|
Con varias manifestaciones callejeras, una de ellas encabezada por él mismo (con saco y zapatos tenis), Fidel Castro celebró el 26 de julio. ¿A quién le importa eso realmente? El 26 de julio es una de esas fechas cuya significación ha sido degradada por el tiempo. En su hora, en 1953, para los que murieron aquel día en el Moncada, el 26 era, de un lado, la resistencia a la violencia, el cumplimiento del deber, del otro, un relámpago de valentía romántica, un acto de fuerza contra la fuerza. Incluso cubanos que no estuvieron allí en Santiago materialmente acaso lo estaban de modo espiritual porque muchos habían comenzado a desconfiar del éxito de fórmulas pacíficas para salir del impasse creado por el golpe del 10 de marzo. Al final, la mayoría de los cubanos aceptó la estrategia de la violencia. Fue una aceptación fatal. El régimen revolucionario iniciado con el fuego y el humo del Moncada se convirtió en el montón de cenizas que es Cuba hoy. El 26 de Julio fue primero ese asalto, después una organización clandestina aguerrida, finalmente una tiranía. ¿Quién, entonces ni ahora, será capaz de jugarse la vida para instaurar una tiranía? Nadie, desde luego. No era eso lo que perseguían los jóvenes idealistas que siguieron al líder improvisado. No fue por eso que sacrificaron sus carreras, la tranquilidad de sus familias y la paz de la república. Los que murieron en el acto no pudieron verlo, pero los supervivientes descubrieron pronto el siniestro engaño. A golpes de retórica patriótica, con el insistente martilleo de consignas sacadas con ganzúa de Martí, el gran farsante los ató enseguida de pies y manos a la peor forma de servidumbre, que es la que se ejerce en nombre de una idea. Y los hundió después, con el resto de la población, en el torbellino de unos experimentos sociales y unos cambios económicos que se fundamentaron desde el principio en la irresponsabilidad, la ilegalidad y el crimen. Los aplausos se transformaron en cadenas, la prosperidad en miseria, la libertad en esclavitud. Muchos de aquellos jóvenes sacaban después de los bolsillos, en las sórdidas cárceles del sistema, sus carnets de miembros del 26 de Julio y lloraban. Lloraban, y lloran aún hoy lejos de la patria natal, no por ellos sino por Cuba, a la que habían contribuido a desgarrar. ``Martí es el autor intelectual del Moncada'', decía entonces el felón y aún lo dice, aunque ya no queda nadie que le crea. Pero Martí no fue, Martí no pudo ser, el autor del paredón, del presidio político, y de un remolcador lleno de niños al que criminalmente se hunde en el fondo del mar. ¿Y es este el 26 de Julio, es esta matriz de horrores, el que fueron a celebrar los fidelistas? ¿Es esta traición incalificable la que el perverso embaucador quiso evocar en su discurso? ¿Es ese periodo sangriento, el más estéril de toda la historia de Cuba, el que pintó él ante las nuevas generaciones del sacrificio, salidas hoy de las aulas escolares porque ya no hay donde encontrar un cubano crédulo? Se informa que se celebraron otras concentraciones aparte de la de La Habana. En todas ellas la consigna fue siempre igual: luchar, morir, derramar sangre, dar más, renunciar a más. El enemigo escogido por la última estrategia para extraer apoyo de las exhaustas masas populares es el mismo elegido por la primera: el imperialismo yanqui. Pero el desprestigio de ese antagonismo es tan evidente que los que escuchaban al malandrín no le hacían caso. Si el enemigo principal es el yanqui del norte, decían, ¿por qué aceptamos y buscamos desesperadamente su moneda? ¿Por qué luchamos por sus negocios y sus turistas? Cada uno de los que oía tiene en las tierras de ese enemigo un familiar, y de ese familiar vive. ¿Cómo ajustar tal realidad al falso oropel de unas palabras pintadas? No podían, no pueden ajustarla, claro está, y de ese desajuste surge una sola cosa: esquizofrenia. Se llama blanco a lo que es negro, se dice sí cuando se quiere decir no, se aplaude lo que se quisiera arrastrar por los suelos. Almas partidas, seres a quienes una macabra realidad ha impuesto una doble conducta, el sentir contra el decir, los cubanos de hoy necesitan quizás, más que un ejército liberador, una invasión de siquiatras. Y ese hombre que se alzó sobre la tribuna (más viejo pero no menos perverso que aquel 26 de julio de 1953) es el autor de todo. Su rúbrica personal está al pie de cada muro, de cada balsa y de cada reja. ¿Cómo lo pueden respetar? No, no lo respetan. En Cuba, como en cualquier país, hay fechas santas, hitos sublimes, días en que el pueblo supo alzarse frente a la adversidad dejando plasmada en la historia la huella de su heroísmo. En Cuba esas fechas son el 10 de octubre, el 24 de febrero y el 20 de mayo. Solamente un hijo de la vileza o un amnésico sería capaz de equiparar ninguno de esos días luminosos con el tenebroso 26 de julio. Agustin Tamargo 30 de julio de 2000
Contactos Copyright 2000 El Nuevo Herald
|