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 Breve parada en aguada de pasajeros

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 El mes de Julio es muy complicado en el país de la Ciguaraya, los que nunca trabajan y son mayoría, se cansan de descansar y se toman unas merecidas vacaciones, los que laboran improductivamente también. La calle es un constante hormigueo de seres que deambulan sin decidir como emplear ese tiempo. La gran cantidad de hoteles construidos y al alcance de sus ciudadanos se mantienen casi vacíos, los porteros de los restaurantes insistentemente detienen a cuanto curioso peatón transita próximos a sus entradas y casi los obligan a entrar, por tal razón y para evitar esas molestias, la gente prefiere caminar por el medio de la calle burlando el intenso tráfico. Las posadas corren la misma suerte, nadie quiere hacer uso de ellas, todos prefieren el contacto directo con la naturaleza.

 Para los ciguaragueños existe solo una meta en cada verano, los carnavales. Nada les causa más placer que pasearse cuadras y cuadras con una perga llena de laguer caliente, detenerse en una tribuna donde toque cualquier orquesta, no importa qué tipo de música sea y menos aún la letra, el caso es que sirva para mover el esqueleto y quien dice el esqueleto el culo también. Así es la vida allí, muy divertida.

 Esa rumba no dura mucho y por tal razón se aprovecha al máximo, por eso se gasta como pan caliente. Al finalizar el mes y exactamente el 26, la gente acude hipnotizada a la gran plaza del gran feudo donde siempre habla el gran brujo. Bueno, no puedo decirles que es el único día que asisten a esa reunión tan familiar, el gran brujo es un gran orador y esos encuentros son muy frecuentes hoy día.

 Sonó el silbato del cartero y mencionó mi nombre, solo de oírlo me encabronó porque en la Ciguaraya no es muy frecuente recibir telegramas ni llamadas telefónicas. A esa hora deseaba mentarle la madre, no era para menos, todo el mundo disfrutando de las vacaciones de verano y ahora se aparecía nada menos que un cartero con un telegrama, mal presagio.

-Priiiiiiií.- Sonó insistentemente el silbato. -¡Esteban Casañas telegrama!- Vaya carajo era una vieja mulata de espejuelos, no sé cómo resistía estar soplando 8 horas. Salí en short y camiseta.

-Soy yo.- Le dije con mala cara y tenía mis razones para hacerlo, estos cabrones solamente se presentaban con malas noticias.

-¡Firme aquí compañero!- Casi fue una orden militar que cumplí para desprenderme de su presencia.

 

 

 Preséntese con carácter urgente en el departamento de cuadros de la Empresa para ser enrolado inmediatamente.

                               Firmado.

                                                 J’ de Cuadros.

 

 No se me habían vencido las vacaciones todavía, yo sabía que esas fechas eran peligrosas para tomarlas porque muchos Oficiales ciguaraguereños presentaban crisis, padecían también el virus carnavalesco.

 Al día siguiente me encontraba con todos los documentos en la mano, pasé por la caja de la empresa, me pagaron el monto del pasaje y una dieta cuya suma serían unos $25 pesos. No tenía escape, debía partir para el puerto de Santiago de Cuba y relevar al Primer Oficial del buque “Moncada” que tenía problemas familiares. Fui para la casa con aquella carga, ya mi esposa estaba acostumbrada a estos imprevistos, por tal razón nunca planificábamos nada y dejábamos que fuera la vida misma la que guiara nuestros pasos. Realmente en la Ciguaraya no se podían hacer planes, solo el gran brujo estaba autorizado para ello. Compré una botella de agua con ron muy bien mezclada para celebrar la despedida y cuando los muchachos se durmieron, echamos el palito de hasta la vista. Si las cosas marchaban mal durante ese viaje, muchas manuelas que tú conoces hasta el regreso que echábamos el palito de bienvenida, siempre así, pero no crean que es tan malo, tiene sus encantos. No da tiempo a que ambos se aburran de nada, es una eterna luna de miel, esto no es un invento mío, son las expresiones de las mujeres de los marineros, solo que algunas no aguantaban la calentura y ahí venía el tan temido tarro, porque caballeros, si existía algo grande por el que la gente de la Ciguaraya sintiera miedo, ese era el tarro. No por gusto la gente decía; “Primero muerto que desprestigiao”, bueno, cuando se inventaron los tarros de goma la sangre no llegaba al río.

 Partí raudo y veloz con el porta espermatozoides totalmente vacío, soborné a un taxista para que me llevara para la terminal de ómnibus interprovinciales. Me asombró la actitud negativa de aquel chofer en un país, donde los taxis abundaban y hasta le gritaban a la gente para que los alquilara. Tuve que pagarle ida y vuelta, además de permitirle que recogiera por el camino a otras personas.

 Al llegar a la terminal de ómnibus sufrí una gran desilusión y negativo impacto, calculé que me demoraría alrededor de un mes en llegar hasta la casilla donde se sacaban los pasajes. Tenía deseos de salir de nuevo para comprobar si me encontraba en la capital del país, toda la terminal se encontraba abarrotada de nagüitos orientales. Gente de todas las edades y colores, unos dormían plácidamente sobre el sucio piso de la terminal y cualquier cosa les servía de almohada. Rostros grasientos que no probaban el agua desde varios días, ropas sucias de tanto limpiar la terminal, vejigas al reventar a la entrada del baño, policías tratando de organizar aquellas incontrolables colas. Si ibas a la de Pinar del Río te la encontrabas repleta de nagüitos que deseaban visitar a sus familiares y el mismo panorama en todas las colas de las diferentes provincias. Se habían diseminado como una plaga, y lo peor de todo, eso mismo sucedía en las terminales de sus provincias. Ese era el único toque negro en estas fechas en el país de la Ciguaraya, donde todo abundaba a reventar.

 Tuve que sobornar a otro taxista para que me llevara a la terminal de trenes, no crean que fue una operación sencilla. Cargando todos aquellos bártulos con lo imprescindible para partir a una batalla, caminé hasta Ayestarán y logré convencer a uno. Allí la situación era peor, agravándose por la insobornabilidad de los chóferes de la zona, no aceptaban el doble de la tarifa. Sin otra opción, caminé desde la terminal de trenes hasta San Ignacio y Obispo donde se encontraba nuestra empresa. Había un comemierda de portero al que casi lo mando al carajo y entré, solté las maletas en la oficina del jefe de personal (no hablo de Salado, una persona incorrupta) me refiero a otro jabao que desafortunadamente he olvidado su nombre.

 En esos momentos no se encontraba presente y decidí esperarlo para comunicarle sobre los acontecimientos, el tipo se demoró todo lo que le dio la gana y traté de conservar la paciencia, eso si, para vivir en la Ciguaraya hay que hacer derroche de ella. Cuando al fin le salió de sus reverendísimos cojones y terminó la reunión que probablemente tenía en el bar de El Patio (a solo una cuadra de allí), me invitó a pasar a su oficina. Parado en la puerta me extiende la mano abierta con la palma mirando al cielo y me dice;

-¡Entra!- Como estaba de moda en aquellos tiempos el saludo de los atletas, entré y choqué mi palma con la suya, instantáneamente y como si hubiera comprimido un globo, me llegó su aliento etílico con sabor a yerba buena.

-¡No compadre! Tú no has entendido, te dije que entraras con la dieta.- Me dijo el tipo con tremendísimo descaro.

-¡No jodas, de verdad!- Le respondí mirándolo ahora un poco más serio.

-¡Claro compadre! Si no saliste de viaje es lógico que la devuelvas.- Me contestó con más descaro aún.

-Así que yo voy a la caja y firmo un recibo por la mierda que me dieron de dieta, que no alcanzó para pagar los taxis que he tomado hoy, y vienes tú con esa enorme jeta a decirme que te la entregue así porque si. Ven acá compadre, ¿me has visto cara de comemierda o maricón?- El tipo, no acostumbrado a estas salidas elegantes tomó la palanca de cambio y dio retroceso.

-Bueno, no te preocupes porque eso se manda a descontar del salario.-

-Por supuesto, que lo descuenten del salario, pero no te voy a entregar ni un centavo, de esto puedes estar requeteseguro.- Aquel hijoputa no quiso seguir la rima, sabía que no le convenía porque ya me lo había encontrado en varias oportunidades bebiendo en El Patio, La Bodeguita del Medio, Floridita y otros restaurantes próximos al área, donde por su insignificante salario era imposible que lo visitara no solo una vez al mes, dudo que dos veces al año haciendo muchos sacrificios.

-Si quieres deja el equipaje en mi oficina y mañana pasa por aquí temprano, voy a gestionar un Volga para que te lleve hasta Santiago con otros tres tripulantes asignados para ese barco.-

-¿Quién responde por mis pertenencias?- Una pregunta muy importante.

-No te preocupes, el único que posee llave de ella soy yo.-

-Sabes entonces que si me falta algo lo vas a tener que pagar.-

-Hombre, vete tranquilo que aquí no entra nadie.- Nos despedimos con el mal sabor de habernos conocidos personalmente.

 Ese día regresé a la casa no sin antes comprar por el camino una botella de agua con ron marca Ronda o Legendario, no puedo recordar exactamente, pero eran mis preferidas entre las cientos de marcas existentes, debo aclarar que sentía predilección por el aguardiente marca Coronilla. Me gustaba por el tufo tan exquisito que dejaba en el aliento de las personas, y que volvía loca a las mujeres. No comprendo aquel capricho de los ciguaragueños en masticar papel de cartucho para desprenderse de tan agradable olor, tenía un don muy particular ese aguardiente y era celebrado por los más expertos catadores de bebidas de esa isla. La Coronilla no tenía efectos secundarios como por ejemplo el laguer de pipa, que unas veces provocaba diarreas, dolores de cabezas agudísimas, sed insaciable y hasta impotencia. De esto pueden hablar los más adiestrados sementales que hacían lo imposible por evitarla y no sufrir el ridículo con jebas del barrio, yo también y por si acaso.

 Nos bebimos la botellita que para esos tiempos era como si nos bebiéramos una copa de champán, y luego echamos otro palito de hasta la vista cuando los niños se durmieron. Temprano en la mañana y sin lavarme porque raramente había agua, y porque además de eso era portador de millones de anticuerpos, me vestí de uniforme de la marina con charretera y todo. Era un truco que no fallaba en la Ciguaraya, la policía no te jodería tanto y ese cuerpo era compuesto en su mayoría por nagüitos orientales traídos por el gran brujo. Un uniforme es como una garantía de honradez y eso lo aprendí con grandes maestros del contrabando en la marina. No hay nada más digno y respetuoso que llevar un contrabando dentro de un portafolio adornado con un uniforme, no importa su color, el brujo siempre quiso tener un pueblo uniformado, yo lo complacía.

 Esperé dos o tres horas por el jabao dirigente que quiso tumbarme la dieta, bueno, no todo era color de rosa en la Ciguaraya. Ese día me encontré con un socio que había estudiado conmigo y se asombró de verme lucir el rango de Primer Oficial.

-¡Compadre! ¿Cómo es que habiendo sido el primer expediente de la promoción, continúes siendo primero?.- Me preguntó el socio que se había graduado con una alpargata dentro del coco.

-¡Ná, tú sabes como es eso, unos nacen con una estrella y otros estrellados.- Le contesté con mucha resignación y de ésta hay que tener en abundancia en la Ciguaraya.

-¡Tienes que aprender a vivir compadre!- Fue todo lo que me respondió.

-¿Cómo es eso mi socio?-

-¿Por qué no has ascendido en todos estos años?- Me preguntó.

-¡Coño! Sabes perfectamente que la lista de matrícula en la academia para el curso de Capitán, tiene que ser aprobada por el comité del Partido.-

-¡Fao, fao a las cercas mi hermano! ¡Póngase pa las cosas o te vas a morir de primero!-

-¿Cómo es eso?-

-Muy fácil, solo que hay que pasmar los baros, usted invita a la jefa de cuadros a un restaurante a jamar, pero no solo a eso, como ella es curda gástese la plata y ponga un pomo, póngala a que chupe que eso es lo de ella, entonces, cuando esté bien curda se le calienta la pepa y esa es la suya. ¡Jámesela asere! Verá como sale en la primera lista y cáguese del comité porque ella es del Partido.-

-Compadre! Si yo tengo que ascender de esa manera me quedaré de primero para toda la vida.-

-Ya te alumbré, así que de aquí palante el asunto es tuyo.- Nos saludamos y se marchó por donde mismo vino el viento que soplaba muy temprano hasta El Patio. Es probable que a compartir un mojito con Carlos Puebla mientras cantaba aquel estribillo que decía; “Se acabó la diversión, llegó el gran brujo y mandó a parar”.

 El jabao me dijo que en el parqueo se encontraba un Volga que me llevaría con tres tripulantes hasta Santiago, yo era el responsable de aquella tripulación comprendida por un borracho conocido, un ex combatiente de la Sierra, hablo de aquellos infelices que tal vez se jugaron el pellejo de verdad y quedaron fuera en la piñata, para que refrescaran los metieron en la marina a causar problemas. El otro individuo era un delincuente de La Habana Vieja al que conocía por referencias y por último el chofer, un infeliz que solo se encontraba dispuesto a cumplir órdenes, molesto por este viaje en medio de las vacaciones en toda la república de la Ciguaraya. Como pudimos colocamos los equipajes en el maletero de aquel carro que en la isla era considerado lo máximo, la misma mierda que también se vendía como pan caliente.

 Aún dentro de La Habana Vieja, al borracho se le ocurrió la maravillosa idea de comprar algunas botellas de aguarrón para hacer el viaje feliz, así era la cosa allá, siempre tratando de ser feliz nadando en la apacible corriente de mierda. Todos votamos a favor menos el chofer que se encontraba sin derecho al voto, la primera botella fue abierta por la terminal de trenes dándole palmadas por el culo. Hoy me encabrono cuando tengo que usar un abridor para sacarle el corcho, los capitalistas hacen la vida difícil tratando de ser perfectos.

 En la medida que el auto avanzaba por las ocho vías, que mostraban con orgullo decenas de baches por kilómetro cuadrado, obra como es de suponer de los enemigos del gran brujo, en esa misma medida bajaban los centímetros cúbicos de la primera botella consumida a pico por falta de vasos. La suerte de todo esto es que las dificultades se vencían con asombrosa facilidad, en la Ciguaraya nadie tenía complejos sobre malos vicios, un lema habíamos aprendidos desde muy pequeños y éste nos ayudó a vencer innumerables dificultades; ¡El que no mama, no quiere a su mamá! Vencidos esos prejuicios burgueses, todos pegábamos la bemba proletaria donde quiera, y para suerte del sistema de salud, nunca se desató una epidemia.

 Como jefe responsable en aquella isla, no permití ningún tipo de discriminación dentro de mi tropa, el chofer tenía el mismo derecho que los pasajeros y la botella en su ronda pasaba por él, no importaban los 90 kilómetros por hora de desplazamiento, todos éramos felices en nuestra nueva aventura. Es de suponer que surgieron los cuentos necesarios para identificarnos entre sí, hablamos de putas de todos los colores y provincias, hablamos de la bolsa negra y los precios del momento, hablamos de viajes pasados, de capitanes hijoputas, solo hablamos de eso y un poco de marcas de ron, de bares de La Habana, de restaurantes, hoteles, playas, barrios, hacíamos hincapié en las mujeres. Para nosotros la vida era un bollo, peludo, lampiño, chiquito, grande, seco, jugoso, profundo, insaciable, solo eso, un bollo y eso era lo que yo también tenía en la cabeza, me hacía gracia aquello.

 Las horas pasaban y los kilómetros también, recalamos a algunos de los restaurantes construidos en la autopista con el nombre de “Conejitos” (creo que ese era el animalito) y no adivinamos nada. No era fácil dispararse todo aquel cargamento de aguarrón con el estómago a capela. En la medida que avanzaba el auto en medio de discusiones y hasta el aporte de algún bolero antiguo, borrado en la memoria de los más jóvenes, aparecían en el panorama de la autopista interminables campos de cítricos y letreros que me eran familiares. Años atrás y antes de construirse aquella autopista yo disfrutaba mucho más de los viajes, tal vez porque los realizaba acompañado de esa nostalgia que se siente aunque uno se encuentre en su tierra. Me llamó la atención un indicador sobre la proximidad del pueblo Aguada de Pasajeros.

-Compadre, vamos a entrar en Aguada para ver si encontramos algo de comer.- Le dije al chofer.

-Como usted ordene mi Capitán.- Me respondió mientras la botella daba otra más lenta ronda. En lo que ellos continuaban hablando las mismas mierdas de siempre, mi mente viajaba involuntariamente al pasado, un tiempo duro y feliz al mismo tiempo, muy duro para mí, pero muy feliz.

 Yo me encontraba cortando caña en el año 67 en un pueblo vecino a Aguada, exactamente en la finca llamada Canasí que pertenecía a Amarillas. No sé cómo ni cuando fui a parar a una casa con unos seres muy queridos, personas tan dulces y amables que nunca pude olvidarlos. Hoy mismo, cuando escribo estas líneas acabo de hablar con ellos luego de una ausencia de 35 años. Largo tiempo dirán muchos, yo tenía solamente 17 en esa época, hoy cuento con 52 a mis espaldas, pero insuficiente para borrar todo el amor que sentí por aquella familia. No es misterio, aquel hombre al que quise como si fuera el padre que nunca tuve se llama Fermín Sardiñaz y su esposa Chela. Fermín con 80 y su esposa con 75 se acuerdan de mí y poseen una lucidez increíble, fue muy emocionante oírlos de nuevo y la alegría fue común de ambas partes.

 El auto se desvió en la intersección de Aguada y entrando al pueblo le preguntamos a un poblador por la pizzería, nos indicó mas o menos el camino y nos vimos obligados a preguntar nuevamente. Fue fácil dar con ella, en los pueblos pequeños todo se sabe y no cometíamos error alguno al preguntar por ella. Antiguamente se podía preguntar por el Ayuntamiento, la iglesia, la casa de socorros, la estación de policía, la funeraria, etc., hoy se le agregaba a todo esto la pizzería, aunque los Ayuntamientos habían desparecido y las casas de socorro se convirtieran en policlínicos.

 El borracho bajó con la botella de ron en la mano y la puso encima de la mesa, allí todo está permitido. Todavía existían camareros que atendían las mesas y en lo que esperábamos por ese lento servicio al cual estábamos muy bien adaptados, nos servimos en los vasos grasientos que habían encima de la misma, debo destacar que a todos nosotros nos gustaba usar aquellos vasos sucios. En esos momentos había un guajiro que cantaba tocando una anciana guitarra, sus cuerdas eran de nylon de pescar y el barniz del instrumento se había marchado del país hacía muchos años. Las claves de la guitarra eran de madera también, al parecer algo gastadas y se desafinaba con frecuencia obligando al artista entre canciones a buscar los tonos necesarios, eso si, usaba una uña de carey y me asombró, hacía años que no veía rastros de aquellos quelonios.

 Cuando se dio cuenta de nuestra existencia y sabiendo que éramos extraños, se paró justamente a mi espalda, deduje por instantes que afinaba su instrumento y luego con voz sufrida entonó una canción que me hizo viajar por el Caribe hasta Venezuela.

 Por el amor de una mujer, jugué con fuego sin saber que era yo quien me quemaba, y así hasta el final mientras la botella bajaba de peso. El curda del grupo le brindó un trago de su vaso al guajiro quien complacido lo aceptó. Luego entonó otra canción que me trasladó hasta el Chile del año 73; Mañana me iré, amor mío, que triste estaré, te digo, mañana me iré, amor mío, pero esta noche, pero esta noche, la paso contigo, era de Los Angeles Negros y me llevó hasta una posada de Valparaíso donde entré con una señorita. Ya yo tenía cuatro palos dados, creo que más de cuatro y me invadió la nostalgia. Es maravilloso el poder que tiene la música para hacernos, y ubicarnos en solo segundos en lugares tan distantes en el tiempo y el espacio, yo soy un amante de ella. Cuando el tipo terminó aquel número saqué un billete de diez pesos del bolsillo de la camisa y por encima del hombro se lo ofrecí sin virar la cara.

-Muchas gracias compañero.- Me dijo el guajiro muy contento por aquella inusual propina. -¿Qué otro número quiere que le cante?- Me preguntó con una mezcla de humildad.

-Compadre, eso es para que no cante más.- Le respondí sin volver el rostro, entonces vi cuando el excombatiente se levantó disparado de su asiento.

-¡No compay, no haga eso!- Fue todo lo que dijo mientras a mis espaldas se producía un extraño forcejeo, me levanté inmediatamente de la silla y alcancé a ver la guitarra en el aire. La gente se reía burlonamente de aquel improvisado artista.

-¡Compadre! ¿Tú estás loco?- Le pregunté algo asustado.

-¿Cómo coño vas a mandarme a callar- Fue todo lo que me respondió con ira.

-No lo tomes a mal, el problema es que esas canciones me trajeron muchos recuerdos.-

-¡Coño compay! Tú no eres bruto, tiene que haber otra manera de pedírmelo.-

-Discúlpame viejo.- Le dije mientras le extendía la mano. -Es que hay cosas del corazón que no se pueden explicar.- El tipo aceptó mi mano y la estrechó con sinceridad, luego lo invité a sentarse con nosotros.

-Yo sé lo que es eso, por eso me emborracho y canto donde quiera.- Luego el hombre nos hizo toda su historia, la mujer se le había ido con otro. Nada, historias de las que eran narradas en las canciones de Orlando Contreras y los boleristas de su época, así le dimos fondo a aquel pomo y al llegar al Volga le dimos golpe por el culo a la siguiente botella. La gente es así allá, muy abierta, sana, incrédula, confiada, creo que hasta el infantilismo. Es como si se necesitara de comunicación y a cualquiera le confiesan sus dolores cuando tienen cuatro tragos en la cabeza. Me cansé de oír historias verdaderamente dramáticas en las pilotos, las barberías, en las colas de cualquier cosa, hasta en las de las posadas, comprendí muy pronto que cualquiera puede ser receptor de muchas penas.

 Continuamos nuestro viaje cayéndonos a mentiras, con tragos encima hacíamos mucho alarde de coraje y salían a relucir encuentros desafiantes, quizás temerarios para la época, poco a poco el alcohol nos quitaba la careta, pero no era la definitiva, debajo de ella persistía una cirugía plástica, ni con la más aguda borrachera nos desnudábamos de gratis ante un recién conocido, esa era la vida en la Ciguaraya, siempre a la defensa.

 Continuamos el lento viaje hasta Santiago de Cuba luego de despedirnos con ebrios abrazos de aquel guajiro invadido por la tristeza. Tras de mí quedaba un pueblo al que había visitado en varias oportunidades, lo hacía por simple curiosidad, tal vez por comerme un sencillo “choripán”, fue allí donde oí ese nombre por primera vez, luego desapareció el chorizo y mas tarde el pan, ¿qué no habrá desaparecido en aquella isla? Recuerdo que en una de aquellas visitas a Aguada coincidimos con un circo, su carpa daba pena como nosotros, tenían un león que había perdido la melena y la moral, de rey de la selva había caído en un país donde no se le reconocía su realengo y creo que ya estaba convertido en vegetariano. La parte más simpática de todos los actos era, cuando los asistentes tenían que retirar algo de la pista y la gente les gritaba; ¡Tarugos! ¡Tarugos! Todos reían, creo que hasta el triste león que nadie sabe como llegó hasta allí, todo resultaba dantesco y nosotros nos divertíamos, triste alegría, pienso.

 Como llevábamos más de 24 horas de carretera, parando aquí, ora allá, el chofer se cansó y tiró la toalla en un pueblo a la entrada de Oriente, no puedo recordar cual. Por suerte el excombatiente tenía parientes allí y paramos. Dos durmieron como pudieron en el auto y tres en casa de su familia como pudimos también. Era asombrosa la hospitalidad de los orientales hoy convertidos en enemigos de los habaneros por la revolución. Llegamos tarde y a esa hora se pusieron a cocinar, aún quedaban botellas de nuestra gran reserva y los presentes compartieron con nosotros como si fueran las diez de la mañana de un sábado corto, por la mañana y después de desayunar tostones y algunos chicharrones, emprendimos nuevamente el viaje.

 Santiago estaba en carnavales, la mayoría de los pueblos por donde pasamos también, la isla estaba desde hacía muchos años en un eterno carnaval. La productividad era nula en esos momentos y casi siempre, cuando franqueamos la aduana y parqueamos justo al lado de la escala del buque, pudimos comprobar que muchos estibadores se encontraban ebrios, aquello no me sorprendió.

  La sorpresa vino después de subir los equipajes, no sé por cuál razón siento tanto placer al mencionar a los hijoputas más grandes que existieron en la flota mercante, esto les puede servir de méritos ante el partido y gobierno, sin embargo, lo hago porque muchos cubanos de la isla leen estos escritos burlando la muralla para ellos impuesta. Pues bien, el Capitán de aquel buque era Juan Carlos Martínez Llamos un santiaguero con el que había chocado a bordo del buque Camilo Cienfuegos, extremista por excelencia y que tenía al buque lleno de nagüitos. Desde que lo vi no saqué mis ropas de las maletas y me prometí no salir a viaje con él, pero bueno, eso corresponde a otra historia. Solo cabe mencionar que en aquel buque lleno de orientales, el primer cocinero tenía más mando que yo siendo el Primer Oficial. Presenté crisis y me personé en las oficinas de Atención a Tripulantes dirigida en ese tiempo por Gladys Venegas con mi equipaje, nunca salí de Santiago de Cuba a riesgo de ser sancionado, todo estaba debidamente cuadrado, mi esposa me mandó un telegrama urgente de que operarían a mi hija, la empresa realizó sus investigaciones en La Habana, pero como todo estaba bien planificado ella no se encontraría en mi casa, escapé una vez mas, Santiago continuaba en carnavales, la isla es un carnaval y mi relevo tuvo que ser enviado en un Volga también.

 

Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá
14-7-2002.