Más se perdió en Cuba
M. Á. BASTENIER
La Cuba de Castro es hoy un rictus preso en una tautología. El rictus
es la desigualdad introducida por la dolarización, que dispara la
injusticia para darle fuelle al régimen, entre los que tienen acceso
al billete verde y los que no . Y la tautología es la justificación
de la precariedad en el aislamiento provocado por el embargo estadounidense
-que el castrismo en la menor de sus manipulaciones llama bloqueo
- al tiempo que se afirma con arrogancia digna del paleo-falangismo que
el aislamiento ha sido vencido. Efectivamente, Cuba está aislada,
pero mucho más que por el vil embargo, por la negativa a reconocer
que el mundo exterior condena el castrismo tanto como repudia las leyes
Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996), que pretenden reducir a Cuba -no
sólo al castrismo- de nuevo a la situación de protectorado,
como antes de la despilfarrada revolución de Fidel Castro en 1959.
La tautología se hace verbo cuando el ministro de Exteriores,
Felipe Pérez Roque, asegura que a "Estados Unidos sólo le
toca reconocer su derrota en el intento de aislar a Cuba", y sacar las
consecuencias de ello "poniendo fin al bloqueo". Un final que no haría
democrática a la isla, y que tampoco mejoraría sustancialmente
la situación material de los cubanos, porque es la incomprensión,
sincera o fabricada, del mundo lo que acarrea su miseria.
Ese aislamiento se extiende cuando el mismo ministro se preguntaba ante
un grupo de periodistas europeos en La Habana por qué Europa puede
construirse pese a la diversidad de lenguas e historia, y a América
Latina, con mucha mayor homogeneidad, le es imposible. Semejante arranque
bolivariano, del que sólo el desconocimiento o el cinismo pueden
explicar la omisión de que la construcción europea se basa
en la identidad del sistema democrático asumido por todos sus participantes,
es la última operación en busca de balones de oxígeno
pensados sólo para durar.
Y ese aislamiento continúa cuando el llamado zar de la economía,
Carlos Lage, más o menos segundo de Fidel Castro, se aterra, en
entrevista publicada recientemente en EL PAÍS, de que puedan creer
en el exterior que juega a sucesor in péctore del comandante.
La Cuba oficial que estos días acoge la Cumbre Iberoamericana
sólo vive para cerrar filas en torno a un líder, del que
el desmedro físico a sus 73 años es evidente, y aprovechar
todos los trenes de vía estrecha que le permitan doblar la siguiente
esquina del camino. Por ello, el castrismo necesita al Rey -en Cuba es
innecesario decir de dónde- dejándose ver por La Habana,
si es posible del bracete del líder máximo, para acuñar
imágenes de respetabilidad exterior; está dispuesto a celebrar
que Pinochet no sea nunca juzgado, no ya por el precedente que pudiera
significar para Castro, sino para congraciarse con el Gobierno chileno,
aun al precio de escarnecer la memoria de Salvador Allende; y se inventa
un destino unificador de lo latinoamericano, como si pudieran combinarse
los materiales de la política al margen de su composición
isotópica.
Cuando los ministros y jerarcas cubanos reciben al visitante para decirle,
con la convicción de la más profunda autarquía mental,
que reconocen que "su democracia no es perfecta", y que están dispuestos
a hablar con la Unión Europea de sus "respectivos problemas de derechos
humanos", en algunos casos están, sin duda, tomándote el
pelo, pero en otros no es imposible hasta que lo digan en serio. Ése
es el verdadero y más pavoroso aislamiento. Por ello, La Habana
es hoy una plaza de Oriente-1946 , en permanente exposición,
donde el más mínimo asomo de expresión pública
por parte de una disidencia, a la que las carencias generales de la población
difícilmente pueden permitir el engorde, se ve sumergido por contramanifestaciones
espontáneas, donde cualquier jefe de Comité de Defensa
Revolucionario se permite decir que como "la calle es de todos", hay que
negársela a tres ilusos de futuro.
Y el gran aliado de ese aislamiento querido y autoimpuesto es Estados
Unidos, que desea la prolongación del castrismo hasta la depauperación
del país, una situación que hay que pudrir con la esperanza
de que un día las calles de La Habana vean el escarmiento de un
dictador para el que no se aceptarán gradualismos de fin de reinado.
Por esa razón, hoy, mucho más que en el 98, lo terrible es
que, de verdad, más se perdió en Cuba.
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