo el servicio de transporte para movilizar a la gente y darle la bienvenida al visitante. Aquello se había convertido en una norma, mas que eso, creo que ya era ley aunque no estaba escrita en la Constitución, ¿para qué?, si la Constitución era él. Observé poca gente en la calle durante mi largo trayecto desde Santos Suárez hasta el hospital William Soler, a esa hora deberían estar a lo largo de toda la avenida de Rancho Boyeros agitando banderitas de Cuba y México, no solo eso, aquellas gargantas secas estarían vociferando todas esas consignas repetidas por muchos años; ¡Fidel seguro a los yanquis dale duro! Yo avanzaba con la garganta seca también, sin vociferar, mentándole una y mil veces la madre por haber quitado las guaguas. El reloj consumía los minutos por docenas y me cagaba en él también, ¿por qué no hacía lo mismo cuando estaba rompiéndome el lomo en la micro?, me preguntaba nervioso y bajo protesta. No podía llegar tarde a la hora de visitas en el hospital, mi esposa llevaba mas de cuatro días acompañando a mi hijo recién operado, había caído con la menstruación y yo le llevaba algunas toallitas sanitarias, suerte que existían en esos momentos. Cargaba también un pomito de los usados para envasar Benidrilina con café y media cajetilla de cigarros Populares, en el bolsillo pequeño del pantalón una peseta y cuatro medios, todo mi capital en aquellos momentos que los taxis pasaban vacíos. Traté de no pensar en todas las desgracias que me acompañaban, me daba aliento para vencer aquella larga y fatigosa caminata, me daba si se quiere auto terapia. Comencé a pensar que, aquella caminata no era nada comparable a la realizada por muchos árabes a través del desierto con la esperanza de arribar al próximo oasis. Era pequeña con relación a todas las que hacían los indios para cruzar los Andes, la de los mexicanos cruzando la frontera de los Estados Unidos, la de las tribus africanas con sus animales en busca de pasto y agua. Me calmaba por unos instantes, solo unos instantes porque me dolían los pies y la carretera estaba muy caliente, solo por poco tiempo porque me dolía todo el cuerpo, aún así, trataba de consolarme para mantener la misma velocidad. El sol se mantenía bien alto, como no queriendo bajar por su capricho en castigarme, yo sabía que bajaba como todos los días, lo había aprendido en astronomía. Pero ese día estaba allí paralizado el muy hijoputa y me daba por la espalda y un costado, el sudor me corría por las piernas. Me encabronaba por mi mala suerte y mandaba a la mierda todos mis pensamientos, que se jodan los árabes con sus apestosos camellos, los indios, los mexicanos y los africanos con todos sus animales, ¿por qué carajo la situación de ellos me tiene que servir de consuelo? Era egoísta tal vez, pero qué coño tiene que ver todo aquello con la decisión de un tipo en retirar el servicio de transporte. Me calmaba aún después de fallar la auto terapia, guardaba silencio mental y ahorraba las malaspalabras, comprendía que solo me hacía daño yo mismo, el otro, se encontraría viajando en un auto descapotable agitando las manitas y mostrando la dentadura, los otros agitando banderitas y con las lenguas resecas y pegajosas. Debe ser algo psíquico, ese día me pasaron mas taxis vacíos que nunca, puede haber sido una alucinación también, el sol continuaba parado en su andén esperando tal vez por la luna, la sed era insoportable solo faltaba la arena para decir que atravesaba el Sahara, y el hambre ahora agudizaba mi situación. Tantas horas con el estómago vacío, la mente repleta de problemas sin solucionar, diría de mierdas, me provocaron al final de la tragedia una úlcera, ¿cuántos ulcerosos habrán en Cuba? Déjame apartarme de todas esas porquerías y continuar el camino, entonces pensé en el hambre que hay distribuida por el mundo, en Etiopía, Latinoamérica, Africa, etc. Aquello me calmaba, era verdad, existía mucha hambre en el mundo y tenía que conformarme en caminar con el estómago pegado al espinazo. A veces podía oír el reclamo de mis tripas, el ruido es mucho más alto, que el rugir de los motores de aquellos camiones rusos camuflados en nubes negras. Me olvidaba entonces del consuelo y la auto terapia, adquiría nuevamente una posición egoísta y mandaba a la mierda a toda el hambre del mundo, ¿qué carajo tengo yo que ver en este potaje? Yo no fui el que la provocó, ¿por qué me debe servir de consuelo? Sería para justificar un hambre organizada, planificada, distribuida equitativamente entre los de abajo, un hambre saludable y educada. Me faltaba poco para llegar a la calle 100 y aquello me aliviaba, allí doblaría a la izquierda y tendría a mi vista el hospital, me quedaban unos quince minutos para consumir el resto del camino y traté de hacerlo en el más absoluto silencio mental. Las calles continuaban silenciosas, solo algunos desafectos que no fueron a esperar al Presidente de México, deben haber sido los valientes, porque los otros se mantienen ocultos dentro de la casa hasta que termina la movilización, así no están al alcance de algún chivato que lo acuse de indiferente y poca participación en las actividades convocadas por las organizaciones, son tantas. Afortunadamente llegué cuando no había comenzado el horario de visitas, el área de espera se encontraba vacía, había un flaco bañado en sudor que había pedaleado desde San Miguel del Padrón, ambos estábamos empatados en cuanto a la cantidad de sudor en el cuerpo, deduje que los esfuerzos fueron iguales aunque su distancia fuera superior. Por ese imán que tienen los seres en desgracia entablamos una rápida conversación, es como si se atrajeran esos cuerpos para compartirla, nadie desea quedarse con la mayor cantidad y es la única oportunidad en la que el hombre no es egoísta. Así de pronto, sin conocerlo y a boca de jarro, comenzó a dispararme una ráfaga de calamidades que yo no deseaba aceptar pero que las recibí para aliviarle la carga. Tenía un hijo gravísimo y me lo expresó con los ojos aguados. Salió como un resorte en mi mente la sección de consuelo o auto terapia, gracias a Dios que tenemos los hospitales gratis, eliminemos a Dios y sustituyámoslos por revolución, eso es, así suena mucho más romántico, entonces me calmé un poco mientras el sudor cedía ante la frescura del área y continuaba consumiendo una ración extra de desgracias. Lo oía muy lejano mientras por la mente viajaba como un relámpago el momento del regreso, no tenía suficientes fuerzas para realizarlo de la misma manera, entonces recordé que a unas seis cuadras del hospital vivía un amigo mío, donde podía descansar hasta que se normalizara el servicio de transporte. Ya estaba todo planificado cuando de pronto sonó el timbre de entrada para las visitas. Una negra gorda revisaba los paquetes de los pocos que alcanzamos llegar, luego de mostrarle el cartuchito con las íntimas (el pomito de café lo tenía en el bolsillo trasero del pantalón), me miró algo intrigada pero no manifestó nada, algo raro si se tiene en cuenta lo imperfectas que son las porteras, pensé. El flaco y yo nos despedimos en la escalera, su hijo se encontraba en un piso diferente al del mío, continuó ascendiendo con su cargamento de desgracias y yo caminé por un pasillo con las mías. Mi hijo estaba preocupado, era pequeño pero sabía del fenómeno que se produce con el transporte cuando hay concentraciones, una verdadera pena para su edad, su mente comenzaba a digerir problemas que le correspondían a los mayores, es como si se empezara a sufrir desde temprano, desde que acuden a esos matutinos donde solo le hablan de guerras, ¿no existirán otros temas más infantiles? Nos despedimos con un beso y me encaminé hasta la casa de mi amigo, allí me dieron un poco de arroz con frijoles cuando les manifesté que no comía desde por la mañana. Desde el patio podía observarse el movimiento del tráfico y la ausencia de las guaguas continuaban. A las nueve y cuarenta de la noche decidí ir para la calle 100 a esperar por ellas, lo hice por pena con ellos que se tenían que levantar a las cuatro y media de la mañana. Un poco más animado con el estómago lleno, me senté en el contén de la acera o el banco de la paciencia, a esperar como buen cubano. Eran las diez y nada, entonces traté de darme terapia nuevamente pero no funcionó porque me debía levantar a las cuatro de la mañana, y la emprendí contra las pocas dosis de consuelo. ¡Qué se vayan a la mierda los hospitales gratis, las escuelas y todos los deportes con sus atletas! Eso lo gritaba mentalmente y con temor a que me oyeran, a la mierda si, debe haber algo más que esto en la vida, apestan los mismos consuelos, las mismas charlas, los mismos hambrientos, los mismos enfermos, los mismos maestros. La vida debe ser otra cosa y no solo tres consoladores para usarlos cuando falta el marido, o en esas locas fantasías políticas eróticas. Cuando era niño me dijeron lo mismo que hoy le dicen a los que son niños, ya somos viejos y no funcionan esos consoladores. Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá
19-8-2001.
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