Domingo 14 noviembre 1999 - Nº 1290
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La primera Cumbre Iberoamericana sirvió para salvar las apariencias o, como se dice en México, para taparle el ojo al macho, e incidentalmente, para blanquear a dos de los últimos regímenes autoritarios de América Latina. En efecto, la Cumbre de Guadalajara, de 1991, permitió disimular próxima la celebración española del 500 aniversario del descubrimiento de América sin herir susceptibilidades latinoamericanas, y le ofreció a Carlos Salinas de Gortari y a Fidel Castro un magnífico escaparate para remozar su imagen y realidades antidemocráticas. Dado ese vicio de origen, las cumbres siguientes no podían más que mejorar y crecer en legitimidad y utilidad, y así ha sucedido.
La actual reunión de La Habana, como aquellas que la precedieron, no arrojará resultados fecundos ni producirá grandes definiciones, pero, de todas maneras, se antoja útil y pertinente. Lo es por dos tipos de razones, unas válidas para todas las conferencias de jefes de Estado de cualquier región y otras específicamente relacionadas con la actual situación latinoamericana. Los presidentes del hemisferio aprenden mucho los unos de los otros, y aunque el intercambio de opiniones con la península Ibérica no es necesariamente decisivo, también resulta interesante.
Cierto que muchos de los participantes se repiten; la longevidad política de los gobernantes democráticos del conjunto de países representados, sin alcanzar las de las dictaduras pasadas y presentes, es considerable, y ello le resta pertinencia al factor "oportunidad de conocerse" como justificación de las cumbres. Pero quizás incluso las repetidas comparecencias de Carlos Menem, Alberto Fujimori, Fernando Henrique Cardoso y del propio Fidel Castro son importantes. Junto con la del rey Juan Carlos, su experiencia, sabiduría acumulada y vocación de poder, al ser compartidas con sus colegas regionales, pasan a formar parte del acervo político de mandatarios siempre carentes de instrumentos suficientes para gobernar. Las reuniones en la cumbre tal vez no contribuyen a diseñar y poner en práctica políticas comunes, pero facilitan la generación de bases informativas y de enfoques comunes. Y no es poco.
Pero los cónclaves sirven sobre todo por otro motivo, vinculado muy particularmente a la nueva fragmentación latinoamericana. Jamás existió la amplia comunidad de intereses, metas y puntos de partida que en ocasiones se esgrime para hablar con grandilocuencia de la vasta "América Latina", pero hoy más que nunca la región se atomiza, al conformarse paulatinamente varias nuevas divisiones del subcontinente que actúan como fuerzas centrífugas y alejan a unas naciones latinoamericanas de otras.
Así, México, Centroamérica y el Caribe poseen actualmente una relación con EE UU, para bien o para mal, que los distingue radicalmente de los demás países: la enorme concentración norteamericana del comercio y de los flujos financieros y el tema migratorio sencillamente no son asimilables al resto de América Latina. Pero tampoco lo son los rasgos propios de la integración económica y de la convergencia política del Cono Sur, tanto por los crecientes paralelismos de comportamiento político electoral como por el peso creciente de Mercosur.
Los dilemas, las soluciones y las problemáticas de Brasil y Argentina, sobre todo, pero también de Uruguay y Chile, son cada vez más exclusivos de esos países. Y si bien muchos de los retos enfrentados por Colombia y Venezuela -guerrillas, narcotráfico, desigualdad, violencia social, tensiones con EE UU- son absolutamente comunes a muchos otros países, la intensidad de la dinámica bilateral comienza a arrollar cualquier preocupación de otra índole.
De tal suerte que la comunidad de problemas y obsesiones de otras épocas -el desarrollo, la intervención extranjera, la deuda externa, la democratización- empieza a verse sustituida por una atomización de situaciones. En este contexto, las cumbres, y su consiguiente cúmulo de comunicados y conversaciones, constituyen un conducto indispensable para la conservación de afinidades existentes, por disminuidas que estén, y para construir nuevas convergencias por remotas que parezcan. A un módico coste, reproducen cada año la noción de América Latina, en América Latina y en la península Ibérica. ¿Para qué prescindir de ellas?
Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México.
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