Domingo 14 noviembre 1999 - Nº 1290
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En un mundo progresivamente global, fruto de la revolución en las comunicaciones, las fronteras entre los pueblos dejan de ser físicas para pasar a ser sobre todo culturales. En un mundo que se ha hecho pequeño, las relaciones entre las naciones se tejen ahora en torno a la capacidad de entenderse. Lenguas y culturas comunes son las llaves que abren a los ciudadanos grandes espacios de movilidad e interdependencia.
En este nuevo mundo, las naciones iberoamericanas que encaran este fin de semana su IX Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno se encuentran a priori en la mejor situación para hacer florecer el legado de la historia. Si durante siglo y medio las enormes distancias que separaban los distintos territorios se alzaron como obstáculos insalvables, la revolución en las comunicaciones puede hacernos recuperar en poco tiempo las largas décadas perdidas. Así, los 21 países miembros, que comparten no solo lenguas comunes sino también culturas políticas, planteamientos económicos, sistemas educativos y principios morales, pueden hoy mejor que nunca crear su propia Comunidad. Neutralizados los obstáculos físicos (las distancias), sólo dependerá de la capacidad de organización, el que lleguemos a atrapar el futuro. De ahí que las cumbres cumplan un papel importante; están llamadas a ser el motor institucional que estructure el llamado Espacio Iberoamericano.
Las cumbres iniciadas en 1991 significan el primer intento serio y continuado desde los procesos de independencia de organizarnos de forma solvente y de aparecer ante los ojos del mundo no como un montón de naciones fragmentadas, sino como un conjunto coherente. Dotadas del máximo peso político, las cumbres deberían asumir un claro poder normativo para acercar las políticas internas de los 21, adquiriendo una naturaleza equivalente a la de los Consejos europeos, en donde se define el norte y el ritmo de la construcción comunitaria. Si paulatinamente contáramos con normativas similares en los 21, la movilidad e interdependencia de los ciudadanos dentro del conjunto iberoamericano sería enorme y fructífera. Y existiría el denominado Espacio Iberoamericano.
Por otra parte, las cumbres están en el origen de la creación de una red de cooperación a 21, entramado que facilita el intercambio de experiencias y conocimientos y que demuestra el grado de compenetración entre todas las partes del conjunto. En este terreno lo prioritario es lograr que la dimensión iberoamericana entre de inmediato en todas aquellas parcelas que significan el futuro; las universidades, las industrias culturales, el dialogo inter-ciudades, la investigación y el desarrollo, la gobernabilidad, y así un largo etcétera. Y las cumbres deben velar para que no falten ni medios humanos ni recursos económicos en este empeño. Bastante se avanzó en este sentido en la V Cumbre, en 1995, con la firma en San Carlos de Bariloche del Convenio de Cooperación a 21, único tratado internacional de estos encuentros y con la aprobación de 12 programas de primera magnitud. Algunos de éstos, como el Ibermedia, en las artes audiovisuales, son hoy ya una realidad. Otros como el Mistral, para la movilidad universitaria, han tenido menos fortuna y han aguardado durante tres años sin éxito a que llegase la hora de su acordado lanzamiento. En general es cierto que poco se ha avanzado en este campo desde 1996, años que algunos ya han calificado de "auténtico invierno de las cumbres", pero también es cierto que puestas las bases del sistema (convenio de 1995) todo progreso se hace posible en el futuro.
Y por último está el enorme valor simbólico de las cumbres, con su impacto sobre la escena internacional, tanto por lo que significan de primer aviso serio al exterior de que somos capaces de ahondar en nuestra cohesión como por el plus de poder que da a cada uno de los países miembros el pertenecer a un nuevo todo solvente. Pertenencia por lo demás del todo compatible con la participación en otros proyectos de integración regional, como nosotros a la UE o México al TLC. A la hora de pasar balance a casi una década de cumbres, no podemos menospreciar el camino recorrido ni pasar por alto la filosofía que ha posibilitado su pervivencia: actuar bajo una dinámica constructiva de familia, lo que supone ahondar en todo lo que de común tenemos y orillar para otros foros las diferencias. Sólo así se pudo organizar en 1991 la I Cumbre con la crisis bélica en Centroamérica como telón de fondo, o saldar con éxito la IV Cumbre en plena guerra entre Perú y Ecuador. Sin falsear la realidad, todo estriba en comprender que es una pena que 400 millones de habitantes que pueden ponerse en contacto y entenderse con extrema facilidad carezcan de identidad política y de estructura propia dentro de la globalidad. Las cumbres son la vía para que ésta exista algún día. Nada mejor que seguir potenciándolas.
Juan Antonio March fue director general del Instituto de Cooperación Iberoamericano y es autor de Espérame en La Habana.
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