Viernes 1° de febrero de 2002
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CULTURA
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JESÚS
DÍAZ
Para los cubanos de mi generación La Guantanamera no era otra cosa
que un popularísimo programa radial de crónica roja. Su originalidad consistía
en que la susodicha crónica de crímenes era musical; en efecto, cada día la
estupenda voz de Joseíto Fernández cantaba el asesinato, la violación o el
estupro cotidianos en décimas tremebundas, abundantes en descripciones de
sangre, vísceras y sevicia, originales del propio Joseíto, que arrancaba su
singular programa con un montuno que el tiempo habría de convertir en famoso,
'Guantanamera, guajira guantanamera...'. Así, decirle a alguien cuatro
verdades, acto que en otras zonas de la lengua suele llamarse 'cantar las
cuarenta', en Cuba se sintetizaba como 'cantar una guantanamera'. Fue el extraordinario compositor clásico Julián
Orbón -nacido en Asturias, florecido en Cuba y muerto en el exilio en
Miami- quien tuvo la genial idea de sustituir la grosera agresividad de las décimas
del programa radial por el claro misterio de los Versos sencillos de
José Martí, conservando, sin embargo, el ritmo, la melodía y el montuno que
probablemente Joseíto Fernández había recogido de los campesinos de la región
de Guantánamo, en el este de Cuba. Años después, el cantante country norteamericano Peter Seeger grabó
esta versión, sin conocer muy bien su origen, y consiguió un clásico
universal de la canción protesta - La Guantanamera recordada todavía
por muchos-, que sirvió de formidable apoyo emocional en todo el mundo al
interminable Gobierno de Fidel Castro. Fue, desde luego, una dolorosa paradoja
para Orbón, lúcido anticastrista exiliado desde los años sesenta, cuyo
pensamiento estético y político podemos leer en los sugerentes ensayos de su
libro En la esencia de los estilos, publicado por la editorial Colibrí
de Madrid. La evocación de esta triste paradoja viene a cuento porque hoy asistimos a
otra, tan universal como lo fue en su día la canción, y que como ella tiene
por emblema el nombre de la región de Guantánamo, sede de la base naval que
Estados Unidos ocupa en un extremo de la bahía homónima, en el este de Cuba,
donde guardan prisión los talibanes apresados por el Ejército norteamericano
en el remoto Afganistán. Los derrotados fueron conducidos allí, al extremo opuesto de su mundo,
porque en la base naval de Guantánamo no rigen las leyes norteamericanas, ni
las cubanas, evidentemente. Desde un punto de vista jurídico, Guantánamo es
un no lugar, un sitio en el que los norteamericanos creyeron poder manejar
este vidrioso asunto sin tener que atenerse ni siquiera a su propia legislación. Pero hete aquí que el mundo, justamente preocupado por los derechos
humanos de los talibanes vencidos, se le ha echado encima al Ejecutivo
estadounidense escrutando con lupa su proceder y exigiéndole un escrupuloso
cumplimiento de las obligaciones internacionales para con los prisioneros. Ese
coro en favor de la justicia, al que me sumo enfáticamente, está formado por
organizaciones internacionales, gobiernos, organizaciones no gubernamentales,
juristas, periodistas e intelectuales. En verdad, el mundo le ha cantado una
ensordecedora y merecida guantanamera al Gobierno de George Bush, una
guantanamera tan poderosa que no tendrá otro remedio que escucharla y
rectificar o pagar un altísimo precio por su soberbia. Basándome en ese ejemplo, quiero entonar otra guantanamera, denunciar otro
escándalo tan sangrante y cruel que aver-gonzaría incluso al Joseíto Fernández
de la crónica roja. Ocurre que precisamente en Cuba, la isla donde queda
Guantánamo, hay centenares de prisioneros políticos que no empuña-ron jamás
un arma, ni participaron en ningún atentado, y que ya quisieran para sí las
jaulas y la comida que tienen los talibanes. Y esto sucede sin que la
aplastante mayoría de quienes claman contra Estados Unidos se apiaden de su
suerte. En el artículo Terrorismo político, de Isabel Rey, publicado el 22
de enero por el diario digital Encuentro en la red
(www.cubaencuentro.com), se informa que Félix Rivalta Monteller murió cuando
era conducido al policlínico desde la prisión de Alambradas de Manacas, en
el centro de Cuba, con un ataque de asma que había comenzado 72 horas antes
del traslado. En la cárcel de Kilo 8, provincia de Camagüey, José Alexis
Duardero Cabrera, Ricardo Nesrrone Velázquez y Ased Marquetti Fernández
sufrieron heridas en la cabeza y fracturas en las extremidades luego de
recibir una paliza por atreverse a exigir la comida que teóricamente les
corresponde. José Menéndez permanece aislado hace seis años en la prisión
de Guanamal. Las automutilaciones son frecuentes. En la prisión de La
Pendiente, Francisco Pérez Pérez se inyectó orina y petróleo en ambas
piernas; Manuel Antonio Ulloa se cercenó ambas manos; la ex prisionera política
Maritza Lugo denuncia casos de reclusos que se han sacado los ojos. Esa
realidad absolutamente atroz, que ya dura decenios, podría al menos
humanizarse si un coro internacional tan unánime y poderoso como el que le ha
cantado la guantanamera a Bush se la cantara también a Castro. Pero a
muchos de los críticos de la República imperial la vesania del anciano
dictador cubano no los escandaliza. Un ejemplo entre mil. En la columna 'Vejación' (EL PAÍS, 27 de enero),
Manuel Vicent entona una sentida guantanamera contra el Gobierno de Estados
Unidos, y concluye: 'No causaría escándalo su crueldad contra los
prisioneros afganos si fuera la de un dictador de cualquier calaña, de
derechas o de izquierdas; ya se sabe que la abyección anida en los bajos
fondos de la humanidad y unas veces toma el nombre de revolución social, y
otras, de salvación patriótica'. La caracterización de Vicent me parece
brillante, me ayuda a precisar que en Cuba la abyección del presidio político
castrista se escuda en ambos pretextos, revolución social y salvación patriótica.
Doy por hecha la buena voluntad de Vicent, y por ello mismo no alcanzo a
entender por qué la crueldad de Castro no lo escandaliza, ni a él ni a
tantos otros; después de todo, ser 'un dictador de cualquier calaña' no me
parece precisamente un atenuante. En el coro de quienes clamamos contra la violación de los derechos de los
prisioneros talibanes por parte del Ejecutivo estadounidense ha faltado, al
menos hasta el momento en que escribo este artículo, la voz de Fidel Castro.
Ausencia o demora tanto más significativa cuanto que Castro se ha apresurado
durante más de cuarenta años a cantar contra Estados Unidos. Sospecho que
esta vez su ausencia o su cautela tiene mucho que ver con que se cuida de
mencionar la soga en casa del ahorcado. Su Gobierno, condenado en Ginebra, no
puede darle a nadie lecciones sobre derechos humanos. Él lo sabe, por eso
calla o espera que el coro crezca aún más para sumarse y que su voz no se
note en exceso. Añadiré otra décima a mi guantanamera particular, con la esperanza de
que otras voces apoyen mi canto. La base naval de Guantánamo es un enclave
colonial anacrónico; Estados Unidos no tiene derecho moral a utilizarlo como
presidio; reclamo, por tanto, que los talibanes sean trasladados cuanto antes
a territorio norteamericano, y que Estados Unidos se comprometa a devolver la
base a la nación cubana en cuanto nosotros seamos capaces de dotarnos de una
democracia que merezca ese nombre.
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