La IX Cumbre Iberoamericana que concluyó el martes en La Habana
pasará
con características exclusivas a los anales de estos encuentros
que se
inauguraron hace ocho años en la ciudad mexicana de Guadalajara.
Fiesta de la democracia en la casa del dictador será, sin
duda, la más
relevante de ellas.
La frase ``fiesta de la democracia'' fue acuñada durante la I
Cumbre en
1991 y a partir de entonces se ha venido repitiendo en todas las citas
posteriores. La excepción ha sido La Habana. Nada de extrañar
teniendo en cuenta que el
régimen de Fidel Castro, gobierna en el país desde hace
40 años bajo la
cobertura marxista-leninista, que lo define como ``dictadura del
proletariado''.
La mayoría de los mandatarios iberoamericanos tienen pocas dudas
de la
naturaleza antidemocrática del castrismo. Por eso su presencia
en La
Habana y su brindis conjunto con Castro parece ser un contrasentido
y para
algunos un acto de cinismo y de cobardía política.
Sin embargo el propio Castro se encargó de recordar por qué
se habían
reunido en La Habana estos presidentes. Cuando hace cinco años
Cuba pidió en
Cartagena la sede de la Cumbre para 1999, dijo Castro, todos aceptaron
pensando que para entonces su régimen habría sucumbido
tras el derrumbe
del comunismo.
Con afirmaciones cargadas de cinismo, Castro recordó a sus invitados,
por qué todavía se mantenía en el poder: Porque
hizo caso omiso de los consejos
recibidos en las pasadas cumbres para democratizar su régimen.
``Cual si tuviésemos por preceptor al mismísimo Aristóteles,
escuchábamos pacientemente sus consejos con la sonrisa de la
Gioconda y la bíblica
paciencia de Job'', dijo Castro en tono burlón durante el discurso
inaugural.
La Cumbre de La Habana tuvo un especial toque distintivo: El acoso,
arresto y persecución de numerosos opositores políticos
del gobierno anfitrión.
El castrismo optó por tomar ``medidas preventivas'' para silenciar
a sus
opositores. En esto se diferenció de otros gobiernos democráticos,
que
han tolerado pacientemente, en sus respectivos países, los actos
organizados
por quienes se oponen a las cumbres o por los grupos movilizados para
ensalzar con cánticos de alabanza revolucionaria a Castro, frente
a los hoteles
donde se ha hospedado.
La Cumbre de La Habana sentó también un precedente. El
régimen anfitrión
hospedó a los mandatarios invitados en lujosas residencias privadas,
alejados del ambiente más público de los hoteles. Nunca
antes,
en las ocho
cumbres anteriores, los presidentes fueron preservados del ``mundanal
ruido'' de
la prensa y los curiosos, de esta manera tan delicadamente hospitalaria.
La Cumbre de La Habana acumuló el mayor número de ausencias
presidenciales que las celebradas hasta ahora. Los mandatarios de
Argentina, Chile, Costa Rica, El Salvador y Nicaragua no aparecen en
la tradicional
foto de familia porque se negaron a asistir al encuentro.
Pero lo que realmente llama la atención es la invitación
cursada por
Castro a dos altos prelados católicos para que asistieran al
acto inaugural de la
Cumbre. Nunca antes ningún líder religioso había
participado de esta ceremonia.
En un régimen que todavía discrimina sutilmente a los
creyentes, la
invitación al Cardenal Jaime Ortega, Arzobispo de La Habana
y el presidente de la
Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, Adolfo Rodríguez,
Arzobispo de
Camagüey, pudiera interpretarse como una comprometedora convocatoria
o
como una citación policíaca.
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