Disidentes
M. VÁZQUEZ MONTALBÁN
El capítulo dedicado a los disidentes en Y Dios entró
en La Habana fue uno de los más difíciles para mí,
no por los temblores éticos derivados de mi simpatía por
la revolución cubana cuestionada por la evidencia de la disidencia,
sino por la obligación de aprehenderla desde el rigor democrático
y sin hacer concesiones a los profesionales y procesales del anticastrismo
como coartada de paranoicas militancias izquierdosas. Ante el anuncio del
juicio en Cuba contra cuatro de los más destacados disidentes digo
lo que escribí en mi libro: que Cuba debería aprender del
mal uso que los países de socialismo real hicieron de sus disidentes,
persiguiéndoles sañudamente o congelándolos. No hay
sociedades homogéneas y los regímenes socialistas jamás
resolvieron la cuestión de la pluralidad sociopolítica desde
el bastión dogmático de que el partido único de clase
representaba los intereses históricos del único sujeto del
cambio legitimado. Ochenta años después de esta teorización
estamos en condiciones de afirmar que no sólo ha sido un absoluto
fracaso revolucionario, sino que ha actuado como un tumor maligno que ha
acabado por destruir la comunicación veraz y enriquecedora entre
el Estado y el pueblo.
Si a la prohibición de la disidencia se une el control
unidireccional de los medios de comunicación, la anquilosis de movimientos
sociales críticos, el monopolio de la verdad de todas las mañanas,
es lógico que el establishment socialista sea el último
en enterarse de las quiebras del consenso social, y así descubre
de la noche a la mañana que en el Politburó de la URSS no
había comunistas y sí partidarios del retorno del zar. Liquidar
la disidencia es pan para hoy y hambre para mañana. La disidencia
es un espejo crítico y tal vez los dirigentes cubanos debieran hacer
un alto en la lectura de Granma para volver a leer Alicia en
el País de las Maravillas. |