La historia del cine cubano viene delimitada por la inestabilidad política que vive el país a lo largo de la primera década del siglo XX -con la alternancia en la presidencia del gobierno de militares y civiles- y la presencia activa de Fidel Castro desde 1947, aunque más firme desde que, con su Movimiento 26 de julio, consigue hacerse con el poder en 1959 -su liderazgo al frente de las iniciativas políticas se verá reafirmado en 1976 cuando accede a la presidencia del país.
Los primeros pasos cinematográficos.
Como en el resto del mundo, será un francés, Gabriel Veyre, quien ofrezca las primeras imágenes en Cuba en 1897 (Simulacro o extinción de un incendio), a las que seguirán otras en la misma línea, la mayoría de Enrique Díaz Quesada, el más activo operador del naciente cine cubano, con una abundante producción de películas cortas, en la línea del documental y reportaje como El parque de Palatino (1906), Un turista en La Habana (1907), Los Festejos de la Caridad en Camagüey (1909), Los crueceros “Cuba” y “Patria” entrando en el puerto de La Habana (1910) y El epílogo del “Maine” (1912), entre otros.
En los años diez surgen los primeros largometrajes también de la mano de Díaz Quesada (Manuel García, el rey de los campos de Cuba, 1913; La Manigua o La mujer cubana, 1915) -punto de partida del cine cubano-, que en los veinte continuará su labor con El genio del mal (1920) y Arroyito (1922), entre otras. Son los años en que destaca igualmente la actividad de Pablo Santos y Jesús Artigas como grandes empresarios del país, impulsores de la apertura de grandes salas y representantes de importantes productoras internacionales.
Durante la década de los veinte, surgen abundantes títulos dirigidos por Ramón Peón (Realidad, 1920; Al aire libre, 1924; El amante enmascarado, 1926; El veneno de un beso, 1929) quien, tras destacar con La Virgen de la Caridad (1930), se marcha a México con la intención de poder desarrollar en mejores condiciones su carrera profesional. Eran años en los que el país vecino disponía de mayores atractivos industriales, mientras que Cuba era invadida por abundante material norteamericano, que comenzó a dominar la exhibición en toda la isla.
Mientras se producía un cine comercial -eran escasas las incursiones de productores cubanos- en la línea de comedias, musicales, temas folklóricos y otros pornográficos, más dedicados a los turistas, Ernesto Caparrós dirige, muy tardíamente, la primera película sonora, La serpiente roja (1937). Tras ella, y ya muy distanciados en el tiempo, se puede reseñar el thriller Siete muertes a plazo fijo (1949), de Manuel Alonso, y La rosa blanca (1954), una historia con la que Fulgencio Batista quería conmemorar el Centenario del libertador José Martí, y para la que contrataron especialmente al director mexicano Emilio Fernández.
Las nuevas propuestas revolucionarias (un largo itinerario).
Durante el mandato de Pío Sucarrás (1948-1952) se levantaron unos Estudios cinematográficos y se impulsó un Banco de financiación cinematográfica, controlados por los mexicanos. Cuando Fulgencio Batista regresa a la presidencia del país (1952-1959) se funda el Instituto Nacional, con el cual se pretendía impulsar la producción cinematográfica en Cuba.
Mientras estas iniciativas favorecían una producción conservadora y poco eficaz -muy en la línea mexicana y comercial-, otras iniciativas proponían pasos alternativos que llegaban del campo intelectual y cultural, todas ellas a través del cortometraje y las iniciativas amateurs muy arraigadas en la isla, de lo que era consciente la Cinemateca, centro que ayudaría a jóvenes como Guillermo Cabrera Infante, Néstor Almendros, Tomás Gutiérrez Alea y otros. Sus temas eran sociales, políticos, más realistas que los ofrecidos por el cine convencional.
En unos años en los que la guerrilla de Fidel Castro insistía en controlar el país, estos tanteos creativos no fueron otra cosa que el origen del futuro cine cubano, aquel que surgirá con el triunfo de la Revolución y que facilitará la creación, el 24 de marzo de 1959, del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC).
Bajo la dirección de Alfredo Guevara, el ICAIC fomentó la producción de documentales (cubriendo con todos los aspectos sociales, económicos y culturales del país, con un marcado contenido político, de formación y pedagógico), noticiarios (que fomentaran la reflexión) y otras propuestas creativas como los dibujos animados.
A estas iniciativas hay que añadir que, en 1961, el gobierno nacionaliza toda la industria de la distribución y exhibición cinematográfica, al mismo tiempo que se inicia el bloqueo económico a Cuba por parte de Estados Unidos. Esta nacionalización permitirá al gobierno diseñar un proyecto global cinematográfico, coordinado desde el ICAIC y que llevará el cine hasta los rincones más elejados de la isla. -desarrollará con gran efectividad el conocido “cine-móvil” muy en la línea soviética.
Durante los sesenta van a tener gran relevancia las aportaciones de Manuel Octavio Gómez (Una escuela en el campo, 1961; Historia de una batalla, 1962), los documentales de Santiago Alvarez (Muerte al invasor, 1961; Now, 1965) y los trabajos de Enrique Pineda Barnett (David, geografía de un paisaje, 1965-67), Octavio Cortázar (Por primera vez, 1967) y Pastor Vega (La canción del turista, 1967; De la guerra americana, 1969), entre otros, en una década de importantes iniciativas que se mueven, en su mayoría, en el campo del corto y mediometraje.
No obstante, estas aportaciones facilitarán otras nuevas que pretenden aunar posturas documentalistas -esencia del cine cubano- con otras más argumentales, importantes en la cinematografía latinoamericana, como Historias de la revolución (1960), en tres episodios, y Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea; Lucía (1967), de Humberto Solás; Las aventuras de Juan Quintin (1969), de Julio García Espinosa; y La primera carga al machete (1969), de Manuel Octavio Gómez. Todas las película, con evidentes apuntes revolucionarios en constante contraste con otras épocas, manifiestan la necesidad de reafirmación de los valores que deben mover al hombre y la mujer que viven en ese ambiente ideológico. Estos temas no impiden, sin embargo, que los directores desarrollen planteamientos formales de gran creatividad, que complementan con rigor crítico y reflexivo análisis sobre la dictadura, los cambios sociales o la actualidad revolucionaria del país. Todos estos planteamientos no impiden que el cine cubano comience a cosechar numerosos premios en festivales y muestras internacionales. Europa y América van conociendo lentamente la producción del país.
Estas películas eran fruto de una política de creatividad y formación impulsada por el ICAIC. En este sentido, y especialmente, el segundo aspecto es el que mayor protagonismo va a tener en el cine cubano. El ICAIC se convierte en un auténtico foro de formación, de donde van a salir todos los directores, técnicos y profesionales en general que sostendrán la producción cubana a lo largo de los años. Su estructura industrial le convertirá en el punto de referencia no sólo para todos los países latinoamericanos, sino también para otros muchos del Tercer Mundo, con una realidad cinematográfica muy exigua.
Cuando la apuesta ideológica no es suficiente.
Tras una década en la que la vitalidad revolucionaria era una constante (sobre todo porque los profesionales cubanos tuvieron la oportunidad de aprender un oficio, trabajar al lado de extranjeros de la talla de un Joris Ivens o Roman Kramer), se desarrolla en el cine cubano una línea creativa que, sin abandonar sus iniciales planteamientos, se embarcará a lo largo de los setenta en proyectos históricos de diversa índole -en especial los trabajos de Sergio Giral- y en algunos esporádicos temas de actualidad -películas de Manuel Octavio Gómez y Sara Gómez-, sin olvidarse de una intensa producción documentalista.
Se aprecia en la producción de largometrajes durante los setenta, una cierta dificultad para aunar criterios ideológicos y estéticos, obligándose sus directores a replantearse el enfoque de los mismos. Un ejemplo de ello puede ser Una pelea cubana contra los demonios (1971) y La última cena (1976), de Tomás Gutiérrez Alea, De cierta manera (1974), de Sara Gómez, y La cantata de Chile (1974), de Humberto Solás, entre otros.
El ICAIC pasa a depender en 1976 del recién creado Ministerio de Cultura, por el que se ve obligado a planificar con más rigor la estructura y las fórmulas de producción de cine en Cuba. Impone unos criterios más profesionales (incentivos y premios al trabajo realizado), en los que no se deja margen a la improvisación. No obstante, durante unos años se aprecia un evidente desconcierto en las líneas de producción que provocan algunos resultados muy convencionales como Malaula (1977), de Sergio Giral, y Guardafronteras (1980), de Octavio Cortázar. Desde 1979 el Festival Internacional de Cine de La Habana se convierte en escaparate de toda la producción latinoamericana -certamen que tendrá muchos problemas económicos en los noventa.
La producción más reciente.
El cine cubano de los ochenta no aclara en gran medida la línea de producción que se quiere desarrollar. Por un lado se lleva a cabo Cecilia (1982),de Humberto Solás, una película de alto coste y escaso rendimiento. Cuba no se podía permitir concentrar en un solo título toda la inversión anual. Por ello Julio García Espinosa asume la sección de cine del Ministerio de Cultura para organizar la industria y diseñar un plan de actuación que consistiría en producir más películas de menor coste. Esta iniciativa va a permitir que surjan nuevos directores que se inclinan por comedias e historias -tachadas por algunos de poco compromiso-, pero que abren nuevas perspectivas al cine cubano. Así intentos como los de Juan Carlos Taibo (Se permuta, 1983), Rolando Rodríguez (Los pájaros tirándole a la escopeta, 1984), Orlando Rojas (Una novia para David, 1985), Jesús Díaz (La lejanía, 1985), Constante Diego (Con el corazón sobre la tierra, 1985) y Victor Casaus (Como en la vida, 1986), se mueven entre los aciertos y los trabajos a medio camino y el comentario sociopolítico en donde la historia cinematográfica se sentía lastrada en sus resultados.
A mediados de la década de los ochenta surge la “Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano” (1985) -sus diversos grupos de trabajo cuentan con la dirección de Humberto Solás, Manuel Pérez y Tomás Gutiérrez Alea- y se crea la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños (por la que pasarán Fernando Birri, Gabriel García Márquez e importantes directores norteamericanos) con la que se desea dar un nuevo impulso al cine cubano y del Tercer Mundo. Mientras, la mirada histórica se contempla en las películas de Fernández Pérez (Clandestinos, 1987) y Humberto Solás (Un hombre de éxito, 1987), a la par que sobre la realidad histórica latinoamericana se encuentran los trabajos de Pastor Vega (Amor en campo minado, 1987) o Federico García (El socio de Dios, 1989). Juan Padrón, convertido en el director por excelencia del cine de dibujos animados del ICAIC desde 1974 -momento en el que inicia sus trabajos sobre su famoso personaje “Elpidio Valdés”-, desarrolla sus interesantes series Filminuto (1980-90), Quinoscopios (1985-87) y la película Los vampiros en La Habana (1986).
Las coproducciones llegan al ICAIC en un intento de relanzar a nivel internacional el cine cubano, cosa que no se consigue. Además, los jóvenes directores ya se atreven a criticar los modelos socio-políticos de sus padres y, por ello, el realismo socialista de la revolución. Títulos sin pretensiones van llegando a las pantallas del país (En el aire, 1989; Vals para La Habana vieja, 1989). En toda esta dinámica creativa influye, en gran medida, la falta de recursos económicos de Cuba, sobre todo por la situación por la que pasan los países del Este, en los que sus propios problemas les obligan a reducir su apoyo a Fidel Castro.
Los años noventa se inician con la obra colectiva Mujer transparente (1990) y la comedia Alicia en el pueblo de las maravillas (1990), de Daniel Díaz, entre otras. La crisis económica repercute drásticamente en los proyectos cinematográficos de la Escuela de Cine, El Festival Internacional de Cine y en el ICAIC, pilares de la producción cinematográfica cubana. A lo largo de estos años, y con muchos problemas, apenas salen a flote películas como María Antonia (1991), de Sergio Giral, Adorables mentiras (1991), de Eduardo Chipiona, El siglo de las luces (1992), de Humberto Solás, Fresa y chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea, Reina y Rey (1994), de Julio García Espinosa, y Guantanamera (1995), de T. Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, en su totalidad, historias dirigidas por algunos de los nombres más veteranos del cine cubano.
Emilio C. García Fernández
Enciclopedia Universal Multimedia ©Micronet S.A. 1999/2000
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