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 La estrategia de Raúl

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Madrid -- La hipótesis de Raúl Castro, como la de Franco, es que el futuro está ``atado y bien atado''. Tras el entierro de Fidel, él ocupará la jefatura del estado, Carlos Lage seguirá a cargo de la administración del manicomio, y Ricardo Alarcón, que también quiere ser presidente, y que está seguro de ser ``el candidato de los norteamericanos'', quedará como segundo o tercero en la línea sucesoria.

Entonces, en la mejor tradición gatopardiana, el nuevo/viejo equipo cambiará algunas cosas para que todo siga igual. Liberalizará levemente los mercados campesinos, autorizará algunas actividades por cuenta propia y perseguirá con menos ferocidad las transacciones comerciales privadas. Dejará, por ejemplo, que los cubanos puedan vender y comprar automóviles, electrodomésticos o, si lo desean, sus viviendas. Autorizará que pesquen lo que les dé la gana, y renunciará a meter en la cárcel o a confiscarle la nevera al que le ocupen una langosta, ese peligroso crustáceo cuya posesión es una irrefutable muestra de traición a la patria. Incluso, permitirá que los restaurantes familiares, los ``paladares'', tengan más de doce sillas: ¿por qué no 24 o 36? Y si hay restaurantes familiares, ¿por qué no lavanderías, talleres de reparación de radios y televisores, u otra docena de esos servicios que los cubanos están necesitando a gritos?

Mientras Raúl jura adhesión incondicional a la memoria de su hermano, su estrategia consistirá en demostrar que el malo, el irracional, el inflexible, el idiota que metía en la cárcel a un hambriento padre de familia por comprarle un kilo de carne de res a un campesino, era Fidel. Y no tiene que decirlo. El discurso seguirá siendo rigurosamente ortodoxo, pero el mensaje real será declamado por los hechos. Es la fórmula más económica y eficaz de comprar popularidad a corto plazo: el culpable es el que se murió. El propósito será lograr que en poco tiempo un número creciente de ciudadanos, hoy absolutamente convencido del fracaso del sistema y de la negligente torpeza de la dirigencia, cobre ilusión en la ``nueva etapa''. El truco consiste en inducir a la mayor parte de los cubanos a que piense que ha ganado con el relevo. Con eso, supone, capeará el temporal en el frente interno hasta que los cubanos se acostumbren a la idea de que Fidel ya no estará junto a ellos para arrullarlos con sus peroratas de catorce horas, o para llevarlos en masa, bajo la lluvia, a cantarle el happy-birthday a Elián, ese niño inevitable y dulce que cumple años incesantemente.

En el frente externo, Raúl jugará la carta china, pero en cámara lenta, muy lenta. En China, por ejemplo, en los últimos años se han abierto cuarenta mil escuelas privadas, hay millones de propietarios rurales, y no sólo se acepta que millones de personas posean los bienes de producción, sino que hasta se ha invitado a estos capitalistas a formar parte del partido comunista. Nada de eso se piensa llevar a cabo en Cuba. La táctica será hablar, en abstracto, del modelo chino, para abrirles el apetito a los inversionistas y a los políticos extranjeros, a quienes la codicia suele cegar, pero limitando los cambios reales a unas cuantas concesiones sin importancia, mientras se insiste en el ``modelo cubano'': joint-ventures entre empresarios extranjeros y el estado. Es decir, capitalismo de estado. Monopolios en los que los de afuera, aliados al gobierno, explotan la mano de obra barata y dócil de los cubanos, al tiempo que el aparato militar, especialmente el proveniente de los cuerpos de seguridad --la policía política--, asume las funciones gerenciales de importancia dentro de esa zona pseudocapitalista.

¿Tiene viabilidad el proyecto de Raúl? No lo creo. A Raúl lo persigue una terrible paradoja: toda su fuerza le viene de ser el hermano elegido, pero ese linaje le hace mucho más difícil separarse de la línea trazada por Fidel. A Jruschov le resultaba relativamente fácil denunciar los crímenes y las estupideces de Stalin, pero ni era el hermano ni había ascendido a la jefatura del Kremlin por designación de su antecesor. Se había ganado su puesto diligentemente, ahorcando a Beria con la cadena del inodoro. Por otra parte, quienes conocemos el grado real de desmoralización de la clase dirigente cubana, tenemos que dudar de la voluntad de esta gente de seguir adelante con esa estúpida y criminal manera de estabular a la sociedad. Todos esos ministros y generales están rodeados de esposas, hijos, hermanos y sobrinos que, en la intimidad de sus hogares, con las naturales precauciones con que hay que protegerse de los micrófonos ocultos, no dejan de reprocharles que aún sigan militando en defensa de ese disparate, mientras les imploran que los saquen cuanto antes del país a algún destino extranjero.

Raúl, pues, ha olvidado el factor humano. Y ha olvidado que los gobiernos en los que las instituciones son muy débiles y carentes de legitimidad --aunque sean ``legales''--, como sucede en Cuba, las percepciones de las personas determinan la conducta. El cree que la pregunta que se hacen los cubanos, la masa y la clase dirigente, es cómo mantener el sistema, pero no es verdad: el debate sordo que se va urdiendo en el prevelorio de Fidel, como si las plañideras afinaran sus gargantas, no consiste en tratar de decidir cómo preservar el castrismo, sino cómo desmontarlo sin que el edificio se desplome súbitamente. Eso es lo que los preocupa.

Carlos Alberto Montaner

15 de julio de 2001