Leche de amnesia
GUILLERMO CABRERA INFANTE
Después de repetidas invitaciones por teléfono a mi casa
de Londres, decidí reunirme con José María Aznar el
día antes de recibir el Premio Cervantes con la medalla de oro que
me acreditaba como ganador en 1997. Esa tarde vino a buscarme al hotel
Palace un automóvil oficial; al entrar supe que era un carro blindado.
Venía conmigo en esa ocasión Mario Vargas Llosa.
La reunión se celebró en el palacio de La Moncloa, donde
nos esperaba Aznar, que me pareció más alto que en la televisión
y las fotografías. El protagonista del encuentro sería Aznar,
los antagonistas, que todavía no sabíamos que lo seríamos,
fuimos Vargas Llosa y yo. Fue bueno que Aznar invitara también a
Vargas Llosa porque seríamos los dos testigos de excepción
de lo que dijo o no dijo y quiso decir Aznar.
El señor presidente, como el Rey, me trataba de tú, yo
insistía en tratarlo de usted no por reconocimiento a su cargo,
sino por mera cortesía de aldeano recibido en Palacio. Es decir,
no por marcar distancias políticas sobre las que Aznar trataba de
extender el puente de oro de la bienvenida al heraldo, él debía
saberlo, que vendría con malas noticias.
Después de lo que se podría llamar inanidad sonora, le
pregunté a Aznar a bocajarro: ¿Pero usted dijo que movería
pieza si Fidel Castro movía las suyas? Hasta ahora es usted el que
ha movido todas las piezas. "No creas", dijo Aznar, "él también
ha movido piezas", sin especificar las piezas movidas por Castro. ¿Sería
una de ellas el cambio de corbatas, una de seda por otra con su nudo? Aznar
opinó ya al final de la reunión: "Castro está ahí.
No se va a morir por ahora. Mientras esté en el poder tendremos
que negociar con él".
Pero es, por supuesto, algo más que negociar: es la política
culpable de forzar a los países vacilantes de América
y a la misma Unión Europea. No son, está claro, meras negociaciones
inocentes, sino todo lo contrario: es ejercer la connivencia con el sistema
totalitario cubano.
Algunos de mis argumentos me los he prestado a mí mismo de mi
Mea Cuba de 1992, una edición que fue escamoteada por sus
propios editores ante una petición mayor (según un escritor
español que debe permanecer en el anonimato para proteger al culpable:
pero su versión si no es verdad es al menos veraz) hasta la edición
íntegra y aumentada publicada por Alfaguara, que se lee como una
reedición de cuentas porque es la verdad repetida. No como
quería Goebbels y quiere Castro, la mentira que no cesa para erigirse
en verdad, porque él tiene la voz larga y los políticos la
memoria corta: en realidad todos padecen de amnesia moral. Pero como dijo
José Martí hace cien años largos y terribles: "Del
tirano di todo, di más".
Pero los tiranos también mueren: ver a Hitler, a Stalin, a Franco.
En España el juez Garzón ("Juez Garzón" es una frase
homérica y hasta yo me veo obligado a repetirla) persigue a un ex
dictador mientras el Gobierno y los empresarios (no hay que engañarse:
Aznar y Rato han representado siempre a "la patronal") viajan a Cuba, festejan
a Fidel Castro, el tirano más a mano pero apenas vivo y almuerzan
y cenan con él mientras el pueblo hambreado tiene que conformarse
con mirar por las ventanas desde la calle el banquete perpetuo tras las
puertas cerradas a todos los cubanos -excepto por supuesto a los cómplices
de Castro-. España ha comprado todo lo que Castro ha robado.
Dicen defender el "bloqueo" que no existe más que en la propaganda
perpetua del desgobierno cubano sin vergüenza pero que como el leviatán
viejo está boqueando.
En La Habana no se hablará de los muertos asesinados, ni de los
miles de desaparecidos en el mar huyendo hacia la libertad, ni de esa obscenidad
que no durará cien años pero que dura dura todavía.
Se hablará de negocios, pingües o propicios, y se condenará
la ley Helms-Burton: ya no más "Yankee go home" sino "Yanqui
please come back".
A la noche del otro día Aznar le dijo a Míriam Gómez
que más negocios hacía Canadá (ya no: España
viene primero) y ella le respondió: "Los canadienses también
matan foquitas a palos. Además son extranjeros, no de nuestra familia
como ustedes". Dispuestos, digo yo, a regresar a la Nueva Colonia, donde
los cubanos han vuelto a ser esclavos. Pero esta vez el amo no trata de
engordarlos y hacerlos fuertes para que trabajen más, sino que son
hambreados, expoliados y van tan desnudos como los muertos. Estas relaciones
renovadas ahora están hechas, como los acuerdos de Hitler y Chamberlain,
in articulo mortis. Pensé decirle a Aznar pero no lo dije,
que si Winston Churchill hubiera opinado así después del
estruendoso fracaso de Chamberlain, hasta entonces primer ministro inglés
y apaciguador de Hitler, que vino de regreso a Londres desde Berlín,
enarbolando un pedazo de papel blanco como una bandera de tregua, que explicó
como si hubiera ganado la batalla de compromisos: "Peace in our time!".
No había acabado de decir "Paz en nuestro tiempo" cuando Hitler
convirtió el acuerdo en papel mojado para invadir a Polonia. Si
Churchill hubiera pensado como Chamberlain y hubiera dicho que Hitler estaba
ahí en Alemania y los países ocupados y no se iba a morir
todavía, y había que pactar con él, entonces, toda
Europa y medio mundo habría sido nazi bajo la bota del Führer.
Pero Aznar, por supuesto, no es Churchill. Como no lo fue tampoco Felipe
González cuando me invitó a almorzar en la embajada española
de Londres. Ahí no estaba solo: lo acompañaban el ministro
de Exteriores Fernández Ordóñez, el ministro de Economía
Carlos Solchaga y el anónimo futuro embajador español en
la ONU. La única voz que podría parecerse a Churchill era
la de Fernández Ordóñez, quien, a pesar de estar enfermo
de muerte, rebatió las últimas declaraciones de Castro con
un vigor inusitado. Mientras en el almuerzo Carlos Solchaga sentado frente
a mí no decía nada de sus planes económicos para salvar
al régimen de Fidel Castro, ya en picada para ir a parar al mismo
estercolero histórico a hacerle compañía a Honecker
y a Jaruzelski, Solchaga prefirió hablarme de cuentos y novelas.
No sólo la historia se repite, también se repiten las
citas históricas. En una cena con Aznar y Ana Botella en la misma
Moncloa, pero ante una mesa larga en el comedor con otros invitados, Aznar
sentó a su derecha a Míriam Gómez y la señora
de Aznar me sentó a su derecha, todo con una versión familiar
del protocolo. Pero a mi derecha sentaron a Rodrigo Rato. Tengo poca suerte
al hablar con los ministros de Economía españoles. Ni Rato
ni Solchaga hablaron de que manifestarían a Cuba su preocupación
por los derechos humanos en los que el último Castro tiene peor
historia que todo Pinochet. A Solchaga se le ocurrió una estratagema
para ayudar a mantener en el poder a la dictadura de Castro: ¡imponer
impuestos a mendigos! Que es lo que son todos los cubanos, a pesar de las
remesas que vienen del exilio, que suman más dólares que
los obtenidos por el azúcar, el tabaco y el turismo.
Rato me habló todo el rato ¡de películas!, declarándose
como un fan fuerte. Como en ninguna de mis conversaciones con políticos
españoles, ni antes ni después de Aznar, hablaba debajo de
un rosal, puedo contarlo ahora porque nada se dijo o se habló o
se comió sub rosa. Pude decirle tanto a González como
a Aznar que un inglés, lord Acton, que vivió en el siglo
XIX, previó mejor que Marx la aparición varias veces diabólica
de Hitler y de Stalin: "El poder tiende a corromper y el poder absoluto
corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres
malos". (El énfasis es mío, no del visionario Acton).
Podía preguntarles a Aznar y a González, que por supuesto
lo saben, claro que lo saben: ¿qué clase de corrupción
exhibe un hombre, Fidel Castro, que ha ejercido el poder absoluto durante
cuarenta (40) años largos? Cuba había padecido siete años
(1952-1959) una dictadura corrompida de inicio, liderada por un ladrón
que mataba a quien lo sorprendiera o dijera que lo había sorprendido
robando. Pero el poder de Fulgencio Batista (general que nunca ganó
una guerra, ni siquiera combatió en ningún frente de batalla
y si ganaba eran las partidas de canasta que jugaba cada tarde con sus
íntimos) nunca fue absoluto sino espasmódico y con la boca
llena de mala espuma, como un epiléptico moral. La prueba es la
huida de Batista hecha con nocturnidad y cobardía en la madrugada
del uno de enero de 1959. Cuando de un mal paso en la historia de Cuba
llegó al poder Fidel Castro, después de haber sido un prisionero
político del régimen de Batista, que lo apresó durmiendo
y lo condenó a la cárcel de Isla de Pinos por diez
años, de los que cumplió sólo dos, para ser
un salvador de Cuba y acto seguido convertirse en su azote: un Atila contra
los cubanos.
Hay presos por Castro que fueron fusilados por mucho menos crímenes
que haber asaltado un cuartel en la madrugada. Los afortunados, como el
general Arnaldo Ochoa, tuvieron la suerte de ser asesinados ipso facto
como Hitler fusiló a los generales complotados. El líder
del motín, el coronel Von Stauffenberg, fue asesinado con un tiro
en la nuca, y el héroe de las campañas de África del
Norte, Erwin Rommel, que sólo había dado oído a otro
general conspirador, fue obligado a suicidarse. El final del general Ochoa,
héroe de la intervención castrista en África, sugiere
no vidas sino muertes paralelas. Los menos afortunados fueron a dar con
sus huesos en las justamente infames cárceles cubanas. Como Mario
Chanes, que estuvo preso treinta (30) años, menos un día:
porque Fidel Castro es un hombre generoso. Aunque gobierne no con mano
dura, sino con una garra implacable para las fuerzas democráticas
que sobrevivieron a Batista, Cuba es (y no importa lo que digan y hagan
los castristas de siempre y los neocastristas de nuevo cuño) el
régimen totalitario más absoluto que recuerdan la historia
y, más importante, la geografía de las Américas.
No hay que llamarse a engaño y el que engaña en estos
tiempos de información global instantánea (y Cuba no queda
en las antípodas como Indonesia) es porque quiere dejarse engañar.
El poder totalitario de Castro se sienta y se asienta sobre el ejército
más poderoso de América, después del de Estados Unidos,
además de una policía política, Seguridad de Estado,
de la que son miembros activos uno de cada veinticinco (25) cubanos. La
proporción de Cuba, con apenas once millones de habitantes, es apabullante,
como los regímenes de Stalin y de Hitler. Sin siquiera contar los
cinco millones (5.000.000: como declaró su general en jefe el año
pasado) de los ubicuos Comités de Defensa de la Revolución,
que ya no es, que mantiene una institución calcada de las infamantes
Blockwarts de la Alemania Nazi. Pero Hitler sólo gobernó
12 años antes de escaparse a sus captores por la vía del
suicidio.
Si el rey Juan Carlos quiere olvidarse de los insultos que le dedicó
Castro (y que tanto preocupaban a González) al preguntarse en su
retórica más cínica quién lo había hecho
rey y llegar hasta cuestionar su dinastía, como se olvidó
el papa de Castro (el papa de Hitler fue Pío XII, ahora a punto
de ser beatificado olvidando su connivencia con Hitler y su antisemitismo
visceral), de los conventos clausurados en Cuba, las iglesias tapiadas
y los curas y monjas expulsados de la isla, cuando apretaba las manos de
Castro que le decía: "Yo nunca perseguí a los católicos"
y bien podía añadir: "Fue mi hermano".
Si el Rey hace su voluntad soberana y quiere pasearse en La Habana por
las calles cariadas y las fachadas carcomidas detrás de la cual
no hay nada (culpa, por supuesto, del "cruel bloqueo", etcétera),
porque la nada es la opción de gritar "¡Patria o muerte!".
Sin dejar de fusilar, de encarcelar, de matar de hambre al pueblo contra
el que gobierna el Marxismo Líder. Si el rey Juan Carlos
sale de su residencia para ir a la residencia de Fidel Castro o a la sede
de esa tragicomedia castrista que se llama la Reunión de La Habana,
el Rey tendrá que asumir la frase latina de Horacio y musitar: "Las
ruinas me cogerán impávido". Si se cansa, lo sentarán
en el sillón real que se mantenía en Cuba como una reliquia:
un memento mori de lo que José Martí llamó,
hace más de cien años, "colonia de esclavitud". El Rey se
sentará por unos pocos minutos en el sillón que Castro ha
convertido en un trono de sangre.
Cuba ha tenido el terrible privilegio de ser la víctima de este
lema horrendo, "¡Patria o muerte!". Es decir, de tener que proteger,
secundar, mantener, alabar y dar vivas al hombre que acabó con la
república con su lema traidor y engañoso. La alternativa
única para los cubanos es por supuesto no la patria sino la muerte.
El Rey en La Habana y Aznar que lo sigue a todas partes como una sombra
se deberían preguntar (y ver quién les reponde), al encontrarse
además de policías, agentes de la Seguridad del Estado y
esas turbas oficiales que gritaban hace noches en la televisión
"¡Mueran los derechos humanos!" (nunca una declaración para
la acción política se hizo más directa y peligrosa)
se podrían preguntar Aznar y el Rey por delante, después
de salir de ese laberinto de sevicia que conforman las calles de La Habana,
por qué se encontraron a su paso a los negros y mulatos apenas cubiertos
por harapos que componen el 75 por ciento de la población (entre
la población penal llegan a un 90 por ciento) de Cuba mientras quienes
la controlan, dominan y apabullan de Fidel Castro para abajo y todos sus
miñones unidos, y todos sus ministros y todos sus esbirros en la
policía y hasta la dirigencia de los infames escondidos tras las
siglas de los CDR, todos, son blancos, o lo parecen, desde el vocero
del régimen al vociferante Richard (ahora Ricardo) Alarcón.
Si esto no es un apartheid bajo las palmeras del trópico,
que vengan los Botha y lo aprueben, como lo aprobó el muy mal informado
Mandela.
Parafraseando al gran Máximo Gómez, un dominicano que
peleó en las dos guerras cubanas contra los demonios de la colonia,
para luego rechazar que lo eligieran el primer presidente de Cuba independiente
diciendo: "No quiero ni debo, porque si lo hago mal el pueblo dirá
ese maldito dominicano". Ahora parafraseo a este verdadero patriota: no
me hablen de fastuosos hoteles ni del matute de Matutes, háblenme
de la libertad de Cuba que es la que está en juego en este miserable
(para los cubanos) último año del último siglo de
la Era de Castro.
Un critículo español me llamó con un título
para mí honroso: el Anticastro. Admito que lo soy y lo asumo.
Una palabra o dos antes de irme. Quiero decirles a los que hacen un pacto
con el Diablo ("Te doy hoteles aunque sean robados") llámense papas,
reyes o presidentes, que llegaría a hacer un pacto con Dios para
que nos libre de este Mefistófidel.
Guilermo Cabrera Infante es escritor cubano. |