El País Digital
Jueves 
2 diciembre 
1999 - Nº 1308

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OPINIÓN
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La complejidad cubana 

RAÚL MORODO 

La IX Cumbre Iberoamericana, celebrada recientemente en La Habana, no puede decirse que haya sido un éxito, pero tampoco un fracaso: la ambivalencia va constituyendo la tónica general de estos foros, y difícilmente podrá ser de otra manera. No hay que olvidar, entre otras cosas, que en ellas participan los países latinoamericanos, dos europeos (España y Portugal) y sin la presencia directa de Estados Unidos: mucha diversidad y mirada atenta. Con todo, ha habido un avance significativo: institucionalizar la sede en Madrid y que, al parecer, dirigirá una personalidad mexicana con experiencia.
 
 

El tema central de la conferencia fue sobre la globalización que no provocó mucho entusiasmo, ni polémicas vivas -lo que también es frecuente- y la declaración final concertó acuerdos, manteniendo la doctrina general sobre democracia, pluralismo y derechos humanos. El proceso a Pinochet estuvo ensombreciendo los preparativos de esta cumbre, y al menos como pretexto, la ausencia de algunos países y, tal vez, por ello, la cuestión de la extraterritorialidad fue resuelta con facilidad. Pero lo que centralizó la atención política y mediática sigue siendo Fidel Castro y su régimen.
 
 

Cumbre y Fidel Castro, en efecto, son ya inseparables como problema: con verde-oliva o traje civil cruzado, Castro ve pasando presidentes y él se mantiene. El caso cubano atrae siempre atención periodística, se moviliza la diplomacia norteamericana desde fuera y repercute, en una u otra medida, en las políticas nacionales. Al realizarse la cumbre este año en La Habana, a estos factores conocidos se añadía otro conflictivo: la disidencia interna cubana. Y, en este sentido, la cumbre fue muy positiva: presidentes y primeros ministros pudieron reunirse con sectores de la emergente oposición política y recibir, de esta manera, información plural. De alguna manera, con esta actitud -por supuesto, negociada con las autoridades cubanas- no se legaliza la oposición o disidencia, pero sí introduce una cierta legitimación: paso importante y estratégicamente operativo. Dada la complejidad del sistema político cubano, la ilegalidad se desliza hacia una a-legalidad: nombres hasta ahora conocidos sólo en círculos reducidos adquieren relevancia, proyección internacional, protección indirecta y quedan ya fijados para eventuales conversaciones o contactos Gobierno-oposición. Desde luego, la a-legalidad no produce un status jurídico, ni seguridad, pero abre caminos, desbloquea y da también ilusiones. En este largo proceso, de avances y retrocesos, en donde desarrollo económico y evolución política son piedras de toque, todo aquello que facilite encuentros y disuelva dogmatismos excluyentes ayuda para el entendimiento pleno cara al futuro.
 
 

Por muchas razones, históricas y sentimentales, el caso cubano ha tenido siempre especial significación e interés en España, antes incluso de que fuera un tema político polémico: por haber sido nuestra última colonia, que motiva nuestra catarsis del 98; por haber tenido una muy numerosa emigración, que siguió reforzando lazos fuertes de nostalgia, afecto y mitificación: así, quien no ha tenido un padre en Cuba (Franco, Fraga, Tierno, Suárez) ha tenido un hermano o un abuelo (Ortega y Gasset, Aznar), y, en fin, la valoración romántica de la Revolución, con sus jóvenes líderes (Fidel-Che), durante décadas, tuvo en nuestro país, más en que ninguno otro europeo, una repercusión generalizada y no sólo en la izquierda. Sin duda, nuevas creencias globales y nuevos hechos políticos devalúan los escenarios anteriores, datos que a ciertos dirigentes cubanos les cuesta admitir o, al menos, reconocer públicamente. Sin duda, la ausencia de las libertades se ve como algo negativo, que debía superarse y evolucionar; pero también el acoso norteamericano, con un embargo con recuerdos napoleónicos, se percibe en todo el continente latinoamericano y en Europa como algo contraproducente para una evolución pacífica.
 
 

Al margen del anecdotario (fichas y corbatas, paseos polémicos y chaquetas al aire), infantilmente elevadas a categorías, lo cierto es que nuestras relaciones bilaterales (Cuba/España) han empeorado: los márgenes de maniobra se reducen y la cuestión está en saber si hay una voluntad política de mantener esta línea o de revisar posiciones. Es decir, si el caso cubano se considera ya cerrado (fin de juego, adaptación a la política norteamericana) o, por el contrario, si, dada la singularidad española y la complejidad cubana, cabe un replanteamiento con política propia y autónoma.
 
 

Ante todo, hay que partir de la base de que, frente a simplificaciones ideológicas o simpatías/antipatías personales o partidistas, el caso cubano tiene unas constantes (complejidad, especificidad, permanencia) muy a tener en cuenta. Y a ello hay que añadir algo ya dicho: la especial relación con España, al margen de regímenes o gobiernos. El general Franco, poco sospechoso de izquierdista, con motivo de un grave incidente diplomático, le dijo a su ministro de Exteriores de entonces: "Castiella, tome las medidas necesarias, pero no se rompe con Cuba". Y, en aquel momento, las presiones norteamericanas eran mayores que ahora y hay que admitir que, en una democracia, la flexibilidad es más propia a su naturaleza que en una dictadura. La estrategia presión/apoyo, con un finalismo claro (la evolución) parece el único viable. Con dos dirigentes opositores, del interior y del exilio, Elizardo Sánchez y Alberto Montaner, que poseen lucidez, coraje y tesón, he discutido mucho -por separado- la complejidad del sistema y las estrategias de salida y, en gran medida, salvando el lenguaje, que tiene que ser diferente, he visto más coincidencias que discrepancias.
 
 

Varios son los problemas que configuran esta complejidad cubana: entre otros, la personalidad carismática de Fidel Castro y el sistema político que encarna; la incidencia plural de Estados Unidos; las polémicas encontradas sobre reforma/ruptura del actual régimen, y, en fin, en todo este puzzle, el papel que puede jugar España.
 
 

Fidel Castro es la referencia obligada y fija del régimen: Fundador y Conductor del Estado y Mito y Patriarca de la Revolución. El marxismo de Fidel es predominantemente instrumental: válido en la medida en que facilitó y consolidó la concentración y socialización del poder personal. Hay mucho también de socialismo utópico y de Gran Padre Superior que cuida y ordena. Pero hoy, sin olvidar el utopismo, el realismo se impone y Martí sustituye a Marx/Lenin y los planteamientos desarrollistas, con algunos éxitos últimos, avanzan. En lo que Fidel Castro mantendrá como constante será su nacionalismo irredento: como un criollo tardío, el antinorteamericanismo no es coyuntural, sino histórico e ideológico: el enemigo siempre presente. Por el contrario, España es su compensación mítica: la historia de Cuba es parte de la historia de España, lamentablemente mal diseñada y peor ejecutada. Siempre pensé, por ello, que los Reyes españoles, no sólo antes de esta última cumbre, sino ya en décadas pasadas, deberían haber visitado Cuba de forma oficial: separar gobiernos (políticas coyunturales) de Estado (historia y futuro).
 
 

Si el amigo ideológico ha desaparecido (URSS), amigo político y económico, el enemigo tradicional -y muy cerca- permanece con su embargo. La economía cubana, en un mundo globalizado, busca salidas no fáciles y, a veces, forzadamente contradictorias, combinando racionalización y desnaturalización del régimen: la coherencia del mercado lleva a otras conclusiones económicas y políticas. Y en esta complejidad, el mercado, realidad y pretexto, lo encarna todo. El constante conflicto cubano-norteamericano, históricamente explicable, tiene una paradoja que dificulta salir de la actual endogamia inmovilista. A saber: que el régimen cubano y el sistema estadounidense son, al mismo tiempo, enemigos irreconciliables y aliados objetivos, en relación a intereses diversos. La beligerancia política y económica norteamericana provoca y, en cierto modo, legitima una actitud nacionalista e independentista más acusada, obteniendo así apoyos internacionales en América y en Europa. Por otra parte, a Estados Unidos, el actual statu quo cubano podría favorecer sus intereses cara al futuro. Es decir, en algunos sectores se entiende que una transición rápida a la democracia pluralista en Cuba es un riesgo por el no-control político del proceso y, sobre todo, porque -en la hipótesis de una degradación mayor-, a medio plazo, la absorción de la economía cubana por la norteamericana sería más lógica. Naturalmente, la exclusión europea y española sería natural. La dolarización semilegal existente hoy preanuncia la dolarización real del futuro: reconvertir a Cuba en zona de expansión normal norteamericana o, para algunos más radicalizados, en algo aproximado a un nuevo Estado libre asociado, en donde la emigración/exilio jugaría su papel.
 
 

La resolución o el camino a la resolución del caso cubano remite a su evolución o cambio, sea mediante una reforma gradual o una ruptura. Son ya cuatro décadas de régimen y múltiples proyectos se han diseñado desde fuera (invasión, golpe militar palaciego, aislamiento) y, también, desde dentro, con sectores moderados del exilio (evolución, gradualismo, presión). Por su parte, las tesis oficialistas no aceptan la transición -palabra tabú- y se instalan en una triple actitud: resistir políticamente, contemporizar económicamente y controlar policialmente. La minoría dirigente cubana -culta y preparada, con políticos inteligentes de hoy y de futuro, como, entre otros, Ricardo Alarcón- es, desde luego, consciente de que las cosas han cambiado en el mundo, pero las señales del cambio las dará Fidel Castro: la racionalización se vincula a la mitificación. Más sencillamente: contra Fidel Castro no hay transición, sin él no hay evolución. Como señalé en otro lugar, así planteado el caso cubano, llegamos a una aporía: Aquiles nunca alcanzará la tortuga.
 
 

La situación será, pues, insoluble si se mantiene la bilateralidad beligerante Cuba/EE UU. Washington y gran parte del exilio opinan que en las intenciones de Fidel no está la de cambiar, sino sólo ganar tiempo. La Habana piensa que realizando cambios políticos sustanciales el deslizamiento del país a la anarquía y enfrentamiento son inevitables. Ambos planteamientos son razonables y, al mismo tiempo, interesados. El embargo no es, desde luego, operativo para facilitar una evolución gradual, pero sí satisface presiones fundamentalistas y confía, con ello, un control de futuro. No es tampoco coherente ser demócrata flexible en China y demócrata puritano en Cuba, pero entre la lógica democrática y la lógica del mercado, a veces, incluso contradictoriamente, predomina la segunda.
 
 

La perspectiva europea, y sobre todo española, debería acentuar una línea metodológica y política distinta: de forma concreta, introducir la multilateralidad, aparcando la constante bilateralidad EE UU/Cuba. Las mediaciones latinoamericanas (cumbres y otros foros), europeas (UE) y, además, por nuestra singularidad, la española, podrían ayudar a un desbloqueo político y económico: salir de la confusión y entrar en la evolución. Las presiones, en este orden de cosas, tienen dos direcciones: hacia EE UU (levantamiento del embargo) y hacia Cuba (flexibilización y liberalización). Y, dentro de este complejo mundo cubano, con una personalización permanente de poder político, con peligro de bunkerizaciones internas, con la actitud estéril norteamericana, las mediaciones, en el marco de la multilateralidad, son, hoy por hoy, el camino que vaya abriendo ventanas y puertas. Y España, por supuesto, conjugando además una política de Estado y de Gobierno, pero más política de Estado.
 
 


Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid. 
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