De Castro a Putin: dos monumentos
ANTONIO ELORZA
No siempre una movilización de masas es el producto de una respuesta
espontánea a la convocatoria que suscitan un líder o un tema
determinado. Tal es el caso de esas grandes manifestaciones por la vuelta
a Cuba del niño Elián que Gabriel García Márquez
nos califica de "espontáneas y espectaculares", poniendo su capacidad
literaria al servicio de las consignas de Fidel. Nada dice de la infame
mezcla de proceso de Moscú y de culebrón escabroso con que
el castrismo relata la huida hacia el infierno de la madre, análisis
médico vaginal incluido, forzada por ese personaje perverso, su
amante, que vestía con lujo, tras evidenciar desde niño su
maldad lanzando latas con excrementos al patio de la escuela, mientras
el ex marido es un auténtico San José, fiel a su familia
incluso después del abandono (Granma, 8 de febrero). Infamia
del relato oficial, edulcorada en su versión para españoles
de García Márquez pero culminada aquí con el siguiente
juicio: "El verdadero naufragio de Elián no fue en alta mar, sino
cuando pisó la tierra firme en los Estados Unidos". Resulta difícil
leer una mayor vileza, teniendo en cuenta las condiciones de supervivencia
del niño y la muerte trágica de su madre.
Por lo demás, si Gabo viajara por La Habana mezclado entre la
gente, y no en coche oficial, podría apreciar la amplitud del rechazo
soterrado a esa campaña cotidiana que todos los medios e instituciones
al servicio del régimen desarrollan para mantener la movilización
permanente. Como la respuesta que delante de mí se atrevió
a dar una señora en la guagua, camino del Parque Central,
al niño de tres años que repite el eslogan oficial "Elián,
regresa a tu patria y a tu escuela": "¡Calla, niño, que esto
no es la televisión!". O la historieta que sitúa en ese mismo
Parque Central habanero, pasados quince años, a un joven con la
pancarta "¡Regresen a Elián!". "¡Pero si ya volvió
a Cuba hace mucho tiempo!", le dice un paseante. Y el joven responde: "¡Por
eso mismo! ¡Yo soy Elián y ya es hora de que me devuelvan
a Miami!". Es una historia entre otras muchas que circulan por La Habana
y Santiago, expresando boca a boca el cansancio frente a las maratónicas
reuniones diarias, transmitidas íntegramente por radio y televisión,
en que el representante de los sindicatos agrarios pide a Elián
que vuelva para así no verse forzado a fumigar desde el avión
yanqui con veneno las cosechas de Cuba, el maestro que ocupe de nuevo el
puesto en su pupitre para no tener que aprender las mentiras de los enemigos
de la Isla, y el jurista que huya de un lugar donde todos los jóvenes
están sumergidos en la droga y en el crimen. ¿Nada le dice
al novelista esta campaña de intoxicación en cascada?: una
cosa es la consideración jurídica, favorable al padre de
Elián, y otra que el régimen obtenga un triunfo político
cuando su malgobierno fue la causa de la tragedia.
En La Habana piensan en decorar el paisaje urbano, junto al malecón,
con un monumento a Elián; en Moscú, el presidente en funciones,
Vladimir Putin, ha repuesto en su lugar, según la prensa, el monumento
a Yuri Andropov, el fugaz sucesor de Breznev en 1982, quien anteriormente,
a lo largo de quince años, dirigiera los famosos servicios secretos
de la URSS, el entonces llamado KGB. En La Habana, el comunismo en su versión
castrista experimenta una interminable agonía, hecha posible por
la capacidad represiva del régimen. En Moscú, ante la inminente
victoria de Putin, casi diez años después de la caída
del régimen comunista, se plantea la cuestión de hasta qué
punto el fin de la URSS y del "socialismo real", a pesar de su espectacularidad,
no va a consistir a fin de cuentas en el derrumbamiento de un edificio
sobre cuyas ruinas la nueva construcción se alzará marcada
por la configuración de su predecesora, hundiendo como ella sus
raíces en la tradición histórica rusa.
En este caso, las masas no se manifiestan como en La Habana, carecen
de incentivos y de todo entusiasmo para hacerlo. Pero no por eso su mentalidad
resulta indiferente para entender el apoyo mayoritario otorgado a quien,
como Andropov, procede de la institución que para cualquier demócrata
encarna lo más siniestro del pasado soviético. El ex teniente
coronel del KGB que es Putin ha querido marcar con su gesto hacia Andropov
una explicable continuidad histórica. La URSS ya no existe, el comunismo
tampoco, pero el Estado ruso, con su estilo burocrático y su vocación
de poder, no ha desaparecido. Con los imprescindibles relevos generacionales
y de limpieza política, los burócratas son los mismos. Por
lo que puedo observar en mi relación con los problemas de archivos,
mantienen la misma prepotencia, el mismo cinismo y el mismo desprecio de
las normas y del otro, que les caracterizaran bajo el "socialismo real".
Y probablemente, que tuvieran ya bajo el zarismo. Hacia el exterior, persiste
una radical desconfianza desde el supuesto de que ha de existir en el otro
una actitud reverencial ante Rusia como gran potencia, y hacia adentro
la noción de derechos humanos cuenta con un escaso respeto. No ha
de extrañar que el vivero donde se recluten los máximos gobernantes
sea la institución que encarna como ninguna otra la acción
no sometida a derecho del poder estatal, el imperio secreto sobre los ciudadanos
rusos y, en la medida de lo posible, sobre el mundo exterior.
Las circunstancias han cambiado, pero el enfoque KGB une a Putin con
su antepasado Andropov. No buscaba éste una apertura del sistema,
sino su depuración en nombre de una mayor eficacia desde los supuestos
de un comunismo nacional. Frente a la disidencia, represión. Precisamente
Putin ha construido su propia imagen sobre la combinación de ambos
aspectos. Desde tiempo atrás, con Radishev y Annenkov como antecedentes,
el sentido de la reforma parte en Rusia de reconocer que la libertad política
nada significa para la masa de la población. Siempre ésta
aceptó al poder en ejercicio, bolcheviques incluidos, y en caso
de crisis nunca pidió una disminución del poder del Estado,
sino su reforzamiento. La fórmula sería y es un absolutismo
eficaz, ajustado ahora a la propuesta de "dictadura de la ley", ofrecida
por Putin. De democracia y derechos humanos, nada se dice, y sobre los
medios de comunicación, las alusiones son preocupantes. Además
Putin ha dado en Chechenia una prueba inequívoca, masivamente refrendada
por la población, de que está dispuesto a aplastar con firmeza
a cualquier adversario del Estado ruso. Sin que le importe destruir a todo
un pueblo, cometiendo así gravísimos crímenes contra
la humanidad. La fusión de xenofobia anticaucásica y de imperialismo
residual, ambos muy vivos en la sociedad rusa a pesar de la actual crisis,
explica ese apoyo y la popularidad de Putin.
Además, el lenguaje utilizado permite encubrir la inseguridad
reinante en la vida social día a día: los chechenos no son
rebeldes, sino "terroristas". La destrucción de Grozni no es así
uno de los actos más brutales del fin de siglo, sino la limpieza
de un "nido del terrorismo". El ministro de Exteriores, la supuesta "paloma"
Ivanov, se lo explicó con claridad a los corresponsales extranjeros.
Y Putin se resarcirá de la vergüenza sufrida cuando en Berlín
asistió a la caída del muro, y se dijo que la nación
rusa no existía. A costa de los chechenos, hoy Rusia existe de nuevo.
Frente al exterior, realismo y "cooperación estratégica".
Buenas palabras hacia Europa y la OTAN, siempre que renuncien a la pretensión
de interferir en nombre de los derechos humanos. Como compensación,
los gobiernos occidentales agradecen la firmeza de Putin, por contraste
con la inseguridad del alcohólico Yeltsin, y pasan por alto el crimen
de Chechenia. Una Rusia con orden será un país adonde podrán
dirigirse fuertes inversiones sin los riesgos de los años noventa.
En cuanto al nacionalismo de Putin, su objetivo es seguramente situar por
fin al país en una onda de crecimiento económico, bajo la
cobertura autoritaria del Estado. Si Occidente ha dejado hacer en Chechenia,
cabe augurar buenos tiempos hasta que de nuevo pueda pensarse en una proyección
expansiva de Rusia.
Antonio Elorza es catedrático de
Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid. |