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Cuba: las caras del futuro
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       No le salió bien a Castro la cumbre habanera. Planeaba la consagración de su gobierno y fue la oposición la que acabó cubierta de gloria. Primero la andanada centroamericana. Arnoldo Alemán no acudió porque le repugnaba la dictadura cubana, madre y maestra del desbarajuste sandinista. El salvadoreño Francisco Flores --un hombre con principios y buena formación humanista-- tampoco, y más o menos por las mismas razones, a las que sumaba un elemento dramático: dos de sus compatriotas están condenados a muerte. Miguel Angel Rodríguez, el costarricense, añadió un matiz importante a estos desencuentros: no iría si no se le garantizaban el acceso irrestricto a los demócratas de la disidencia y la integridad de éstos una vez terminadas las fiestas patronales del villorrio iberoamericano. 

Ahí ardió Troya. Con su gesto noble Miguel Angel lograba una consecuencia imprevista: como Castro no podía negarles a los visitantes el derecho a codearse con la oposición, y tampoco podía apresar a todos los demócratas, durante ocho horas televisadas trató de destruir a sus líderes, con nombres y apellidos, consiguiendo con ello el efecto contraproducente. A partir de ese momento Gustavo Arcos, Elizardo Sánchez, Osvaldo Payá y Raúl Rivero se convirtieron en las estrellas de la cumbre y en las referencias obligadas de cubanos y extranjeros. Desde la cárcel les sucedió lo mismo a Vladimiro Roca, Marta Beatriz Roque, René Gómez Manzano y Félix Bonne, los cuatro valientes redactores de un documento tan bien meditado que Castro, ante la imposibilidad de responder, optó por encerrarlos. 

Tras el istmo centroamericano le tocó el turno a la península ibérica. No habían pasado 24 horas del ataque de Castro a los disidentes --esos ``mercenarios pagados por la CIA''-- cuando el presidente y el primer ministro de Portugal corrieron a respaldar a uno de los más notables. Inmediatamente entraron en combate los tercios españoles. Aznar no perdió una sola oportunidad de reclamar libertad para los cubanos. Lo hizo delante y detrás de los periodistas, en las calles y en las conferencias de prensa. Abrazó a los disidentes pero se mantuvo cortésmente distante de su anfitrión. El rey Juan Carlos no fue menos: con elegancia, mas sin el menor equívoco, pidió democracia para todos los pueblos de nuestra cultura. Se trataba de un brindis, pero Castro alzó la copa con el gesto torcido de quien va a beber cicuta. Nunca el vino le supo tan amargo a su infatigable gaznate. Quizás por eso la incómoda prótesis dental casi se le atraganta. Cuba es una potencia médica pero un desastre odontológico. 

Si Aznar y Juan Carlos fueron elocuentes con la palabra, a sus mujeres, a Ana Botella y a la reina Sofía, les tocó un papel mucho más conmovedor: se marcharon a comer, como quería José Martí, ``con los pobres de la tierra'', a una modesta fonda situada en un barrio infecto de la desvencijada Habana Vieja, en medio de una casa en ruinas y junto a unos vecinos empobrecidos por el comunismo hasta los límites de la indigencia. Era la Cuba profunda, cucarachera, nauseabunda, la que Pedro Juan Gutiérrez describía con su arte sin piedad en la Trilogía sucia de La Habana (¿no querían realismo socialista?), un excelente libro que estremeció al matrimonio Aznar poco antes de su viaje a la isla. Una cámara alerta filmó la mirada iluminada de una bella niña negra, delgada como la pena, que observaba el espectáculo: ``¿Es verdad --preguntó-- que en el país de la reina los niños tienen juguetes?'' El periodista no pudo responderle. Le dio diez dólares, un bolígrafo, un beso, y la niña se perdió corriendo en medio de la noche. 

Pero si lo que sucedió fue importante para la oposición, más trascendente aún fue lo que el gobierno español no permitió que ocurriera. Castro, como una Cenicienta maltratada por la madrastra americana, quería pasearse junto al rey en una carroza abierta, cogiditos de la mano, para transmitir, urbi et orbe, la imagen de un monarca amistoso y cómplice. No pudo. Como tampoco pudo hacerle la foto en el trono cuidadosamente despolillado que se conserva en el Palacio del Segundo Cabo, ceremonia concebida por sus expertos en relaciones públicas para embadurnar las primeras páginas de los periódicos de todo el mundo: ``Juan Carlos reina también en La Habana''. ¡Qué portada se perdió Hola!  Lo que ocurrió con México fue lo que los pedantes llaman un ``giro copernicano''. Tras décadas de indiferencia ante la oposición interna, la diplomacia mexicana le abrió los brazos. Ernesto Zedillo, que venía de purificar al PRI sumergiéndolo en unas primarias democráticas para elegir candidato, con toda coherencia continuó en Cuba su meritoria labor: le ordenó a la canciller Rosario Green, una brillante dinosauria de la vieja guardia tercermundista mexicana, que se entrevistara con Elizardo Sánchez, exactamente igual que habían hecho los cancilleres de Panamá, Costa Rica y Nicaragua con otros líderes de la oposición, o el presidente uruguayo Julio María Sanguinetti. Un embajador amigo me lo contó en estos términos: ``Era como la niña bella a la que su madre la obliga a ir a la fiesta de graduación con el gordito de las gafas.'' No lo creo: desde hace cierto tiempo Rosario Green, cuando sabe que no hay periodistas, tras mirar bajo la mesa, no oculta el desprecio que le produce el castrismo. 

La política es un sistema de símbolos y señales, un lenguaje. Nadie duda de que el castrismo es un régimen moribundo, pero era indispensable identificar hacia dónde podría desplazarse el poder cuando comience el desmantelamiento de este interminable manicomio. Ahora es más sencillo. Ahora la transición tiene caras y nombres conocidos, familiares, respetables. Los cubanos han dado otro paso hacia su libertad. El futuro comienza a tener rostro. 

CARLOS ALBERTO MONTANER

© Firmas Press / El Nuevo Herald 

Publicado el sábado, 20 de noviembre de 1999 en El Nuevo Herald 

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