Miércoles 10 mayo 2000 - Nº 1468
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OPINIÓN
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Estados Unidos, sin la voz de los cubanos moderados BARBARA PROBST SOLOMON Henry Kissinger, difícilmente un admirador de Castro o partidario de la presidencia de Clinton, y nada cándido respecto a la capacidad del dictador cubano para manipular la propaganda, expresó hace unos días el punto de vista de la mayoría de los estadounidenses: el bienestar de Elián González exigía que se reuniese con su padre y con sus abuelos; era estrictamente un asunto de familia. La opinión pública de Estados Unidos era perfectamente consciente de que si Elián hubiese sido un niño de Haití, México o cualquier otro país, lo habrían devuelto inmediatamente a su padre. Nadie habría prestado la más mínima atención a las necesidades emocionales de un tío abuelo; y si un familiar lejano se hubiese negado a devolver al niño, lo habrían llevado ante los tribunales acusado de secuestro. El creciente enojo de la opinión pública estadounidense
con los familiares de Elián en Miami tiene menos que ver con el
hecho de que desobedeciesen la ley (hay momentos en los que la desobediencia
civil tiene cabida) que con su curiosa creencia de que están en
su derecho y su completa indiferencia ante las necesidades de un niño
enormemente traumatizado por una pérdida tremenda. La gente está
harta de que tanto los republicanos como los demócratas consientan,
para ganar los votos de Florida, los caprichos de los cubanos de Miami;
la principal crítica es que el Gobierno tardó demasiado tiempo
en rescatar a Elián.
Los cubanos de Miami viven con una doble realidad. Por una parte, han
sido víctimas de un brutal dictador y muchos han padecido la muerte
o el encarcelamiento de sus familiares; por otra, en opinión de
los demás grupos, gozan de una condición especial demasiado
privilegiada, que no disfruta ningún otro grupo, ni siquiera los
refugiados de regímenes terroristas.
El problema para la opinión pública estadounidense es
que hay una enorme falta de comunicación; ya no oímos gran
cosa de los escritores cubano-norteamericanos exiliados con capacidad de
comunicarse con nosotros en un lenguaje razonable y matizado; muchos de
esos dotados intelectuales viven ahora en Europa. Escuchamos principalmente
a los extremos: Fidel, por una parte, y el alcalde de Miami y los soeces
políticos estadounidenses de derechas, por la otra. Ambos grupos
se mueven fuera de la realidad.
A mediados de los ochenta, miembros de la delegación cubana de
Nueva York se pusieron en contacto conmigo y me tentaron, como hicieron
con muchos periodistas, con la insinuación de que podía reunirme
con Castro. Me animaron a que enviara una carta personal a Fidel, y lo
hice, pero a mi manera. Escribí que lo que más me interesaba
de Cuba eran los derechos humanos; que trabajaba en la defensa de los derechos
humanos con Juan Goytisolo y otros escritores. No recibí respuesta.
Cuando Castro se presentó en Manhattan en 1996, cubrí
su visita a la Iglesia Baptista Abisinia en Harlem para la revista Dissent.
Fue rarísimo. La revista oficial, desplegada delante de la iglesia,
afirmaba que el poeta cubano Severo Sarduy era uno de los suyos, cuando
Sarduy había muerto en el exilio en París. También
hay personajes soeces en la izquierda. Contra lo que se habría debido
protestar en 1996 es contra Ted Turner, el compinche de Fidel; puso a su
corresponsal de la CNN, Bernard Shaw, en la humillante tesitura de realizar
la principal entrevista a Castro como una especie de coqueteo, dejando
aparcados los derechos humanos. Fue parte de aquella irreal visita. Al
final de su viaje, Fidel anunció que el único grupo para
él habían sido las masas que lo habían saludado en
las calles de Harlem, cuando lo que sucedió fue justamente lo contrario.
No había masas, las calles de Harlem estaban vacías aquel
día. Los únicos que se reunieron con Fidel fueron los grandes
empresarios: David Rockefeller, Lee Iacocca y Mort Zuckerman.
Pero es contraproducente para los cubanos de Miami emplear las tácticas
de Fidel. Es malo que los cubanos moderados de Miami se sientan demasiado
intimidados para expresar públicamente su punto de vista. También
es mal asunto que el alcalde de Miami despidiese a los dos jefes de policía
que no le avisaron de la redada de los agentes federales (evitando con
ello la violencia callejera). En Estados Unidos tenemos una dolorosa historia
de violencia interna; no podemos arriesgarnos a ser estúpidos respecto
a dichos asuntos. Permitir que una muchedumbre enfurecida de Miami sepa
la hora exacta del rescate, o enviar a Juan Miguel González a Miami
a recoger a su hijo, podría haber sido tan peligroso como lo fue
permitir a Kennedy circular por las calles de Dallas sin un coche cubierto
y blindado. Ya es hora de que los cubanos de Estados Unidos, y la opinión
pública estadounidense, escuchen a una población que definitivamente
existe, los exiliados moderados.
Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense. |
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