A principios de los noventa los cubanos se las apañaron para aguantar
estoicamente apagones de seis, ocho o diez horas diarias. También les tocó
idear platos a base de picadillo de cáscara de plátano, hacer desodorante
casero con bicarbonato y leche de magnesio y hasta algunos vecinos sacaban
los catres a la calle para mitigar un poco el calor nocturno cuando no
funcionaba el ventilador. Aquella crisis galopante, sin duda la peor que ha
vivido nunca la isla, obligó a los cubanos a inventar y 'resolver' para
poder llegar malamente al día siguiente. Don Braulio pone como ejemplo un
dato: 'En los noventa, aquí las bicicletas sólo circulaban en los campos,
y hoy en La Habana hay más de millón y medio de ciclos'. Este jubilado de
80 años ya ha pasado por todo. Incluidas, dice, 'las tres grandes crisis de
la revolución: la de los setenta, la de la caída de Europa del Este y la
de la última década, que se conoce popularmente con el nombre de periodo
especial'. 'Bueno, eso de periodo especial no sé a quién se le
ocurrió, porque los otros 30 años de antes... ¿qué fueron?'.
Don Braulio es un empedernido bebedor de café y fumador de puros, pero,
con los que le dan a precio subvencionado con la tarjeta de racionamiento al
mes, no le alcanza casi ni para una semana. Como mucha gente, Braulio vive
de la bolsa negra, de comprar productos en el agromercado y venderlos
luego un poco más caros de casa en casa, especialmente en el barrio
residencial de Miramar. Otros se sitúan en los alrededores de los hoteles y
restaurantes, y cuando ven un coche de turistas piden al usuario que llega
una propina por 'cuidárselo'; dadas así las cosas, es mejor pagar.
La versión oficial dice que esta crisis no tiene nada que ver con la de
los noventa. 'En aquella época los dólares eran ilegales. No había
mercados agropecuarios, ni casi turismo, ni trabajo por cuenta propia.
Tampoco el país había apostado en serio por la inversión extranjera',
explica el director del Centro de Estudios de la Economía Cubana, Juan
Triana. Hoy, es cierto, todas estas medidas y reformas ya tienen un lustro
de práctica, pero la crisis ha vuelto a morder a los cubanos donde más les
duele. La reciente subida de precios en los mercados en dólares ha sido un
duro golpe para Mayeya, con tres hijas y un marido que le pega al frasco con
enjundia y con el que no se puede contar para llenar las arcas familiares.
Mayeya se ha apretado el cinturón y está siempre a la caza en las tiendas,
que cuando falta poco para que venza un producto lo rebajan. Ahora sale
cargada del diplomercado de la Calle 70 con 15 barras de mantequilla
holandesa que caducan el 30 de julio.
Los apagones, sin llegar a los de 1993, han vuelto a castigar a La Habana
sin piedad dos o tres veces por semana. Lo inmediato ha sido la aparición
de revendedores de velas. Un pregonero en una calle de la vieja Habana
reclamaba así a sus clientes: 'Aquí, aquí. Velas pa'l apagón y lindano
pa la picazón '.
La subsistencia en el interior se hace a la vez más difícil y más fácil
que en la capital de Cuba. Los productos del agro y del pollo cuestan en el
campo aproximadamente la mitad que en la ciudad en pesos cubanos; en cambio,
conseguir un dólar para adquirir aceite y pasta de dientes en las tiendas
de divisas en provincias se puede convertir en un ascenso por la
pared norte del Himalaya.
Lo de los trabajadores del azúcar, que a partir de ahora, por el cierre
de 70 ingenios, deberán dedicarse a otras labores -y los afectados son nada
menos que 100.000-, es otro cuento, pero de terror. La mayor parte irá a
estudiar o a cursos de reciclaje, pero los poblados o bateyes que
rodeaban las centrales azucareras tendrán que desaparecer.
Diez años después de la caída de Europa del Este, cuando la isla perdió
el 85% de sus mercados y el PIB descendió un 35%, de nuevo la consigna de
los cubanos es 'resolver o morir'.